LA ADMIRACIÓN

Una almendra central museística o museológica o museográfica –allá cada cual– va siendo cada vez más necesaria. Sería factible una solución como la de Altamira, que hicieron una réplica, o el Museo de Cera, que hicieron muchas, montones. Sabemos desde hace ya tiempo que las personas del público estropean no sólo la experiencia del copúblico sino también las mismas obras de arte y las personas admiradas que no son arte pero tienen público. Ver a la Gioconda rodeado de gentes ilusionadas y motivadas, llegadas a París expresamente para ir al Moulin Rouge, y si no hay entradas al Crazy Horse, te da el mismo subidón artístico que participar en un escrache a la concejala desconocida. Es decir, que uno se hermana con el público nervioso, sudoroso y ansioso más que con lo que emana de la obra o del santuario que la alberga. El subidón, como mucho y sólo cuando acontece, consiste en reconocerse como miembro de una marabunta internacional de admiradores u odiadores abstractos y genéricos del recuerdo de las clases de arte de BUP. Otra solución, alternativa a la réplica, sería poner unas reglas claras como por ejemplo las que tienen de siempre en Almonte con la Blanca Paloma. Horario restrictivo y estricto y acercarse mucho sólo los del pueblo, y si alguien se las salta un severo correctivo, inmediato y contundente, aplicado por el mismo pueblo. En defintiva, mantener el fervor de los extraños a una distancia apropiada, la necesaria para que la admiración no arruine lo admirado, algo a lo que los admiradores son muy dados. Quizá incluso esa es la esencia de la admiración y el pasmo, eso que de ordinario le asociamos, una rareza que ha de ser, a su vez, objeto de admiración. El pasmo es individual y solitario, como ciertas experiencias sensuales unipersonales, mientras que la admiración es expansiva y se presta a lo colectivo, si no nace precisamente de un dejarse llevar por lo que sienten los demás. Rascar las piedras de la esfinge con la llave del trastero y dejar, con nombre y fecha, perpetua memoria de la visita, es asociarse a lo admirado destruyéndolo un poco, con cariño y respeto, eso sí, y es a lo que estamos acostumbrados. Tanto que descubren, de vez en cuando, pollas y coños que rascaron los romanos con la punta del pilum en templos y termas por todo el mare nostrum y más allá. En fin, que es, y así lo vemos, hasta normal. Legionarios galos y metalúrgicos del Ruhr hermanados por el ansia de trascender, sabiendo el uno del otro, unidos en la admiración por un fino hilo que trasciende fronteras, culturas y siglos. Y es que en ocasiones va uno a los sitios y parece aquello el Corte Inglés en rebajas y entre tanta gente siempre se cuelan indeseables. Yo, por confesarme, reconozco que suelo verme asaltado por irrefrenables impulsos de tocar las estatuas, al punto de rozar la condena. Las estatuas son para tocar porque se hacen para las manos, para qué si no. Cierto que puede uno verlas y sentir la impresión de la totalidad de una sola vez, como los cuadros, pero también puede pasar por ellas las manos, las yemas o la palma. Puede uno sentirlas linealmente, empezando aquí siguiendo hasta allí, lo cual es un modo diferente y mucho más erótico de descubrir las cosas, dónde va a parar, y por ello más satisfactorio. Por eso me tengo que contener cuando una me impresiona y por la misma razón las del tal Calder me horrorizan. Lo mínimo que se le puede pedir a una estatua, creo yo, es que se esté quieta y se deje tocar. Esas cosas, siguiendo este sensato razonamiento, no son estatuas. Luego ya, si eso, uno se aguanta las ganas por educación, respeto y saber estar. Por no ser marabunta en un escrache o el gilipollas que viaja con las llaves el coche en el bolsillo, por si aparece la oportunidad de rascar algo. En definitiva, que es conveniente una Almonte Central, un perímetro y una ordenación rígida de la admiración, porque destruye lo que toca.