EL VUELO DEL ENANO

En cierta ocasión fui testigo del vuelo de un enano, lo más parecido a un lanzamiento sin lanzador. Una amiga, decidida a celebrar el quincuagésimo cumpleaños de su esposo de tal modo que del evento quedara perpetua memoria, organizó una fiesta sorpresa. Para animarla tramó la presencia una stripper saliendo de un pastel. Llegadas las vísperas hizo las llamadas pertinentes y los precios del espectáculo la escandalizaron. Más llamadas, negociaciones para rebajar los emolumentos de las aspirantes a artista invitada, ofrecimientos de pagos en negro sin retenciones a cuenta ni IVA y aún así la cosa se salía del presupuesto. Rebajando una y otra vez sus iniciales expectativas acabó contratando a un performer enano o un enano performer, alternativas que quedan mencionadas por no herir susceptibilidad alguna, al cual convenció de que viniera desde Lugo en coche de línea, haciéndolo desistir de sus iniciales pretensiones de desplazarse en taxi, como las divas de Hollywood y las esposas de los notarios cuando va a comprar al Corte Inglés. El enano haría un espectáculo vestido de Oscar, el de la Academia. El tipo llegó tarde y como venía de casa ya muy perjudicado, bien de farlopa, bien de alcohol, se le olvidó la icónica espada en el cosntumbrista coche de línea. Pese al imperdonable olvido, que pudiera parecer descuido o desatención, a la vista estaba que se había preparado a conciencia porque llevaba todo el cuerpo, incluido el cabello, cubierto de una capa gruesa de purpurina dorada. Se notaba que era un performer de los de verdad porque a fuer de desinhibido era impúdico. No iba a haber pastel del que salir por las mismas cuestiones presupuestarias que propiciaron su contratación, así que lo metieron en una caja de cartón, detrás de la barra del local en el que el evento tendría lugar. Para calmarlo, porque todo se retrasaba y se le había ajustado el precio por horas, le fueron dando cubatas. Salía de la caja, se quejaba del calor, del poco dinero, de que, efectivamente, se le iba el dorado en churretones, le daban un cubata y vuelta al cartón. Finalmente apareció con retraso el homenajeado, como una novia en su boda, también levemente perjudicado por unas cañas con las que lo agasajaron los compañeros de trabajo. Grande sorpresa, emoción a raudales y cariño eres única. No me lo esperaba, decía, sin saber, ni él ni nadie, lo que le esperaba. Primera copa, ronda de saludos a los asistentes con las bromas típicas de la edad, esa barriguita, estás como siempre, cómo pasa el tiempo, que más da que caiga el pelo si lo otro se levanta, y llega el instante de la sorpresa. El enano, suponemos que ya más tranquilo al saber que había llegado al fin el principal espectador se había dormido en la caja como un gatito en su capazo, despertándose con el movimiento cuando entre dos camareros la alzaron hasta ponerla en la barra. Al tipo, pasa mucho al despertar a quienes padecen de flatulencia, se le escapó un pedo que resonó entre aquellas cuatro paredes de cartón como el disparo de los cañones de Navarone entre las dos islas del Egeo. Pasmo inicial de los asistentes por la llamada de atención y de inmediato se levantó de golpe la tapa de la caja apareciendo el performer enano o el enano performer, allá al gusto de cada quien, soñoliento, musculoso, bastante despintado y con una erección, cosa que también pasa mucho al dspertar, abultandole el tanga dorado. A falta de espada, que seguramente estaría ya de vuelta en Lugo entre dos asientos del coche de línea, empezó a cantar el Happy Birthday Mr. President con voz cazallosa y desafinada pero sensual, contoneándose por la barra, peludo pero sexy, con movimientos a medio camino entre la sicalipsis y la corea de Huntington. Nadie había bebido bastante aún como para asimilar aquello y la parroquia llevaba la cara de pasmo de Paco Martínez Soria en el espectáculo de la Otxoa. La banda sonora, un cassette grabado en casa, se la había proporcionado el propio artista al pincha en plantilla y nada