MANGOS Y PATATAS

Antoine-Augustin Parmentier además de farmacéutico, naturalista, nutricionista y quién sabe qué cosas más, era un tipo listo. Sirviendo al Rey Luis en la guerra los prusianos lo hicieron prisionero varias veces, lo cual podría hacernos dudar de su inteligencia, y todas ellas lo alimentaron sólo de patatas. Una dieta así de monótona me va a matar, debió de pensar, pero sorprendentemente no fue así. Se mantuvo en un decente estado de salud y atribuyó ese milagro a la patata lo cual que se convirtió a esa religión. Al volver a París enfocó todos sus esfuerzos en propagar la buena nueva, poniendo en valor el tubérculo, buscando sinergías con cocineros y agrónomos y dando, donde escucharlo quisieran, una especie de TEDTAlks. Consta que le dio el plomo a Benjamín Franklin, quien estaba ocupado con otras cosas y en ellas siguió. Quizá Auguste no era todo lo elocuente que la empresa requería porque toda esa actividad no se veía coronada por éxito, así que consiguió del gobernador que le cediera, para plantar el tubérculo milagroso, tres mil metros en la “plaine des Sablons”, lo que viene siendo hoy el centro de París. Parmentier ordenó que durante el día una inusual guardia de soldados vigilara los cultivos, retirándolos al caer la noche. Sus convecinos, como previó, de día paseaban del ganchete mirando con desdén parisién las matas, verdes y sanas, creciendo en aquel descampado antes estéril. De noche, también según el plan previsto, acudían a hurtadillas a robar cuantos tubérculos podían. Parmentier, un tipo listo, como sabemos, consiguió que la patata sea casi tan popular como la envidia en Francia, y en todas partes.
Con el mango ocurrió algo parecido pero por distintas razones. Cuando a Mao se le estaba yendo de las manos el asunto de los Guardias Rojos se inventó la Revolución Cultural y mandó 30.000 obreros en una marcha contra los estudiantes en Pekín. Hubo pelea y a los vencedores, en estas cosas siempre ganan los obreros, ordenó que les enviaran de regalo la primera tontería que encontró, que resultó ser una cesta de mangos que el embajador de Pakistán le había dejado a él como regalo el día anterior. Mao, como Bilbo Bolsón y en general los hobbits de la Comarca, regalaba los regalos que le habían hecho a él. Esto aquí es de pésima educación pero en China los trabajadores fliparon en colores, mayormente en rojo. Si el Amado Líder regala mangos, pensó el cardumen, por algo será. Un tipo que pilló uno en el reparto lo llevó de inmediato a la fábrica en la que servía a la revolución y allí, tras un intenso debate asambleario, votaron entre repartirlo a trocitos y comérselo en plan última cena (Opción A), o conservarlo, tipo reliquia (Opción B). Ganó la B y, con la ayuda de los camaradas médicos de un hospital cercano, lo metieron en un frasco de formaldehído. Luego, al fin y al cabo los chinos son chinos, juntaron pasta para encargar una copia de cera para cada uno de ellos. Durante años organizaron desfiles en los que, al son de tambores y fanfarrias, marchaban idénticamente serios, sobrios, metáfora del pueblo como mecanismo bien engrasado del estado igualitario, portando cada uno su mango de cera en las manos, en plan ofrenda. Cuentan que en otra fábrica, menos avisados, viendo que se les pudría el mango, de urgencia, decidieron cocerlo. A cada uno de ellos le tocó tomarse una cucharadita de agua de aquel cocimiento. Agua sagrada del mango revolucionario. Y así fue ocurriendo, con variantes más o menos ridículas o histéricas, en todas las ciudades y pueblos de ese país grande y dizque milenariamente sabio.
En general los seres humanos somos estúpidos y envidiosos y, hasta cierto punto, quien cuente con que actuaremos en consonancia nos tiene calados y hace de nosotros lo que quiera. Hoy lo de las patatas y los mangos parecería impensable, aunque lo de la quinoa no le anda lejos, pero sí que empreñamos con las palabras y los conceptos. Quiérese decir que nos venden el talante como si fuera el bálsamo de Fierabrás y nos tiramos ocho años, casi la década de la revolución cultural, mareando la perdiz con una chorrada. Mi recomendación es intentar actuar en todo caso como si uno fuera una persona decente y racional, libre de envidias y desconfiada de milagros, pero me temo que colectivamente eso no funciona y así que estamos a un tris de comprarle mangos de cera a un vendedor de envidias y patatas, lo cual dice mucho de nosotros.

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