UN DISCURSO DESDE EL PRETIL

En casa de un amigo abro un libro al azar por una página al azar y me encuentro éstos párrafos. Como describen perfectamente a los políticos y su ridículo afán de notoriedad en los momentos de tragedia, vienen al caso en estas épocas revueltas.

Agotada la digresión, vuelvo a mi relato. Un mediodía de verano, Miguel Loredo almorzaba con su familia, al aire libre, en la terraza de su casa. Súbitamente cuantos pasaban por el muelle prorrumpieron en angustiosos alaridos. En medio del cauce de la ría, un remolcador había abordado una trainera, mandándola al fondo con sus trece tripulantes. Corría la gente en busca de salvavidas y cuerdas para arrojárselos a los náufragos que, emergiendo, nadaban desesperadamente.

Miguel Loredo, advertido del trance, abandonó la mesa, cruzó sin apresuramiento y con solemnidad el muelle, llevando prendida del cuello la servilleta, como prácticamente se colocaba antes, para proteger corbata y pechera, en vez de ponerla, como absurdamente se pone ahora, sobre las piernas, para que resbale y caiga al suelo.

Irguióse Loredo sobre el pretil, tomándolo de tribuna, se fijó los dorados lentes, se atusó la negra barba, y comenzó, de cara al cauce, un patético discurso, propio de tan críticas circunstancias.

“¡Náufragos –les dijo a los pescadores que forcejeaban en el agua–, tened fe! El pueblo de Portugalete no consentirá que os ahoguéis aquí, a su vista, en su ribera. Le sobran nobleza, gallardía y solidaridad humana para salvaros y, además, se siente impelido por fraterna vecindad, pues sois de Santurce y en momentos como éste deben olvidarse mezquinas rivalidades pueblerinas. ¡Náufragos, tened fe! Santurzanos y portugalujos somos hermanos y como hermanos nos portaremos con vosotros.”

¿Confortó a los pescadores en peligro el discurso? ¡Quién sabe! La elocuencia suele producir efectos prodigiosos. Miguel Loredo tenía figura de Nazareno y, aunque la blanca servilleta bajo la tez morena, desdijera bastante de la indumentaria del Salvador, acaso lo tomaran por éste, y su palabra les infundiera ánimos hasta que salvavidas y cuerdas les ayudaron a sostenerse a flote, en espera de los botes que después recogieron a todos.

Conté yo esta anécdota a Santiago Rusiñol, quien, regocijadísimo, me suplicó que no la divulgase más, pues quería aprovecharla en algún trabajo literario. Debió de olvidarse hacerlo.

–Indalecio Prieto, De mi vida.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.