HELSINKI

Helsinki está preciosa en esta época del año. La nieve te llega a los huevos, el frío corta la cara y el alcohol es caro. El aire limpio y seco, salvo que ruja en lontananza un volcán, las calles vacías y esa noche eterna, sin estrellas, de novela negra barata, invitan a gastar la hijuela en vicios por ver de sentirse vivo corriendo hacia la muerte en lugar de esperarla tiritando. Ingvar busca mujeres en los bares, con dificultad porque si rebuscas en el árbol genealógico la mayoría son primas y acaba llegando a tu madre noticia de tus desatenciones, desplantes e incluso, lo que es más vergonzoso, el detalle de esos momentos de bajo rendimiento. Las mujeres de Helsinki, cuenta Ingvar, son como matrioskas, sanas y gordas, un poco por raza y un poco por la ropa, rubias y de cara colorada de frío o plétora o alcohol. A las mujeres en Helsinki las eliges por la cara en los meses de sol, y a la buena de dios en cuanto se viene la invernía y que él reparta suerte, que no hay forma de verles las formas debajo de esas ropas ni la cara en esa oscuridad de callejón. El mar, mira Ingvar, qué linda la mar, toda cubierta de témpanos, que en las islas es el sitio por dónde escapar, es en Helsinki la línea en la que parar de hacerlo. La mar, dice Ingvar, es un horizonte en el que, sin línea, se juntan el cielo gris y el mar gris. Un gris sin fondo que, de mirarlo fijamente, hace imposible el sueño de una isla tropical. Las sirenas, mirando al mar, las imagina uno gordas y grises como las morsas, con sus capas de grasa imprescindibles para sobrevivir. En Helsinki, que está preciosa en esta época del año, Ingvar me lleva a naufragar a la barra de un bar, con alcohol de estraperlo y sirenas de alquiler. En Helsinki, en esta época del año, es lo mejor que se puede conseguir sin un billete de avión.

LA INVASIÓN

Dicen en ChopSuey que faltan historias y yo con eso no estoy de acuerdo porque casi nunca estoy de acuerdo con nada, que soy muy de llevar la contraria. Yo creo que no faltan historias, que lo que falta es quien las cuente, o ganas de contarlas. La de Venancio Regulfe Cestay no la supe yo hasta que me la hizo saber Benito Bougas, el legionario de Dozón, que en Gloria esté. Estas historias, sabidas de oídas, presta menos contarlas no sé yo bien por qué, pero ahí va, que en estos días de zozobra independentista se me viene mucho a la cabeza. A Venancio Regulfe no lo conocí, eso ya se entiende, y sólo le vi una foto vestido de militar. Tenía, o de joven tuvo, una de esas caras que parecen hechas a golpes, como estudios de escultor sin terminar, un poco como la de Karl Malden, por poner un ejemplo. Lo imagino alto porque Benito, su amigo, era alto, pero es este un dato que aventuro sin fundamento. Venancio era de Hérmora, ayuntamiento de Palas de Rei, provincia de Lugo. Por Palas pasa el Camino de Santiago y es sitio de muchos castros, muchos pazos, muchas torres y allí Witiza mató a Favila, que no fue un oso como dicen, dato que sin añadir nada a la historia me parece de interés. Venancio Regulfe Cestay, aún con ochenta, era quien de cazar conejos a pedradas, trasegar una botella de aguardiente en una tarde, acechar al lobo toda una noche y silbar y que un potro le viniera a comer a la mano. Venancio Regulfe y su hermano quedaron huérfanos y los recogieron donde los Padres Pasionistas, esos que llevan un corazón rojo cosido al hábito, como un alfiletero gigante. JESU XPI PASSIO. En el orfanato Venancio aprendió lo poco que se enseñaba en esos sitios, además de la misa en latín con sus cánticos y los rudimentos de una vida cuartelera. Igual por eso acabó en los Regulares haciendo campaña en África y luego en la Guardia Civil. La guerra le pilló en Cataluña, muy a traspié de sus ideas, que él en Melilla había jurado fidelidad al Rey, pero combatió por la República hasta el final y, quién sabe cómo, acabó en Inglaterra. Venancio y Benito se veían todos los años a finales de junio en O Corpiño, en Losón, no por atender a la Virgen ni por los miles de fieles empecatados, sino por tener un día fijo en el que coincidir y tomar el pulpo en compañía. Venancio, viejo y enfermo, le rezaba a una estampa de su hermano que es santo o casi, porque lo mataron los rojos en Valencia nada más salir sacerdote, muy al principio de la guerra, y el Papa lo hizo beato. Quién lo iba a decir, que llegaría a viejo el soldado y moriría joven el hombre de Dios. Yo esto de rezarle a un hermano pidiendo su intercesión ante Nuestro Señor para la salvación del alma lo veo como una ventaja que no se debe dejar pasar, aunque seas un descreído. Venancio Regulfe, no me digas cómo que no lo conocí y todo esto lo sé de oídas, acabó en Gales como maestre de la caza del zorro y Benito me enseñaba una chapa de bronce del distrito de Llanwrthwl y una corneta grabada con sus iniciales, VRC, como prueba irrefutable. Seguramente guiaba a los perros con silbidos, al caballo con susurros y gritaba tally-ho con acento gallego al ver al raposo. Quien tiene mano para los bichos siempre encuentra qué hacer. Con ser extraordinario todo esto la parte más divertida es la aventura del verano del 34 mientras cumplía de Civil en Solsona. Ese año un aventurero ruso con pasaporte inglés, un tal Boris Skosyrev, se las arregló para convencer a los paletos de Andorra que contaba con la anuencia del heredero del trono de Francia para que aprobaran una constitución en la que lo reconocieran a él como su Rey. Su Majestad Boris I de Andorra. Sorprendentemente todos los miembros del Consejo General cayeron en el engaño menos uno, que envió un memorándum dando el chivatazo al Obispo de Urgell, que desde siempre es copríncipe con el Presidente de la República vecina. Francia contestó que no se oponía a las decisiones del parlamento andorrano; se ve que aquellos montes le importaban una mierda. Pero Su Excelencia Reverendísima no era tan flojo como los gabachos y mandó recado a Madrid y de allí dieron orden de parar aquello. El día 21 de julio de 1934 el sargento Venancio Regulfe Cestay y cuatro números de la Guardia Civil cruzaron la frontera del principado caminando y en el mismo día invadieron Andorra, derrocaron el gobierno de Boris I, abolieron la Constitución y restauraron los fueros. La policía y ejército andorrano, compuesto por siete miembros al mando de un oficial, nada más verlos llegar se largaron a las montañas y el Sargento Regulfe y sus hombres asaltaron la residencia del Rey y lo prendieron. De una hostia le sacaron los mocos y de un culatazo la tontería, me contaba Benito, y se lo llevaron esposado a Urgell y de allí a Barcelona donde la República le aplicó la Ley de Vagos y Maleantes. A mi me encanta imaginar al Sargento Regulfe y sus cuatro valientes entrando en Andorra para invadirla, envueltos en sus capotes y tocados con sus tricornios de charol, una tarde soleada de junio al paso lento, chulesco y torero de los regulares. Venancio y su tropilla, así sin darle mucha importancia, fueron los últimos españoles en invadir un país, en una aventura loca que recuerda algo al cuento de Kipling. A Regulfe le pesaba, según contaba Bougas, el haber colocado en el mástil del Parlamento andorrano la bandera de la República porque si órdenes son órdenes un juramento es un juramento y él se lo había prestado al Rey. Es de esperar que, con la intercesión de su hermano, ese asunto se le haya perdonado por quien todo lo puede perdonar.