LOA A LAS SOLAPAS

Si hay algo útil y confiable en este mundo convulso son las solapas de los libros. Sorprenderá que se diga esto, pero las evidencias son evidentes porque alguien se ha ocupado de desvelarlas, de hacer que sobre ellas recaiga la atención que merecen. En este tema, y llegado este tiempo, me ha tocado a mí defenderlas, tarea que asumo con resignación pero con ánimo. Decir lo que nadie dice es, de ordinario, socialmente ingrato pero íntimamente satisfactorio.

Antes los libros no tenían solapas. Eran tiempos oscuros, bárbaros, en los que un hombre curioso para saber de qué trataba un libro, si era de contenido interesante o de mérito literario, tenía que leerlo. Tal cosa, no me negarán, era una enorme pérdida de tiempo. Siempre ha habido un porcentaje desmesuradamente grande de libros sin el más mínimo interés. Eso ha sido así desde que el hombre, escocida el alma por el rencor de la expulsión del Paraíso, empezó a dejar constancia de los desafueros de los dioses. En el pasado, ese pozo del tiempo, nuestros ancestros tenían que pasar por la ingratísima tarea de leer los libros para luego, mucho tiempo y muchas páginas más tarde, poder hablar mal de la inmensa mayoría de ellos y, con suerte, proceder a olvidarlos. Eso nos permite afirmar que, editorialmente, el pasado es el tiempo oscuro en el que incluso los lectores avisados leían libros malos.

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