COMO UNA DROGA

Pasamos tantos años en el colegio que tomamos cariño al pupitre mugroso, al profesor malencarado y a las horas grises pensando en las musarañas. Así que, nostálgicos, lo sustituimos por una mesa coja, un camarero antipático y un gintonic de garrafón mirando un techo gris. A los vagos perder el tiempo nos engancha como una droga y mejor que un aula sólo un bar, su prolongación natural, escuela de la vida. Es un cambio en el que salimos ganando por las tapas, aunque sean cacahuetes resecos.

ADECUADA PARA TERMINAR

Empezar con una cita es de pobres, pero si lo somos y no lo reconocemos además somos vergonzosos, o soberbios. Defectos éstos muy de pobres de espíritu. Siendo así, pobre yo y de pobres los defectos, no hay razón que justifique no aprovechar las palabras de otros más sabios, o más tristes. Ciorán, pesimista hasta el delirio, dejó dicho que si alguna vez has estado triste sin motivo en realidad siempre has estado triste, aunque no hayas sido consciente. Me parece exagerada, pero una buena forma de empezar.

En ésta, aunque no lo parezca, ha estado excesivo pero optimista. Lo cierto es que todos estamos siempre tristes, y más y más cuanto más y más lúcidos, lo que sólo puede significar que a algunos la realidad no nos emborracha, exageración ésta que resulta adecuada para terminar.

LAS ENVOLVEMOS

La totalidad de las experiencias sublimes de la existencia —el amor, un orgasmo, un hijo, la muerte— están al alcance de cualquier imbécil. Eso nos resulta insoportable y por distinguirnos y elevarnos las envolvemos en adjetivos maravillosos, metáforas evocadoras, comparaciones exageradas y vanas teorías. Mientras nos entretenemos cazando en el páramo del diccionario el adjetivo perfecto, como otros el unicornio, ellos aman, follan y mueren de verdad. Porque el verbo basta.

EN UN ÁNGULO PRECISO

Es mayo y llueve y caminamos con la tristeza de los desencantados por aceras vacías, levemente apresurados. Un paraguas define un espacio que nos aísla aún más y dirige las miradas al suelo, en un ángulo preciso. Nos desplazamos así en el interior de tristes burbujas bajo el agua. No atendemos a nadie y nadie nos atiende, sólo las cámaras que pueblan las esquinas muestran el desapegado interés de un mayordomo de serie inglesa o la difusa curiosidad de un entomólogo.

Caminan muchachas bien arregladas, simulando una alegría que no tienen, tratando de sobreponerse a la adversidad de este tiempo que les impide lucir al cien por cien de sus posibilidades. Caminan ancianos con pantalones beige de tergal y deportivas de mercadillo, párpados caídos y esos ojos eternamente húmedos que uno no sabe si responden a una enfermedad o una tristeza que desborda. Caminan errantes cobradores de la ORA con ridículos chalecos reflectantes y la maquinita de recaudar colgada al cuello, conscientes de la estupidez e inutilidad de su función, gorrillas funcionarios, simulando actividad e interés. Gente gris deambulando por aceras grises bajo un cielo gris, hartas de promesas, traicionadas incluso por el sol.

Nos resignamos como el preso a la innecesaria vejación de su ridículo uniforme a rayas. Sólo el mar lleva mal el viento y la lluvia y no se somete y exhibe su mal humor con olas que rompen en la playa y se deshacen, inútiles, en las rocas.

LA INDIFERENCIA DEL CAMALEON

La indiferencia del camaleón es fingida. Y su estrabismo parsimonioso responde a una calculada estrategia de despiste. Así hago yo con los culos. Como que no. Que no va conmigo. Como que miro para allá y tal. Pero en realidad estoy ojo avizor. Acechando cauteloso desde mi anodina transparencia social. Desde mi inexistencia sentimental. Revolviendo pensamientos lujuriosos como el lagarto policolor su lengua a la espera del momento idóneo de abalanzarme.

UN TEATRILLO PROPIO

Cada enfermedad supone un padecimiento y un personaje. Cada dolor tiene un teatrillo propio. En parte lo impone el propio dolor, la enfermedad. Pero en gran parte nos viene impuesto. Has de comportarte como los cuidadores esperan, como se han comportado cientos antes que tu. Esto es mucho más evidente en enfermedades leves y difusos padecimientos psicológicos.
Los niños y los futbolistas repiten cara y gestos siempre que caen de la bicicleta o un contrario les hace falta. Y exageran una cojera imaginaria que se olvida al reiniciar el juego. Todos los drogadictos se comportan igual y sufren haciendo los mismos aspavientos. La ansiedad de no fumar no resulta creíble si el aspirante a temperante no cumple determinados ritos, formula las quejas correctas, muestra el adecuado nerviosismo.