más acabar una canción comenzó la siguiente, It’s raining men, tema apropiado y posiblemente previsto para despedidas de soltera, a cuyos acordes cambió de inmediato el baile, ahora mucho más desenfadado, rítmico y por momentos atlético. Un poco el Ballet Zoom dos Pequenitos. Empezaba el distinguido público a asimilar aquello, saliendo lentamente del pasmo generalizado, cuando, en uno de esos giros propios de la danza moderna que se hacen dando un saltito y levantando una pierna a la altura de la cintura, el enano perdió pié en el charquito de una copa derramada y salió despedido, autoimpulsado, en dirección al homenajeado, que no pudo esquivarlo. Ambos protagonistas acabaron compartiendo espera en una sala de urgencias, de donde el enano salió con un collarín y el protagonista con un brazo escayolado. Sé que se hicieron amigos allí esperando y ahora el marido de mi amiga se sabe y cuenta con gracia historias divertidas que suceden en despedidas de soltera, jubilaciones de funcionarias y esas fiestas tan de moda celebrando el fin del proceso de divorcio que le sopla su colega de la farándula. Hay historias de las que no se puede extraer con facilidad una enseñanza moral, bien porque no dan para tanto, bien porque dan para varias, contradictorias y disparatadas. Quizá ésta sea una de ellas, una de esas historias que solo sirven para guardar perpetua memoria de un cumpleaños. Al enano, del que no recuerdo el nombre, le dieron cien euros extra, por encima de la tarifa pactada, para que volviera en taxi, como las divas de Hollywood y las mujeres de los notarios.

LOS VIDAURRETA

Anselmo Vidaurreta come espárragos al desayuno con una copita de Cynar, quién sabe por qué. Anselmo, intentando una gracia que no tiene, repite el chiste de los percebes: «Los espárragos buenos son los que están al lado de los pequeños.» Y con la misma estira el cuello y deja escurrir por el gaznate el brote amarillento, casi sin masticarlo, como los pelícanos se zampan las sardinas. A Anselmo, a pesar de su berroqueña virilidad, le da mal rollo, como nos da a todos, una mujer hermosa cortando espárragos en rodajas. ¡Joder! Hay cosas que no se hacen por un mínimo de respeto, aunque hayas estudiado interna en un colegio de monjas, de esos en los que los pepinos y los espárragos se trocean sí o sí por no alterar, más aún, el ánimo de las señoritas educandas. A Vidaurreta, a quien del medio de la frente sale un mechón blanco, le llamaban Berrendo los amigos, un poco por joder, un poco por hacer pandilla, que si la amistad no sirve para eso pues para qué. Hay cosas que no se pueden hacer si no tienes pandilla y mote, como salir a navegar a vela o jugar al polo, y Berrendo, que lo tiene y bien bonito, aún pudiendo prefiere el golf. A Berrendo Vidaurreta le gustan los percebes, los espárragos y las alcachofas y no se priva, salvo los meses de veda los primeros y en Cuaresma los segundos por no pecar. Comer algo tan igual a una polla, aunque no sea carne como el término de comparación, es inherentemente pecaminoso y, si bien cabe transigir en período ordinario, es preferible omitirlos en época de abstinencia. Ser el menor en una casa de seis hermanas tiene servidumbres en cuestiones variadas, cual es esta, aunque no sería justo negar las ventajas. Ir siempre planchado, por ejemplo, o no ocuparse de hacer la cama. Las hermanas Vidaurreta son todas solteras y enteras salvo, quizás, Begoña, que se fue de casa con un novio que se presentaba como ingeniero de caminos natural y vecino de Arenas de San Pedro, provincia de Ávila y que resultó ser bígamo, viajante de comercio y de Béjar, provincia de Salamanca. De Castilla, decía la abuela Vidaurreta, que lo era por matrimonio siendo el propio Anchorena, nunca vino nada bueno. Anselmo se ejercita de mañana en el golf y comenta en el aperitivo, frente a un vasito de Cynar, que en este deporte cuanto mejor eres menos juegas, luego pide aceitunas y las empuja y acosa con un palillo hasta que cansadas, se dejan pillar. Berrendo viste