ESCARMENTADO PERO MÁS SABIO

Ovidio Lendínez, filósofo full-time, teólogo por afición y ensayista de vocación llevaba dentro, desde antiguo, como deseo no confesado, el verse a sí mismo desde fuera, como un ser vivo  racional y pensante ve a otro ser vivo racional y pensante. Desde hacía años nada le rondaba más los sesos que verse como le veían los demás. Como uno cualesquiera de los que le conocían. Uno de los que pudieran dar testimonio no sólo de su aspecto y apariencia, sino de su espíritu, de su alma, aunque fuese poco y confuso.

Rondando en el ensueño esta idea revolvía un café cortado en su mesa de mármol en el Lyon. Revolvía constante y lento, con un movimiento elegante que le ayudaba al pensamiento, como a otros el cigarrillo y el humo en los ojos. Nada diferenciaba aquella tarde de otras anteriores ni de las que, con seguridad, vendrían en el futuro. Era la misma tarde de siempre en el Lyon, gris por ser repetición de si misma. Los clientes jóvenes entraban y salían, generalmente por parejas. Los viejos camareros que tratan siempre mal a la clientela, con un extraño y antiguo odio contenido, pululaban serenos dando clase al local, sabiéndose restos de un pasado de más ilustre clientela. Nadie hubiera podido prever el prodigio que se avecinaba.

Quien primero lo advirtió fue el señor bajito y moreno, atildado y ambiguo, con mesa reservada en el ventanal. Dejó caer su vaso de agua e intentó decir algo que se le atragantó. Del cuerpo, de la figura de Ovidio Lendínez, a quien conocía como se conocen los asiduos de un café, se estaba desprendiendo un cuerpo distinto. Un cuerpo distinto que era el mismo cuerpo de Ovidio, pero con algo distinto, un algo extraño distinto de lo extraño que era la existencia de otro Ovidio Lendínez al lado del original. El viejo camarero se enteró de lo que estaba sucediendo cuando el nuevo Ovidio Lendínez le pidió un café cortado y un cenicero. Verlos a los dos juntos le descompuso durante un instante, pero los viejos camareros son viejos para instantes como aquél. Reconoció de inmediato al cliente de unos años atrás, más joven y apuesto, más vivo el brillo de su mirada y el bigotillo que gastaba.

Se apresuró el camarero a buscar el cortado, el cenicero y añadió, como sabía le gustaba, un gran vaso de agua, haciendo apenas un gesto al compañero de la barra para que advirtiera lo que estaba sucediendo en las mesas del fondo. Al regresar con la comanda en la mesa de mármol había ya otros tres Ovidos pidiendo cafés y ceniceros unos, copitas de anís los otros. Ante la mirada atónita de la parroquia de asiduos y la aterrorizada de turistas de provincias se estaba produciendo una superpoblación de señores delgados, morenos, de rostro afilado y mirada espiritual.

Inmediatamente entre los distintos Ovidios, que no eran más que el Ovidio que conocía su padre, el que era para su madre, los varios Ovidios que recordaban sus mejores amigos y las más relevantes amantes, todos de distintas edades y experiencias, trabaron animada conversación. Esta derivó de inmediato en esa charla de compadres que, por conocerse mucho y compartir tantos recuerdos a los extraños les es imposible seguir, de distinguir entre halagos, reproches y maldades. Los parroquianos callaban, absortos ante el milagro y, aunque alguno se animó e intentó intervenir, los otros los acallaron, que era aquella una conversación muy privada y casi mística, que meterse por medio de aquello era casi como mediar en pelea de matrimonio, en la que uno está de más sólo con escuchar.

El público improvisado de aquel prodigio se fue calmando y sentando. Un holandés con pantalón corto quiso tirar una instantánea, pero los camareros se lo impidieron, pidiendo respeto al momento íntimo y recordando serios que allí no se habían hecho fotografías desde la tertulia de Gómez de la Serna.

El Ovidio Lendínez de hoy y el Ovidito más joven, aquel que recordaba Hipólito Sierra, el amigo que se murió de meningitis el verano después de aprobar la reválida de cuarto, apenas intervenían en la conversación. El primero por deferencia a sus invitados, avidez de anotar en la memoria cada detalle de la conversación y prudencia. Al fin y al cabo estaba siendo juzgado y no era cosa de intentar defenderse de hechos e intenciones que todos los jurados conocían al dedillo. El segundo porque estaba tan despistado como los parroquianos del café y porque se reconocía en los vicios, defectos y también en alguna que otra virtud de los Ovidios mayores. Se sonrojó con los escarceos habidos con la hija de la estanquera de Alcalá 70, se escandalizó con los plagios en alguno de sus ensayos y rió a carcajadas al saber que unos poemas suyos a una novia olvidada habían ganado años después un importante premio literario.

La charla, agradable en todo momento, malvada en ocasiones, indulgente en otras, siempre interesante, acabó de modo tan sorprendente como se inició. Un Ovidio Lendínez se fue apoyando en el anterior y fundiéndose en él, quién a su vez repetía la operación con el siguiente. Finalmente y en poco tiempo quedó a la mesa sólo el actual Ovidio, casa matriz de todos esos personajes. La mirada absorta y una sonrisa en los labios entre amarga y desencantada, quizá hasta sabia, y la mano fina y huesuda revolviendo todavía el café ya frío.

Al poco fue despertando y levantándose como de un sueño dejó en el mármol, en medio de copas, tazas sucias y ceniceros repletos, un billete de cien duros, lo que valen diez cafés y salió del Lyon con paso cansado y sonrisa triste. Escarmentado pero más sabio. Quizá.

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