INFECCIOSA FELICIDAD

Vale que todo era gris. Vale que las esquinas eran romas, las calles mojadas, los caminos llenos de baches y las nubes siempre venían, nunca se iban. Vale que el tiempo no pasaba, las horas en blanco y negro eran eternas, los relojes de cuerda paraban y los días eran, uno tras otro, el mismo día. Vale que la gente gris queriendo no ser gris se revelaba no sólo más gris sino superficial, chabacana e ignorante. Vale que intentaran abrirte su alma y resultase siempre maloliente, como sus pies. Pero a esas cosas uno se acostumbra, se amolda y en ellas se curte. No se las deja pasar de una superficie que se revela imprescindible para la supervivencia, como las latas para las conservas. Dentro, al vacío, iba yo tirando. Incómodo, apretado, leyendo con luz artificial.
Luego vino la felicidad, que es infecciosa. Ahora no puedo vivir sin ella y camino estremecido, febril, abstinente y en constante sobresalto por temor a perderla.

EL RECURRENTE OLVIDO

La felicidad suele pillarme de improviso y sumirme en un estado de pasmo. Nunca estoy preparado para ella. Porque la felicidad, esa cosa que quizá tenga plumas, es un estado por definición difuso y misterioso. Solemos confundirla con la alegría y eso dice muy poco de nosotros. O lo explica todo sobre nosotros. La alegría es superficial y previsible y tiene mecanismos reconocibles. No tiene mayores complicaciones. Exige pequeños esfuerzos, tan pequeños que con no negarse a ella basta. Unas copas, una charla, un golpe de suerte, un deseo satisfecho o la promesa de su satisfacción. La alegría es leve, tontorrona, inocente, infantil en ocasiones. La alegría es zapatos nuevos, juerga con los amigos, invitación inesperada, que se equivoquen a tu favor dándote la vuelta o que te paguen lo que te deben. Otras veces ni siquiera tiene causa. Uno se levanta alegre y se pregunta en qué habré estado soñando. Sus causas son pequeñas y oblicuas, flores a los lados del camino, estrellas fugaces en el cielo. Puede incluso no tener ninguna. Por eso, por la levedad de sus causas, tampoco tiene efectos. Se consume y desaparece en un instante, se agota en si misma en el tiempo de una carcajada. La alegría es exterior y ocasional. Es un subidón con inmediata bajada. La felicidad es diferente porque su causa siempre es lejana, difusa y generalmente olvidada, pero enorme, constante e influyente. Una vez se produce no cabe obviarla, pretender que no somos felices o intentar ocultarlo. No se está feliz, se es feliz. Por el contrario sí se está alegre. La felicidad es siempre interior y generalmente casual, pero sólo por nuestra incapacidad de entendernos. Es tan difusa, y por alejada inmune a las circunstancias, que se puede ser feliz en la cárcel, en un entierro, a las puertas de la muerte o del juicio final. La mierda flota en la felicidad sin alterarla mucho, a lo sumo oscureciendo el día con los mismos efectos pasajeros que tiene la alegría. Tiene una lucidez que asombra, una serenidad que pasma y una falta de densidad que penetra e impregna todo. Por esa razón en esos instantes en los que, de pronto, soy consciente de la felicidad no sé cómo reaccionar, qué pensar o decir. Me asalta la certeza de la felicidad sobre la que alegrías y tristezas sobrevuelan y me distraen en el día a día y tengo que sentarme, noqueado por la evidencia. Una buena teoría ha de comprender la totalidad de los hechos y evitar innecesarias complicaciones; completa y sencilla. Sólo la estupidez explica el recurrente olvido de algo esencial y el pasmo del redescubrimiento de lo evidente.

ESTÚPIDO PERO CONFIADO

A cierta edad pensaba en mañana, al crecer se me apareció de la nada el futuro, que se me ha ido acortando hasta ser sólo un porvenir. El tiempo era cosa de otros y lo gastaba en perderlo, se escurría entre los dedos y los limpiaba en el pantalón. Miraba al frente, despistado y retador, estúpido pero confiado. Caminaba sólo cuando no podía correr y respiraba en los semáforos en rojo. Todo era nuevo, incluso lo viejo. Los libros tesoros y su tacto un placer. La velocidad era más importante que el tiempo y el espacio sólo una molestia. Sobrevolaba las cosas y recuerdo pensar que horrorizaría al mundo, sin saber cómo ni porqué. Era incongruente en mi desapego y ansiaba que las curiosidades se tornaran intereses, las molestias desgracias y las satisfacciones éxtasis. Tuve opinión sobre todo y adecuadamente infundada, emotivamente voluble y persuasivamente dramatizada. Desprecié, en mi y en otros, toda palabra o acto que no brotara de la iluminación o el frenesí. Temiendo el hartazgo de la nada buscaba ser irreconocible en el exceso jadeante.