EL PISAPAPELES

Miro mi mesa y pienso que necesito un pisapapeles. Es, confieso, una de esas necesidades que son capricho, uno de esos deseos rayanos con el vicio. En realidad, si bien lo pienso yo no necesito para nada un pisapapeles para pisar papeles. Todos mis papeles, que son muchos, están en carpetas; desordenados pero en carpetas. Podría, quizás, necesitar un pisacarpetas o algún aparato que cumpliera similar función. Pienso, a pesar de ello, que lo que me convendría tener en la mesa, además de las carpetas llenas de papeles, desordenados y ya leídos, es un pisapapeles y que me solucionaría muchos problemas. Hay aparatos que, más allá de su función, le dan a uno una prestancia que es difícil de explicar pero que se advierte a simple vista. No es lo mismo, habrán de reconocerme, sentarse ante la mesa de un profesional si en esta hay un pisapapeles que si no lo hay. No me refiero a uno cualquiera, claro está, sino a uno excelso. Mira tú, dirán algunos, un pisapapeles excelso, pues no pide nada. En los caprichos no se manda, son así, vienen así y suelen irse por donde vinieron, sin previo aviso y, muchas veces, dejándote con cara de gilipollas y un adminículo cualquiera en la mano, uno que hasta hace nada pensabas que te iba a dar mucha prestancia.

 

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EL LITIGIO

Hace ya años en la Real Audiencia de Valladolid hubo pleito entre los Mariño y los Fonseca en el que, con latinajos y citas de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, se disputaron el continente hundido de la Atlántida, sus tesoros, ciudades, condados, castillos, riquezas y todos los diezmos a recaudar del comercio de sus puertos inundados. Los Mariño alegaban descendencia de los reyes Celtas, dueños de todas las tierras, sumergidas o que afloran, en los mares hasta los hielos del norte y hasta las américas al oeste. Los Fonseca, con documentos antiguos, demostraban que eran señores del ducado de Meira, que linda al norte con las costas de Inglaterra, la mar en medio. Eso comprendería, lógicamente, todo lo que de la mar aflora o no, uséase, que incluiría en el título de propiedad los señoríos sumergidos e incluso los flotantes que pudieran atravesar las lindes, como en la tierra ocurre con las aves que migran y las aguas de los ríos que discurren.

 

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LA GALLINA QUE CANTA

Yo, en su día, cuando no tenía ni idea de que iba a vivir tanto, quería ser héroe en desbandada, hagiógrafo de putas y borracho a crédito y dormir como esos desgraciados que han habido en la historia de la literatura, intoxicado y con los zapatos puestos. Yo, en su día, habría dado un brazo por una prosa excesiva y una vida exagerada o viceversa, que no recuerdo ya si el plan era vivir lo escrito o escribir lo vivido. Las cosas nunca salen como uno quiere, mayormente porque en realidad los deseos más chulos son siempre un imposible, lo cual no les quita sino que les pone. A mí ciertas cosas me recuerdan que yo era un insensato que, cosas del carácter, se amansó sin que nadie se lo pidiera, por propia voluntad, que lo mismo pudo ser precaución que cobardía, detalle concreto que no recuerdo y en el que prefiero no ahondar. Contaba Don Camilo que Brégimo Faramiñás tenía rabia a los bajitos y los clasificaba taxonómicamente en dos grupos, a saber: A) aquéllos a quienes pueden picar las gallinas en el culo y B) aquellos que tienen que andar cantando para que no los pisen. Como me molesté en buscar en viejos listines telefónicos, de cuando Ourense se llamaba Orense y las criadas viejas desplumaban pollos en las Burgas, y no aparecen ni el tal Brégimo ni nadie con el apellido Faramiñás, concluyo que se trata de una invención del Sr Cela, otra más, lo cual no quiere decir que sea un embuste, que también existen la mentira piadosa y la fabulación con enseñanza moral. Me malicio por ello que el meollo, lo que aquí le decimos cerne, va por advertir a las gentes del común, tercero mediante, del detalle no menor de que todos somos en algo bajitos, cuando no enanos. Que en general, si bien se mira, todos pertenecemos bien al grupo A) y caminamos un poco de puntillas, esforzándonos en evitar que nos pique el culo la gallina de la mediocridad bien al B) de los que caminan vociferando desafinados más que cantando, por hacerse de más y evitar que les pisen. No queda explicitado si Don Brégimo Faramiñás, a lo que se ve agudo pensador y filósofo, cargaba más de un lado que del otro, uséase si la tirria gorda se le iba del lado de los vanidosos o de los soberbios. La soberbia, hay que decirlo, es pecado de mucho lucimiento y de los que tienen fases o etapas, tal que la lujuria, que empieza anhelando, continúa ejerciendo y acaba añorando. Gerósimo Fuenmayor, del comercio, padecía veleidades literarias que le apartaban periódicamente de su obsesión gluscosbalaitonfílica; la curiosidad no contenida pronto deviene en hábito que, si desbocado, precipita al pozo del vicio. Don Gerósimo, del comercio, tenía aspiraciones de dramaturgo y dejó escritas, según él, catorce tragedias y once comedias. Según la crítica más autorizada dejó en realidad catorce comedias y once tragedias. Los críticos, en ocasiones, son crueles sin necesidad, sólo por el placer de picarle el culo a alguien, por ejemplo a Don Gerósimo, ya ves tú, que nunca hizo mal a nadie. Tomaba sus cafés en bares y pedía dos azucarillos, uno para el coleto otro para la colección, y escribía en cuadernos azules tragedias de mucha risa y comedias de llorar, a lo que se ve, mientras del negocio se encargaba un fastudo. Gerósimo Fuenmayor creía muy conveniente no caer en vicios vulgares, como la gula o la avaricia, y de verse obligado a optar hacerlo por los ya mencionados, lujuria y soberbia, eligiendo el uno o el otro según salgan los días nublados o no. Los críticos, cuando afinan, pisan a los que van cantando y desafinan y dejan en paz a los canijos de culo caído que caminan de puntillas, que se van haciendo solos en su propia salsa. Las horas vacías de los días nublados, sostenía el autor, han de llenarse con tonterías sin fundamento, so pena de caer en la molicie del ocio, el negro pozo del vicio o, peor aún, el pecado en soledad. Amén.