LA MOTOSIERRA

Todo gallego tiene un deshumidificador y una motosierra y con ellos sube o baja a voluntad, sin preguntar ni dar explicaciones. Sin deshumidificador la ropa no seca y el aire en casa es espeso como en la sauna pero más fresquito. Sin motosierra, en esta esquina del mundo, el monte te come. Hablan de la Amazonía, de Minas Gerais y Manaos, del Mato Groso, de la naturaleza feraz y aquí, con nuestra motosierra, sonreímos. Al igual que hubo quien, teniendo a Cunqueiro como quien dice en las escaleras de la puerta de su casa en pose de subir, o de bajar, hizo el viaje a América para descubrir un realismo mágico de calor, sudor y violencia despreciando el húmedo, nuboso y agarimoso, amén de anterior, del gallego de Mondoñedo, hay quien desconoce que la madre naturaleza es tan hiperactiva o más aquí que allá. Aquí, donde salen pinos en la fachada de la casa grande del Apóstol pese a los rezos de los canónigos todos pidiéndole que no, la gente no anda en bolas ni se dispara flechas con curare pero se pelea por un carballo, unas aguas o los marcos de una leira. Sin la motosierra, a nada que te descuidas, acabas encerrado en casa rodeado de árboles, arbustos, silvas y los muchos bichos que con ellos vienen, arrimado al deshumidificador como los rusos a las estufas. Uno vive en las afueras, ya casi el monte, en ese punto en el que acabaron los suburbios de organizaciones de chalets todos iguales y aún no ha empezado el monte, donde terminan las calles y empieza la carretera y los motoristas huelen libertad y empiezan a darle gas a sus monturas. Ahí, a esa zona de nadie, llega el internet así así y los jabalíes campan como perico por su casa, solapándose la somera capa de la civilización y los profundos instintos de la madre naturaleza. En esa zona si no te cuidas la humedad te come los huesos y el reúma te devora las articulaciones, tal como hace con las bisagras y demás junturas, que en seis meses sin grasa se enferruxan y ya nunca más. El Gobierno Gallego, Feijoo al frente, decidió en su día regalar a cada niño recién nacido un cajón de productos útiles para su crianza; léase pañales, lociones, mantitas, biberones y así, en imitación del finlandés que lleva haciéndolo desde ni se sabe. El cajón no trae ni deshumidificador, imprescindible desde el nacimiento, ni el correlativo e igualmente indispensable vale por una motosierra para pasar a retirarla a los 16, como el carnet de ciclomotor. Con este racaneo ya auguraba yo poca eficacia al maletín como medida para elevar la tasa de natalidad. Este fin de semana, con mi motosierra, una respetuosa con el medio ambiente, humilde y eléctrica, di buena cuenta de un espino, un manzano, dos tullas enormes y una palmera. Al final ganará ella, la naturaleza, y acabaré bajo tierra abonando los árboles que acosarán a las venideras generaciones de gallegos, eso ya lo sé, pero entre tanto, resistiendo las ganas de darle fuego a todo como el héroe de Cascorro, uno se defiende como puede sobreponiéndose a flaquezas y desoyendo llamadas a la rendición, como los de Baler.

SUPERMOLONES

Cuando yo tenía unos diez años en el colegio había dos profesores supermolones. Él era alto y moderno, y daba clases de trabajos manuales, luego pretenciosamente rebautizada pretecnología, y conducía un Seat 850 Coupé con unos dados colgados del retrovisor. Ella, bajita y muy guapa, daba clases de lengua, vestía botas camperas, una chamarra de esas que son una oveja dada la vuelta y conducía un Mini verde con el techo blanco y una raya rácing ajedrezada en el capó.

Él murió en su casa solo hace unos años sentado en un sillón frente a la tele, agarrando una cerveza; tardaron unos días en encontrarlo. Era gay y nosotros en aquel momento no lo sabíamos porque aquel era un mal momento para ser gay. A ella, que aumentó mucho la fascinación que nos producía casándose con un sueco y yéndose a vivir allá al norte tan lejano, la vi ayer. Envejecida, descuidada, triste. Un poco bamboleante en el caminar. Ella, tan sonriente, tan rubia, tan de gafas de sol en invierno, tiene ahora cara de conducir un Twingo diésel y arrugas de mala hostia en las comisuras de los labios.

El tiempo pasa y nos apisona y las vidas son los ríos que se van a tomar por culo. La vidas se van a donde las rayas rácing de los capos de los coches molones. Al desguace.

 

EL SASTRE GEÓMETRA

Cunqueiro cuenta la historia de un sastre científico y geómetra que, razonando, razonando, llegó a la conclusión de que no habiendo en el cuerpo humano ninguna linea recta no había razón alguna para cortar los patrones de los trajes con regla y en ángulos. Así tomaba las medidas a la parroquia con compás y cortaba los paños atendiendo a los radios, las secantes y los arcos, todo ello, para mayor precisión, usando tres decimales de Pi. Sorprendentemente sentaban mal una vez puestos y no se ajustaban nada al cuerpo pese a sus muchos esfuerzos y los detallados cálculos con decimales.

