EL CULO DE LA MUJER DEL PRÓJIMO

No cabe duda que deseamos lo que vemos. No deseamos un culo desconocido. Un culo perdido o nunca encontrado en la selva, en las estepas heladas de Siberia o Albacete, no levanta el ánimo. Solo deseamos lo que vemos. Y si esto es cierto así en general lo es más en el caso de los culos. Es decir, que culo veo y tal y tal. Los culos son un caso particular, como el patio de mi casa en el que se juntan los culos para saltar a la comba. Y se ponen tremendos. Elásticos, flexibles. O se contraen pétreos al ponerse de puntillas para colgar una braga –o un sostén– en una cuerda de tender la ropa. Una de esas que alguien ha puesto apenas un poco demasiado alta.

El prójimo es el próximo. El que está cerca. Por eso el culo de la mujer del prójimo, o de la hija, que a los efectos viene a ser lo mismo si no más, tiene dos características que lo hacen irresistible. Lo primero y principal, lo que más calienta y desequilibra a una psique sana, es verlo y verlo y verlo. Esto es apropiado repetirlo por la importancia del detalle. Y venga a verlo otra vez. Es decir, que ese culo anda siempre por ahí, a la vista, a la distancia de un grito. O a la de una hostia, que en cosas de culo y sexo la sangre tanto puede llegar como no llegar al río. Y lo segundo pero no menos importante, y que viene a cuento por lo de la hostia, es que es el culo de la mujer del prójimo. Quiérese con esto decir que es teóricamente inaccesible. Simple detalle que convierte un culo que por lo demás podría ser anodino en irresistible objeto de deseo, merodeo y desvelo.

Y el prójimo por ahí, a tiro de piedra. O de una hostia. Unas veces consciente y otras no. De cómo le miramos el culo a su señora. Embargado de dudas y titubeos. ¿Hay tema o no hay tema? Él le mira el culo a su señora por centésima vez y piensa que no, que no es para tanto y que es ella más bien fría, tirando a sosa. Y mira de reojo a su prójimo, que en este caso soy yo pero podría no ser yo, con esos sus ojos negros, profundos y mansos y el prójimo respira aliviado.

Y el prójimo del prójimo también está mirando. O sea, yo estoy mirando. Desde una ventana. O apoyado en el quicio de un portal. O desde el interior de uno de esos bares con el suelo nevado de servilletas. Y el culo de la vecina salta que te salta a la comba en ese patio. Elástico, tenso, traqueteante. Y lo observo mientras se estira una y otra vez, ahora para tender, ahora para recoger. Y el prójimo del prójimo –un servidor– piensa que quizá esos saltos, esos ademanes, sean un poco demasiado amplios. De una intensidad innecesaria. Que algunos de esos escorzos son demasiado forzados. Y cree el ojo percibir  que también la mujer del prójimo esta atenta a las miradas que se dirigen a su culo. Y que es en amable reciprocidad que lo mueve y se mueve ella con salero, garbo y lascivia arrabalera, que esos meneos son en honor a la concurrencia.

Y sueña uno con que en cualquier momento la mujer del prójimo se va girar con tronío, va a enfilar el ventanal del bar con la mirada fija y ardiente, con paso amplio y chulapo, con la falda arremangada y un sostén negro en la mano, como montera de puntilla. Y que plantada ante el respetable, con un ademán amplio y un giro demorado y lleno de gracia que nos permitirá admirar su culo soberbio, nos va brindar el primero de la tarde

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