MI LATA, MI TREN

Mi lata de merde d’artiste está a punto de caducar porque el tiempo pasa y pesa también para los artistas de mierda. Los subjuntivos se acumulan como el colesterol. Como las arrugas y las cicatrices, el polvo debajo de las camas y en los aladares las canas. Pasan los días, sorprendentes unos, anodinos otros y el resto sin adjetivos, sólo los suceden o preceden. Pasan los años y los cumpleaños y el recuerdo de que la tierra gira alrededor del sol es sólo eso, un recuerdo. Ya no me bajo en las estaciones y las miro, escéptico, desde la ventanilla. Va rápido y sube quien yo quiero, a mi tren.

IMPOSIBLE PARA LA MÚSICA

Un niño puede sentarse en una playa al anochecer y sentir cómo la arena tan blanca mágicamente se va volviendo gris bajo sus pies mientras el sol se hunde en el horizonte causando ese rumor cadencioso de las pequeñas olas de ese mar tan bravo ahora en calma. Esas noches el aire huele a los sargazos ya algo secos que el mar en retirada dejó sobre la arena y las piedras negras tapizadas de algas verdes de un puerto pequeño escondido en los recortes de una costa también verde. Él no sabe que ése es el regusto que deja en la lengua el whisky que hacen marineros barbudos en una isla lejana y oscura después de quemar el paladar pero imagina que ese olor picante e intenso de algas secándose es el que dejan en los labios los besos de las sirenas pelirrojas que moviendo las colas son las verdaderas causantes de esas olas que acarician la arena. Lejos brilla un faro que en una cadencia que prefiere inexplicable aunque sepa ya de señales y velocidades angulares ilumina ese trocito de mar y mil cosas más que existen y que no existen como las ventanas abiertas del cuarto de una mujer hermosa o las velas negras de un bergantín de amotinados ahora armado de corsario. Los faros son cíclopes que despiertan para los soñadores en las noches calmadas de verano y girando y quizá bailando con ese ritmo inexplicable e imposible para la música parece que los buscan y los atienden y que en un momento mágico pararán como la rueda de la fortuna y su rayo iluminará su trocito de playa. Pero los niños bebedores de besos de sirena no saben que hay un instante en el que tras un zas de una ola en la arena se producen una pausa levísima y un suspiro que son el preludio de un instante de un infinito cansancio que precede a tres parpadeos lentos como tres vagones de un tren que arranca a los que siguen un silencio lleno de ecos metálicos de estación vacía y vía muerta. Los barbudos borrachos de olor a mar conocen lo caprichoso de los sueños y los faros y las olas y las sirenas y que como todas las cosas del mar son fríos y distantes y que ésa es la razón por la que desengañados destilan ese whisky caliente y picante que les llena el paladar mientras fuman pipas que iluminan el techo en cadencias a su gusto.

CARTAS INQUIETANTES

Es imposible no admirar a quienes escriben cartas inquietantes, llenas de dolores precisos, sufrimientos concretos. A los que describen padecimientos de contornos perfectos y formas que son las fórmulas matemáticas de la desdicha. Los que nos quejamos de malestares imprecisos caemos presas de la envidia, del pasmo que produce el adjetivo exacto apareándose con el sustantivo perfecto. A los que dibujaríamos acuarelas para describir las dolencias que nos afligen nos aturden los polígonos que delimitan con coordenadas precisas.
Es imposible no admirar a quienes escriben cartas inquietantes, llenas de pasillos largos, anchos, iluminados por barras fluorescentes, en los que las ideas caminan rectas, tiesas, secas, solas. Pasillos en los que no obstante, cada tanto, se abren puertas laterales, derivadas apenas apuntadas, apenas iluminadas. Los que sentimos caos al pensar ideas, los que con ellas hacemos ovillos, tortillas, flanes que no cuajan, parpadeamos de asombro ante las certezas que dibujan como puentes sólidos sobre abismos que nos aterran.
Es imposible no admirar a quienes escriben cartas inquietantes, llenas de verbos, muchos más que adjetivos, en tiempo futuro. A los que escriben cartas en gerundios que suenan como motores en marcha y huelen a sudor de operario, a laboriosa humanidad. Los que padecemos del mal de la procrastinación, el pesimismo de los arrepentidos, de la inacción de los ángeles y los percebes, temblamos deslumbrados ante esas frases que son muelles en tensión, catapultas dispuestas al disparo hacia un futuro que intuímos pésimo.

