SANTANDER

Qué bonito es Santander, con sus playas y sus árboles y sus hombres y sus hembras y sus campos de sport y su carnet de identidad. Qué bonito es Santander con sus casas mirando a la mar y sus barquitos de colores mirando a la Calle Castelar. Santander, en verano, si hace calor es un poco agobiante, cosa que malamente se arregla con cervezas y pinchos y buscando sombras en las calles perpendiculares a la mar. Por ellas, cosas de la geometría, baja del mirador del Río de la Pila un airecillo fresco que se agradece mucho y le permite a uno, sentando en una terracita, levantar disimuladamente los brazos, no mucho, sólo lo justo, y airear los alerones. Santander es ciudad ordenada a la vista, aunque para circular por ella haya que ser taxista, y a las playas del Sardinero les han puesto número. Primera playa y segunda playa, según vas del horroroso Palacio de Festivales. La visita debería comenzar por éste; luego, por contraste, ya todo es bonito, hasta los polígonos industriales y el matadero municipal, llegado el caso. El Palacio de la Magdalena y las playas numeradas, y el parque de Mataleñas y el faro. La gente se apiña en la arena y planta sombrillas y mira a los críos con tablas de surf esperar a horcajadas en la mar las olas mansas del verano que no terminan de llegar y se les va haciendo la hora del vermú. Las mocitas, todas iguales, con shorts vaqueros y camisetas blancas, corretean chillonas en bandadas como gaviotas viejas, y no sabe uno si van alegres o enfadadas, jo, tía, qué fuerte. El casino y dos hoteles, historiados y blancos, brillan al sol y se reflejan en la mar como merengues crujientes en el escaparate de una pastelería. Por aquí el tiempo no ha pasado, o lo ha hecho lentamente, un poco a contrapelo de los santanderinos y las viudas del barrio de Salamanca y de Neguri. A lo lejos, en la entrada al real sitio de la Magdalena, suena improcedente un reggaetón en vez de la voz melosa de Julio Iglesias, que sería lo esperado. En el otro extremo el Centro Botín, con la forma de una estantería de IKEA cortada por la mitad. Lo han recubierto de unas piezas redondas de cerámica, casquetes de brillos opalinos, que de lejos producen la sensación de que aún está envuelto en ese plástico de burbujitas de los envíos frágiles, this side up. A mi me gusta ir a las catedrales y a estos sitios modernos por ver en qué creía antes la gente y en qué cree ahora. Los santanderinos, ahora, creen en la modernidad de las grandes salas vacías, los enormes ventanales con vistas a la bahía y un poco en Miró, llenando de sus esculturas medio edificio. He de afirmar que no esperaba otra cosa y pude admirar dos o tres peanas de mucho mérito, aunque no tengo la certeza de que fueran del mismo Miró. Antes creían en Emeterio y Celedonio, hermanos, mártires y santos, cuya festividad cae el treinta de agosto, y patronos de consuno y al unísono de la Ciudad y su diócesis. Con lo del reggaetón y el miró uno se marcha de Santamder con la sensación de que algo está cambiando y quizá no para mejorar.