FLANEAR

Estoy en puerta de hierro sin Xandra y , debidamente pertrechado con la Fisiología del flâneur de Huart, no me queda otra que sentarme en una terraza al sol. A ese sol flojo, a ese sol anémico y tuberculoso de los marzos sin nubes que no calienta si no es tras una cristalera. La cervecería jamonería Los Granaínos IV, embutidos granaínos, pescaíto frito, raciones, comidas caseras, en las mañanas de los días fríos dobla de cafetería-desayunos y sirve cortados, tostadas y corisanes todo ello en medio de vapores de aceite refrito, como las iglesias que huelen a incienso, que es olor a muerto, también los días de bautizo. En el interior el jefe, que quizá sólo es empleado, nos cuenta que se va a un crucero del amor, una semana embarcado con salida desde Barcelona. ¿Y ustedes sabéis qué es un crucero del amor? nos pregunta retórico, retador y patricio con su mandil negro ribeteado de blanco y la jarra inoxidable de la leche en la mano izquierda. Antes de que nadie pueda contestar se gira y retorciendo una perilla de la máquina cafetera la hace gritar escaldándola con vapor ardiente. Hay que reconocerle que domina los tiempos del espectáculo, de la stand up comedy.

En la terraza, estirado al sol inseguro de este inicio de primavera, revuelvo el café y a mi lado se sienta un gorrión que no me quita ojo, ora uno ora el otro en rápida sucesión. El pájaro, lustroso y minúsculo, con el plumaje de los tonos exactos de una chaqueta de tweed Harris que guardo en el armario, me mira a mi pero su interés son los churros. Grasa y azúcar son el universal culinario, pienso, y mi amigo me da la razón moviendo la cabeza, agitando las alas y cambiando el peso de una patita a la otra. Le lanzo un trocito al otro extremo de la mesa que pilla al vuelo y se lleva a quien sabe donde.

El flâneur, leo, de accidente en accidente, de empujón en empujón, va, viene, vuelve otra vez y puede acabar encontrándose o muy cerca o muy lejos de su casa, según los designios del azar. Asiento como si supiera yo del asunto, como si pudiera yo enmendarle la plana al tal Huart, y melancólicamente echo de menos un cigarrillo cuando, de pronto, a mi espalda suenan unos gritos. A la puerta del banco un tipo de unos ochenta, por lo menos, moreno, flaco, calvo en la cúspide y cano por los aladares, ha tropezado y se ha dado un batacazo de padre y muy señor mío. Sangraba por la rodilla, por el labio, por la nariz y una mano. Desde que “Baby Dinamita” Márquez se dejó tundir los lomos a los 67 años a cambio de cinco mil dólares por “Kid Panamá” Meléndrez en Asunción, Paraguay, pocos viejos sangraron tanto delante de tanta gente. Los bancarios, enfundados en trajes slim fit y corbatas de Massimo Dutti, se desvivieron los primeros dos minutos, mirando mucho que no les salpicara; las criadas filipinas, de sonrisas de plástico, todas adquiridas a plazos en un protésico dental, nunca se detienen en asuntos como este, al contrario de las sudamericanas, parte por bondad de corazón, parte por el gozo que proporcionan al alma cotilla; la farmacéutica llama al SAMUR y marcha a rebuscar en sus archivos el teléfono de la esposa del herido.

Cuando el revuelo se calma con el lesionado, en la banda, se queda, quién si no, el flâneur aprendiz, que de accidente en accidente quién sabe dónde acabará. El anciano malherido es, o fue, abogado y llevó especialmente pleitos de arrendamientos de la Ley del 64. Convenimos en que los peores eran las denegaciones de prórroga por necesidad, sin quitarle mérito alguno a las obras inconsentidas. También, mira tú, hizo las milicias en Marín, de teniente de infantería de marina, y cruzaba la ría a remo hasta Combarro a comer marisco, como Fernando Fernán Gómez en Botón de ancla, botón de ancla, tira la bota, tira la chancla. Todos unidos, unidos todos, nos salvaremos de todos modos. A Ramón, el abogado, no le cae bien Fernando Fernán Gómez, asunto en el que también coincidimos. En lo que no coincidimos es en el lugar común del marisco barato. En Galicia los castellanos siempre cuentan que han encontrado marisco barato, cosa que a los gallegos no nos ocurre, y se ve que o somos demasiado jóvenes, que puede ser, o no conocemos nuestra tierra, que también. Ramón se hinchó, a la sombra de los hórreos de Combarro, a percebes en algún momento inconcreto a mediados el siglo pasado, antes de acabar la carrera y empezar con los arrendamientos.