camisas de cuello almidonado, calcetines planchados y, para la práctica del golf, camisetas de La Martina con enormes caballos y estrellas y escudos esmeradamente bordados que le marcan la barriguita. Cualquier intento de comer espárragos entre el miércoles de ceniza y la víspera del domingo de Resurrección es vano y de nada sirve razonar o suplicar. Posiblemente, bromea Anselmo, si por un casual apareciera yo en casa con una bula papal dejaríamos los Vidaurreta, así en bloque, de creer en el Papa. Begoña, quizá por compensar su pasado sensual, ha ocupado el lugar de la abuela y hace la tortilla de patata como ella, seca y dura, pero el marmitako le sale de miedo, que como él no hay otro. El secreto es bien sencillo; cuando ya tienes hecho el caldo y muy caliente echas el bonito troceado. Se sirve de inmediato y el pez se hace en ese ratito entre la cocina y la mesa, contando, eso sí, con el tiempo que lleva la bendición y el servicio. En el nombre del Padre. Bendícenos, Señor, y bendice los alimentos que vamos a tomar para mantenernos en tu santo servicio. Bendice también a quienes nos los han preparado, da pan a los que no lo tienen y haz que juntos lo comamos en la mesa celestial. Porque me das de comer, eskerrik asko, Señor. Amén. Antxón Gorostiaga, el hijo del notario, hizo un día la broma de que receta de la abuela Vidaurreta, de soltera Anchorena, no falla porque el toque final se lo da el mismo Dios. Antxón nunca más pudo entrar en la casa de los Vidaurreta ni volvió a catar ese marmitako hecho con cariño y devoción, y sólo se ve con Berrendo en el golf o en los bares, donde entre chistes malos, ya se ve, torean aceitunas mientras pierden el tiempo ganando kilos. El asunto no fue a mas porque los Gorostiaga y los Anchorena se conocen de siempre y aun algo se tocan de parientes aunque la memoria exacta se ha perdido, quizá algún casamiento hace doscientos años o así, y esas cosas marcan. A Itziar Vidaurreta, la pequeña de las seis, sólo diez meses mayor que Anselmo, y a Antxon Gorostiaga el chiste del marmitako les estropeó la vida, cosa que sólo saben ellos y Anselmo. Itziar miraba mucho a Antxon y éste se pavoneaba con chistes malos, entre nervioso e indeciso porque el cortejo, siempre una exhibición de habilidades, en según que sitios tiene más de equilibrismo que de malabarismo. Uséase, que un fallo da con tus huesos en el suelo y te deja descalabrado para siempre, cosa que le ocurrió a Antxón donde menos lo esperaba, cuando mas relajado estaba, frente a un plato de comida. Comer bien le da a uno una sensación de plenitud, de arrobamiento y triunfo, de invulnerabilidad incluso, que puede llevarle a bajar la guardia y meter la pata. Diez Vidaurreta con servilletas blancas y almidonadas colgando del cuello, con las dobleces de la plancha marcando cruces, son un jurado inapelable y a él se le quedaron mirando sin decir palabra y supo que su vida se había acabado. Mientras me lo contaban iba yo pensando que debe dar más miedo eso que una partida del Ku Klux Klan, pero no lo dije por no echar a perder esos sábados de marmitako a los que, de cuando en cuando, estoy invitado. Si en vez del txacolí que hacen su finca en Zalla pusieran vino para beber esas comidas serían perfectas, porque, quitando esas sus cosas, son gente educada y agradable. Ahora, en ocasiones, se encuentran en la calle, Itziar y Antxon, y se saludan y a veces, si está presente Anselmo, se toman unos chiquitos y unas tapas, pero la complicidad de los silencios y las miradas se ha perdido, más que nada porque, pese a algunas tímidas sonrisas de Itziar, Antxón se envara, se pone extremadamente caballeroso y premioso y la conversación no fluye. Suena a veces en los bares la tele encendida y habla alguien de acercamiento, reinserción y perdón y piensa uno, mientras escucha las gracietas prestadas de Berrendo intentando que el amor, o eso que quizá se le parece, triunfe de una vez, en qué rara es esta gente que para unas cosas si y para otras no, y que debería ser al revés.