PONERSE DE PERFIL

Qué bonito el tedio, qué fino. Qué sutil en sus detalles. Qué mortal. Porque no es el mismo el tedio de un día soleado que el de un nublado y, ni uno ni otro, se parecen en nada al que provoca esa cara inexpresiva que te habla y no te alcanza. Ese tedio que llamaron spleen y se transforma en hastío de cosas y gentes. De lugares y tiempos. Este tedio que todo lo inunda es lluvia fina, gotas que son instantes en los que descomponemos el tiempo, enorme, informe, gris y profundo como un océano insoportable. Diletantes y superficiales nos tumbamos en la playa en lugar de navegar y miramos al monstruo con lentes de sol y en la imaginación lo trituramos de puro temor. Hacemos con él bellos momentos como gotas que deberían reconfortar el alma y por el contrario se nos escurre entre los dedos, como la arena y el mar, y en las rendijas entre instante e instante nos perdemos y acabamos perdiendo el sentido. Y si el monstruo gris sin cabeza atemoriza hasta el día de la muerte el juego de vencerlo con sutilezas mata en vida. Hay cosas que son de brocha gorda y no acuarela, de rotulador grueso y no plumilla, de stencil y no sfumatto, de grito y no gemido. Hay cosas, como el mar o el tiempo, que permiten ser osado, chulo o inconsciente pero no perdonan la sutileza, la duda o el sarcasmo; ponerse de perfil es el fin, elegante quizás, pero el fin.

EN QUÉ ESTILO

Antes pensaba cosas. Por ejemplo, pensaba que caso de aparecérseme la Virgen, como a un pastorcillo portugués cualquiera, en qué estilo lo haría. No es lo mismo un tosco románico, un renacimiento sobrio o un barroco kitsch. No es lo mismo la moreneta inexpresiva que la sexy venus pelirroja saliendo del mar que un afectado maniquí procesional de cofradía sevillana. Hoy, cansado de esperar, creo que me daría un poco igual. Conociendo a las mujeres estoy seguro de que es cualquiera de ellas y todas ellas y ese día no tendrá nada que ponerse y no se encontrará favorecida o todo lo contrario.

UNA HELICOIDE Y NO UN CÍRCULO

Me gusta ver cómo esa boca roja de la que dejas caer con estudiado desdén sarcasmos malintencionados se desencaja entre almohadones de encaje. Me gusta que esos ojos recercados de negro humo y mirada distante acaben en el lugar común de la lágrima y el churrete. Me gusta ver el colorado que dejan mis manos en ese culo altivo y medir en fusas el silencio entre azote y azote. Me gusta pensar que estás diciendo algo cuando callas y no gimes, que no eres clara como una lámpara o simple como un anillo. Me gusta imaginar que nos movemos y el girar de las agujas del reloj dibuja una helicoide y no un círculo. Me gusta sentir que escapamos del Paraíso añorando el infierno, tanto que nos esforzamos en reconstruirlo pecando allá donde estamos y lo imaginamos dondequiera que estemos yendo.

COMO A TODOS

Me gustan las mujeres inteligentes que saben de qué hablan y qué quieren, porque, como a todos, me alteran, me intimidan y me siento retado. Una mujer con una conversación interesante es un maravilloso inicio, si es desvergonzada un regalo y si además es de las que ya sabe que no abrir las piernas al deseo es negarse un poco, un tesoro.

PARA UN INSOMNE

Fría como la camarera nueva de un bar de moda, como Cyceli en Alaska, como la mano blanca de la madre superiora. Fría como los avisos de vendavales, los textos legales, los manuales industriales o las cotizaciones bursátiles. Fría como el rencor de una maestra, el amor de las putas o el cariño de una madrastra. Fría, tan fría que una bola de helado blanco posada en primavera en su escote blanco aguantaría hasta el verano. Distante como California en carreta, América a vela o la meta del Tour desde un sillín de bicicleta. Distante como la felicidad de un adolescente, como el horizonte en el mar o la bella, traidora, altiva Marietta. Distante como para un insomne el sueño, para un utópico sus sueños, para un comatoso los besos. Distante como la novia del verano, la luz al final del túnel o los tiempos pasados. Lejana, tan lejana que nunca mi voz la alcanzó y a mi, ahora, la suya tampoco.

NOS LIMITAMOS A PROPONER

Puedo ser yo, o ser otro, o no ser nadie. Y yo puedo decir lo que pienso o no pensar, aunque siempre pienso que para qué pienso si no lo voy a decir. Y digo que puedo hacer chas y estar a tu lado o estar sólo donde tú imaginas que debo estar. La mayoría de los futuros son imperfectos porque siempre habrá más deseos que voluntades y hemos aprendido que nos limitamos a proponer y son las circunstancias quienes disponen, así que se nos van quedando los pasados llenos de subjuntivos y, mientras, el tiempo que pasa.