Cuando llegan los del SAMUR y su mujer, más o menos al mismo tiempo, “Baby Dinamita” está más calmado y orientado pero se me derrumba de nuevo al ver llorar a su mujer. La verdad es que la sangre le cubre la jeta y así de primeras uno piensa, de ésta no sale. La esposa, que saca pinta de ser de la edad pero, me aclara ella, es once años más joven, se mueve como el gorrión. Aletea, agita la cabeza, cambia el peso de pie y parece que hace, en la acera, un baile de apareamiento. ¡Ay, Papá! ¡Ay, Papá! Dice una y otra vez, mientras se abrazan y besan. El sol tuberculoso hace brillar los chalecos fluorescentes de los hombretones del SAMUR y su furgoneta medicalizada, que parece nueva del trinque, en la que desaparece el abogado. En la acera quedamos su esposa y el flâneur, su seguro servidor, ella con su baile que le lleva del bordillo de la acera a las puertas de la furgoneta, dividiendo su atención entre el cómo pasó y el cómo está. Intenta repetir para entenderlo, o quizá para sufrirlo también ella, el posible tropezón, los movimientos de la caída. La reconstrucción de los hechos buscando culpables.

El flâneur, en puerta de hierro sin Xandra, se está marchando cuando de pronto la esposa, en la enésima repetición, trastabillea a su lado y poco le falta para matarse en el mismo sitio. Es mejor que no le digamos nada, le digo señalando a la furgoneta, y ella entiende y se calma.

¿Usted sabe lo que es un crucero del amor? le pregunto a la esposa. La esposa no lo sabe y le explico la razón de mi pregunta. La esposa sigue sin saber pero ha estado en un crucero, viaje que me cuenta sin quitarle ojo a la furgoneta de colores, con los colores de un Fórmula 1. Ser flâneur, aunque en ocasiones pueda parecer una sinecura, tiene su aquel. Marcho de allí sin rumbo, quizá a la busca de otro accidente pero sin muchas esperanzas, lejos de casa y echando de menos a Xandra, un cigarrillo y mi chaqueta de tweed color gorrión.

OPORTO

En Oporto, una ciudad que, dicen siempre, es dos, hay que ver algunas cosas sí o sí. Otras, las mejores, es mejor encontrarlas por causalidad, uséase perdiéndose por las calles o callejuelas mientras buscas algo que recomienda una guía.

Empezar por los Cais es lo mejor. Visitar lo muy turístico primero, aunque sea corriendo, apresurado, te asegura poder intervenir en una conversación sobre la ciudad y demostrar que has estado. Esto, conveniente siempre, es imprescindible si el viaje te lo pagan tus padres o la empresa. Estando allí, en los Cais, todo bares y restaurantes, puedes admirar Vilanova de Gaia, la otra mitad de Oporto. No tiene pérdida, es lo que está al otro lado del río que es, claro, el Douro, al que río arriba llaman Duero. Ya que estás allí puedes, si es invierno y la gente no es mucha, tomarte un gintónic en alguna terraza, al frío y la humedad, esperando que salga uno de esos rabelos que hacen la ruta de los seis puentes. Desde esa terraza vas a admirar, sí o sí, a Ponte de Dom Luiz I y pensarás nada más verlo que es de Gustav Eiffel porque parece un andamio, como todas las cosas que construía. Pero no, no es de Eiffel, aunque lo parezca mucho.

