PARA ENTREGAR EN MANO

Me apetece despertar agotado, correr las cortinas, dejar que me deslumbre el sol de mayo, correr al baño, volver a cama y buscar en qué vaguear un rato. Un desayuno con mermelada en un salón vacío y un periódico en un idioma desconocido. Caminar buscando un helado, tropezando con tesoros, mirando nombres de calles, mirando un plano, mirando el cielo y el empedrado. Me apetece perderme y acabar en el río, cruzar avenidas y parques. Comer pizza, beber vino blanco, que me enfaden camareros ariscos y sorprendan amables ancianos, que me asusten conductores temerarios y me aburran guías espontáneos. Pasear sin rumbo, sin prisa, charlando. O llegar tarde, bajar escaleras corriendo y subir cuestas atropellado. Entrar en tiendas sólo para entretener y marear a las dependientas, que se aburren las mañanas de primavera. Fumar acodado en un puente, regatear un libro viejo, comprar una postal pensando en no escribirla, en entregarla en mano, curiosear la prensa en un kiosco, las frutas en el mercado y los menús de los restaurantes. Curiosear parejas y aventurar nombres, naciones, profesiones y relaciones. Contar iglesias, plazas y pasos, escalones. Volver atrás y confundir direcciones. Saludar peatones, como si fuera aquello un pueblo, preguntar a policías por paradas de buses. Tropezar con fachadas conocidas por los libros, con vistas ya vistas en los cines, con caras desconocidas que disparan recuerdos. Sentarme en una terraza, con un café, e imaginarte en las que pasan, garbosas. Evocarte en los gestos de otras y añorarte.

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