EDDY

A Eddy Merckx le llamaban El Caníbal porque era un poco cabrón, que no le llegaba ganar las vueltas, los giros, las etapas y los premios de la montaña con sus ramos de flores y sus bellas señoritas, que además tenía que ganar todas las metas volantes y quedarse con los jamones, los lotes de productos típicos, los vales descuento y los televisores en color. Todo eso no lo repartía con los gregarios de su equipo y seguramente lo que no podía llevarse a Bélgica, en aquella Europa entreverada de fronteras, se lo comía antes de cruzar la aduana o lo vendía en un mercadillo. Por esa misma época, y en parecidas circunstancias, Sofía Loren tuvo que zamparse una mortadella del tamaño de un bebé en el aeropuerto de Nueva York lo cual también tiene algo de caníbal. Eddy Merckx iba siempre de amarillo aunque no ganara, creo yo que por joder, y se creía el mejor y seguramente lo era, pero caía muy mal y a mi, de la rabia que le tengo, hasta se me da un aire a El Chicle, el asesino de Rianxo. Este también andaba en competiciones de maratón y cosas así de largas y esforzadas. Puede ser que esa manía que le tengo, la misma que le tienen los profesores de matemáticas a sus alumnos y en general a todo el mundo, hasta a los de lengua y literatura, me haga verlo peor de lo que es, pero quizá no, quizá tengo razón siguiendo el corazón. Si pienso tarde en ciertas cosas, por ejemplo en Eddy Merckx, el Caníbal, esprintando para quitarle a uno de sus subalternos en la Vuelta del 73 el lote de turrones de la meta volante de Jijona, hoy Xixona, a las once de la noche o así, pueden quedarse en mi cabeza dando vueltas, como una melodía pegadiza, y quitarme de dormir. Pocas cosas hay más rastreras que esa codicia mezquina de las cosas pequeñas, esa que, a lo que se ve, llenaba el alma o el corazón de Eddy, o ambos. Imagino a Eddy, el Caníbal, vencedor de la vuelta, líder de la general, levantándose antes que su compañero de habitación, una mañana de junio en un hotel de dos estrellas en Albacete para meter en la maleta sin ser descubierto los jaboncillos del baño. Birlándoselos a la dirección del establecimiento y al compañero de habitación. Así era Eddy, que esprintaba a dolor en las metas volantes que en primavera nacían como flores por las cunetas de Europa y trincaba los jaboncillos de todos los hoteles y pensiones del camino. Creo que la diferencia entre un ladrón profesional y uno aficionado, un amateur de lo ajeno, un diletante del robo, es que el segundo no robaría cosas feas, cosas que no le gustan. Un profesional, por el contrario, sabe que hay una ética, un código, según el cual no debe uno discriminar a los nuevos ricos, a los horteras sin gusto, a los paletos con dinero. Estos merecen la atención del profesional al igual que los pobres, los que aparentan no serlo y los que no siéndolo lo parecen. El profesional, y se ve que Merckx lo era, gana todo lo que hay para ganar o roba todo lo que hay para robar, sin distingos, sin disquisiciones, sin caer en arbitrarias discriminaciones o inaceptables caprichos. Estamos a lo que estamos, que es a ganar, y si en la meta volante de O Carballiño toca pulpo y en Las Pedroñeras tocan ajos, ya vendrá donde toquen vino o queso o jamón o el televisor en color. Yo, a pesar de todo este argumento tan racional, a Eddy le tengo la manía sorda y rencorosa que le tiene el profesor de matemáticas al alumno que saca notas en todo menos en lo suyo, porque piensa que si se esforzara sólo un poco podría hacerlo bien. Todos somos conscientes de que el camino al triunfo se lo va pavimentando uno mismo a base de metas volantes, y que así es la vida, pero creo yo que si dejaras pasar algunas, Eddy, demostrarías saber ganar como un caballero, pero por algo te llaman El Caníbal, Eddy, aunque seas el mejor y vistas siempre de amarillo, Eddy, como un gofre, ese dulce cutre con forma de baldosa.