A mi también es cosa que me deja perplejo porque mirándole el culo a una moza o la barriga a un cervecero la confección a base de curvas, el patronaje fundado en Pi, la razón del círculo, es asunto que a la vista se evidencia el camino correcto. Yo sigo pensando que a la ciencia sartoria se ha prestado poca atención por la parroquia científica y que, de haber sido el caso contrario, se podría haber descubierto una especie de razón áurea, de canon geométrico que reconociese el valor de la intuición del sastre de Cunqueiro. Es evidente que no iba a ser tarea fácil. Uno le mira el envés a una moza y ve la curva cóncava de la espalda y cómo se va deslizando y transformando en la del culo convexo y ha de reconocer que no es tarea fácil discernir dónde termina la una para empezar la otra. El raciocinio científico, planteado que le sea este dilema, yerrará cien veces de cien y cien eruditos que opinen nos darán cien distintas opiniones.

Otra cosa es la intuición, que en las cosas del corazón, y posiblemente en las del culo, es guía más fiable. Así, si uno cierra los ojos y desliza lentamente la mano por la espalda, dejando bajar las yemas de los dedos rozando apenas puede sentir Pi, el coseno, las hormonas y la madre que la parió. Se agolpan, digamos, toda una serie de emociones que la ciencia obvia y quizá, sólo quizá, son las que el sastre del que habla el de Mondoñedo andaba buscando. Esas sutilezas, pienso yo, posiblemente requieran muchos más de tres decimales y un simple compás a la luz de un candil.

Hoy se le ha dado una solución burda al problema, obviando el conocimiento, la fórmula y el decimal y optando por una aproximación practicona a base de tejidos que se estiran y ajustan solos. Al sastre, no obstante, le habría gustado ver la lycra de las bragas, el spandex de los bikinis y el látex de la parroquia prona a la escena BDSM. La solución de cómo cubrir con triángulos una superficie curva, objeto de sus preocupaciones, estudios y desvelos, la hemos aproximado, que no solucionado, con telas que se estiran. Yo estoy convencido que al sastre, como a cualquier varón sano, le habría gustado ver a las mozas en bikini en la playa y, posiblemente, a Cunqueiro contarlo.

LOS BICHOS TIENEN APELLIDO

Visité la semana pasada el Museo de Ciencias Naturales y lo primero que uno aprende es que las piedras tienen nombre y los bichos, y esto incluye a humanos y homínidos, nombre y apellido. También se advierte un enorme desprecio hacia las cosas que no tienen huesos. Las cosas sin huesos, los guisantes o los plátanos, por ejemplo, no salen en el museo que es un museo de huesos mayormente. Tienen esqueletos de todo tipo de pájaros, gatos y gacelas y peces pero no tienen pulpos, calamares o medusas. Tampoco tienen sardinas, mira tú. Yo las busqué un rato, peleándome con hordas de adolescentes haciéndose selfies poniendo caras a los que sus maestras intentaban conducir de sala en sala y aturaban con paciencia benedictina. Debían de estar hambrientos, por la hora que era y el nerviosismo que mostraban. Lo cierto es que esperé hasta que se fueron y con aplicación y calma remiré los anaqueles y expositores a la busca de la sardina que no apareció, lo cual me parece imperdonable. Para un pez que reconozco a simple vista resulta ser tan vulgar que no tiene lugar en el museo. También puede ser que, como cuando me envían al Mercadona a buscarlas en aceite, tanto producto en anaquel me confunde. Lo cierto es que los empleados de los museos tienen siempre cara de pocos amigos, como si cobrarán poco por el enorme esfuerzo que hacen o necesitarán ir al baño urgentemente y faltarán horas para el final de su turno. Si en el Mercadona uno pregunta le dicen, le llevan de la mano incluso. Aquí las sardinas, allí el atún. Son gente educada y servicial. En el museo, todos tan serios, no presta preguntar. También puede ser, por buscarles la disculpa a los museantes, que los unos están para que te lleves las cosas y los otros para que no te las lleves. Quizá con su rictus desincentivan el hurto, quizá ya alguien se llevó las sardinas y el pulpo y están moscas. Ví, eso sí, al pernis aviporus, uséase el abejero europeo, que es ave rapaz estival de áreas boscosas generalmente silenciosa, aunque emite un reclamo parecido a un fliiiu piiiu, claro y ligeramente melancólico, explican. Yo no sé muy bien cómo es un fliiiu piiiu melancólico, y menos uno que lo sea sólo ligeramente, pero para esto están los museos, para coleccionar las cosas extraordinarias de la naturaleza, siempre que tengan hueso. El abejero tiene huesos, por lo menos el europeo. Los minerales, como los llamábamos en el lejano tiempo de la infancia, sólo tiene un nombre, sin apellidos. Tienen, además, nombres ridículos. Allí vi una al lado de la otra a la Fluorita y la Apatita que, nomen, omen, tienen nombre de beatas de pueblo, de viudas camareras de la virgen y planchadoras de albas, amitos y estolas. Al lado el Olivino, cerrando el círculo conceptual, que tiene nombre de sacristán y campanero. Ir a los museos es entretenido y sólo algo más barato que ir al cine pero tiene la enorme ventaja de que se aprenden cosas la mar de educativas.