De los Cais uno puede ir, caminando cuesta arriba, hacia la Praça do Infante Dom Henrique en la que, si dispone de numerario en cantidad suficiente, debería comer o cenar en el restaurante O Comercial en el Palacio de la Bolsa. Más que nada porque el edificio es impresionante. Los ricos ahora son esquivos y huidizos pero antes, en los buenos tiempos, gastaban la pasta en ostentaciones que tenían su aquel y la bolsa siempre fue un lugar de gente con un pasar. De ahí, subiendo algo más, llega uno a la Praça da Liberdade, indistinguible de la Avenida dos Aliados. Allá arriba, en lo alto, está la Igreja da Trindade, pero uno no la ve porque la tapa la mole del Ayuntamiento. Si uno, según mira y no ve la Igreja, tuerce a la derecha llega a la estación de tren, a donde llegan y de dónde sale los comboios. La visita es imprescindible puesto que todos hablan de los azulejos del hall. Quedaría uno fatal si en una reunión social le hablaran de esos paneles en los que los portugueses han resumido la historia de su patria y tuviera que disimular su ignorancia improvisando una gracieta. Inmediatamente hay que seguir subiendo por la Rua 31 de Janeiro hasta llegar a la Praça da Batalha. Ahí empieza, un poquito bajando, la Rua Santa Catarina, antes llena de tiendas y ahora de franquicias. Si uno, por una casualidad, desconoce el grupo Inditex y sus muchas marcas puede hacer un cursillo acelerado. Como para eso uno no viaja a Oporto sino que le sirve cualquier ciudad con más de cien mil habitantes, es mejor concentrarse en tomar un café, u otro gintónic, en el Café Majestic, una de esas reliquias que les encantan a los portugueses y que es, más o menos, lo que buscamos cuando viajamos. Cosas extranjeras, sobadas pero en uso, que nos recuerden a lo nuestro. A partir de ahí uno puede ir a la derecha, pero no vale la pena, o a la derecha y ver el mercado do Bolhao, que tiene la coña de que es un mercado de verdad, para luego bajar la Rua Sá da Bandeira hasta el Café a Brasileira, donde la calle hace curva. Ahora está definitivamente cerrado, y vaya por Dios. En nada se va a encontrar de nuevo con la Avenida dos Aliados. Yo, desde ahí, haría por pasar de nuevo frente a la estación para acercarme a ver la Muralla Fernandina, que tiene unas vistas estupendas y la imprescindible Igreja de Santa Clara para aprender, de verdad, qué significa la palabra recargado. Los inyriores chinos, que tienen fama de recargados, puestos al lado de Santa Clara parecen japoneses. Al lado de la muralla pasa la plancha superior del puente Dom Luis, y al lado de esta el funicular, y un poco más allá las doscientas y pico escaleras que llevan desde el río hasta el alto. Allí mismo, en la Rua de Arnaldo Gama, está la sede del Guindalense Futebol Clube, que tiene un bar cutre, con manteles de hule, platos de duralex y futbolín. Lo que tiene también son dos o tres terrazas con la mejor vista de Porto, del río, del puente, de Vilanova, y adornadas con bombillas de colores. Es el sitio más chachi de la ciudad para una cena romántica, como las de las trattorias de las películas, Vacaciones en Roma o una de esas en las que Sofía Loren hace spaguetti. Por el puente, antes, pasaba el tren; ahora el tranvía lo comparte con los peatones y puedes, después de cenar, llegar paseando hasta Vilanova de Gaia. En Porto hay que ver, también, esta vez al otro lado de la Avenida dos Aliados, a Torre dos Clérigos, la Universidad, que está al lado y, ya que estamos, la librería Lelo que está allí mismo. Aunque lo cierto es que desde que ha puesto de moda ya no hay bibliófilos y son hordas de cinéfilos los que vagan entre los libros arrastrando los pies como zombies. Allí mismo está la Calle Galería de París, llena de sitios a los que ir a tomar copas, con la ventaja, al menos la última vez que lo miré, de que dejan fumar. Es muy conveniente ver a Casa da Música, en la plaza de Mousinho de Albuquerque, en medio de la Avenida Boavista. Si un edificio es cubista es este y vale la pena recorrerlo por dentro. Siguiendo la Avenida, a medio camino de Matosinhos, donde acaba contra la playa y el mar, está la Fundación Serralves, con unos jardines preciosos, arte por un tubo y una mansión, la del señor Serralves, de color rosa y que por el estilo podría estar en la playa de Miami. En las casas de las calles que la rodean podría uno acostumbrarse a vivir sin demasiados esfuerzos. En Matosinhos además de la playa es la zona industrial, y en ella están las discotecas de moda, si acaso alguien tuviera  ganas de bailar.

LLUEVE

El gato lustroso y bien alimentado, el gato ahíto, te mira lejano, callado y como ausente. El gato bien nutrido padece el nihilismo de la plétora, concepto brillante y lustroso, luminoso, que debemos a E.M. Cioran que en ocasiones, y ustedes me perdonarán, se comportaba como un gato, asocial y pasivo rozando lo sociópata. El gato debería ser metáfora de algo y no de la sensualidad porque el gato, si satisfecho en sus apetitos, es más vago que la chaqueta de un guardia, o de un guarda si es Ud. un purista. Los gatos, en su mundanal indiferencia, y por esa chepa que les sale cuando sentados, son poco sensuales y transmiten una tristeza que conecta directamente con unas penas que sólo podemos imaginar. Los gatos cuando no están pasivos y tristes están ansiosos y enfadados, incluso cuando juegan, razón por la cual lo sensual, que es todo matiz, no sé de dónde coño lo sacan quienes afirman verlo. El gato es, contra todo lo que dicen, claramente masculino, evidentemente asperger, impepinablemente egoísta. Al gato la femineidad se la ven quienes no ven tres en un burro, quienes no perciben que chorrea chulería y arrogancia y dandismo mal entendido. El perro, por el contrario, es sociable y gregario, y la indiferencia le es por completo ajena. Dice Satur que hoy llueve en Madrid, lo cual que bien, que ya hay de qué hablar además de los problemas que inventan los catalanes. También aquí llueve, y ya vamos llegando, con la indiferencia de los gatos sanos y bien alimentados que pasan a tu lado, atentos a sus cosas de gato, y ni te ven. Incluso más. Hoy llueve con esa indiferencia que la naturaleza pone en las cosas de los hombres y de las portavozas, que son cosas siempre menores, nimias, son cosas por las que no llega ni a manifestar desprecio. Hoy pasan las nubes y descargan a la buena de dios gotas gordas y frías y parece que llevan cayendo desde siempre y que van a seguir cayendo para siempre y hoy los gatos y los camaleones, reyes del desinterés, parecen meros aprendices. La madre naturaleza tiene un aquel de madre ausente, distante e inaccesible, de madre fría y desleal, que en días de lluvia monótona se acrecienta y desaparece, mira tú, cuando la tempestad y el aguacero.