AVEIRO

Aveiro, localidad que publicitan como la Venecia portuguesa, se sitúa en la desembocadura de un río del cual no me sé el nombre, pecado imperdonable por el que pido disculpas. Los ríos si te acercas mucho, son todos iguales, no como la gente que luce o desluce según te vas acercando y es de lejos que se parecen mucho. Aveiro el fin de semana próximo pasado estaba llena de coreanos, o chinos. Sé que no eran japoneses porque estos pasean lejanos y circunspectos como la reina de Inglaterra y quienes deambulaban con ojos rasgados, como quien se esfuerza en el baño, reían y gritaban. Distinguir orientales es asunto arduo, como sexar pollos, y si no llega bien para una carrera llena de créditos de Bolonia daría al menos para una FP de segundo grado. Dicen que ellos, como los enanos y los gays, se distinguen, pero no lo tengo yo tan claro. En Aveiro, la Venecia portuguesa, algunas calles son canales de ese río del que no sé el nombre, de ahí la comparación, que para mi gusto es exagerada, y por ellos circulan una suerte de góndolas charras. Lo cierto es que no siéndolo tienen un parecido, con proa y popa elevadas. Por centrar el asunto, para que nadie que acuda luego me reproche, diré que si nos imaginamos a las góndolas como un coche deportivo, biplaza, pequeño y negro, las naos de Aveiro serían autobuses mexicanos. Van pintadas de colores chillones, llenas de turistas, muchos de ellos coreanos, o chinos, les cuelgan flecos y banderas y van adornadas con pinturas alusivas que, siendo generosos, podríamos calificar de estilo naïf. Una de ellas la puso el Sr. Perroantonio el otro día en el blog. Lo cierto es que lo aluden en esa pintura naval creo yo que con cariño, porque es un tipo bienhumorado y seguramente entre tanto coreano, o chino, de carcajada fácil y ojos estreñidos, dejó buen recuerdo. Aveiro, como Venecia, tiene un Lido, lo que vienen siendo una barra de arena allá a lo lejos contra el mar, llena de casas y hoteles, como la Manga pero de bajo y piso. Las casas, forradas de azulejo como todo en Portugal, son a rayas blancas y rojas o blancas y azules. Será que unos son del depor y otros del aleti, pensé, hasta que caí en la cuenta que azulejan con los colores y las listas de las casetas de playa, esas en las que la gente de bien se ponía el bañador en los años 40. En Aveiro le tienen mucha fe a São Gonçalinho, porque es milagrero y casamentero. Concretando más es uno de los traumatológos del santoral y se le pide por la sanación de los ossos, que ya explicó Ximeno que en todo Portugal, no sólo en Aveiro, son los huesos. El día grande, desde una terraza en lo alto de la iglesia de São Gonçalo, que lo de Gonçalinho es por el cariño y la proximidad, los ofrecidos que han pillado cacho o curado un osso lanzan al populacho reunido en la plazoleta cavacas, unos dulces sólidos que caen como piedras pero con un ruido sordo. Si te dan con una te descalabran. Allí se congregó el populacho el domingo y con él los coreanos, o chinos, y a ese jolgorio me uní también. Participar gratis en un evento popular es siempre un plus que alegra al viajero, porque para eso viajamos, para sentirnos algo antropólogos observando con interés, curiosidad y afecto a nuestros semejantes. Los coreanos, o chinos, estaban algo más que contentos y jaleaban como los nativos, esforzándose en pillar cavacas al vuelo. Yo, que los veía disfrutar como niños, intenté pillar alguna pero sin éxito, así que compré unas cuantas en un puesto como recuerdo. Las cavacas de São Gonçalinho, al paladar, son pan duro cubierto de azúcar, ni con leche caliente ablandan, lo cual que recuerdan ossos, omóplatos para ser más exactos. Aveiro, de lejos, es un pueblo como cualquier otro, como su río de cerca y los orientales de lejos. Si te acercas tiene su encanto y le ves el aquel de la gente amable, los gondoleros alegres, las casitas cuidadas y las pastelerías llenas de cavacas duras como piedras, una por cada hueso curado o pareja arreglada.