MAGARIÑOS

Yo no sé qué es eso de vender subjuntivos ni lo de las prótasis irreales condicionales pero conocí a un tal Magariños que componía poesía basada en los principios del isomorfismo y la antisintaxis y la catálisis del discurso por medio de la elipsis. Dejé de verlo porque, pobre como una rata, como todos los poetas, con las últimas mil pesetas que le quedaban se dio una panzada a comer en el Palacio Oriental, un restaurante chino de esos con falsos arcos de plástico formados por dragones de colores, cuadros tridimensionales y animados de cascadas y sillas doradas y pesadísimas con mucho torneado. Se sentó en aquella penumbra con el ánimo oscuro de quien piensa que esa puede ser su última cena y agarrando el menú pidió.

Nº 5 Rollitos de Primavera
Nº 12 Sopa agriopicante
Nº 21 Arroz tres delicias
Nº 36 Hormigas saliendo del nido
Nº 40 Ternera con bambú y setas chinas
Nº 51 Cerdo agridulce
Nº 63 Helado frito

Ochocientas setenta y cinco pesetas. Lo invitaron a un chupito de licor de esos que en la botella llevan un lagarto muerto, triste y un poco rechumido, como si el bicho ya hubiera sufrido allí dentro varios rellenos, con la mirada de quien añora una jubilación que teme no llegará. Magariños, hombre de ordinario frugal y tirando a ascético, salió de allí levemente mareado, de muy buen humor y con la visión borrosa. Más, creo yo, por el exceso de glutamato, que hay a quien le produce una especie de aura de migraña, que por el alcohol revenido de los chinos. Dejó de propina veinticinco pesetas y caminaba por la acera con ese ánimo levemente triunfador del saciado cuando vio una administración de lotería y se jugó las últimas doscientas pesetas a la Bonoloto con los números del menú. 5,12,21,36,40,51 y complementario el 63. Le tocaron cincuenta millones de pesetas del bote que era una pasta y ahora camina todos los días ufano y harto por alguna playa en Canarias, donde compró un apartamento en segunda línea, ajeno completamente de la catálisis, la elipsis e incluso de la antisintaxis. Todas las mañanas saluda al astro sol haciendo taichi en la arena con wambas y una especie de pijama negro y es un tipo feliz. Magariños tenía la mirada triste del lagarto encerrado en la botella y ahogado una y otra vez en alcohol barato y ahora le brillan los ojillos. No se siente plenamente realizado, claro, ya sabemos que un ex-poeta es como un ex-drogadicto, pero sí feliz, reinsertado.

UN INTENTO FALLIDO

Al escribir imaginaba sus escenas en lugares en los que siempre hace calor. Playas soleadas, saunas, hospitales, desiertos, cocinas. Esta extraña incapacidad para imaginar nada en un lugar gélido, nevado o simplemente frío lastra mi prosa, me decía. Sus personajes sudan acalorados o simplemente disfrutan de un ambiente agradable, siempre en manga corta, en bañador, bermudas y así. La ausencia de un abrigo, por ejemplo, de una manta, de una fogata en el bosque, de escalofríos en una noche invernal, parece tontería pero es un hándicap insuperable. Decía Confucio, o quizá Descartes, que la miseria con calor es menos miseria, y basta mirar el mapa de la distribución del GDP (siglas de Gross Domestic Product) para advertir correlación, que no es causalidad pero a veces se parecen como un cojón a otro cojón. Pues lo predicado por el sabio indefinido respecto de la miseria lo es igualmente de las penas. Sonreía triste al decirlo, desanimado. Las penas al calor se derriten, como la manteca al horno. El dónde hay calor cabe desesperación, cabe angustia, cabe exasperación, miedo y envidia y cabe también odio, pero pena, lo que se dice pena, esa pena negra, larga, oscura, que transita las almas de los personajes que recordamos, eso no cabe. Ni cabe ni se imagina. En definitiva que le estaba vedado, sostenía, por siempre y para siempre, la novela porque una historia sin el penar de los personajes no es nada, un folletín, un cuento, un intento fallido a lo sumo. Quién trasciende en bermudas, en bikini, con un pareo o una guayabera, decía moviendo los brazos. La respuesta es nadie porque los desesperados son personajes siempre incompletos, a la busca de algo, como los envidiosos. Pueden dar pena pero no la sienten, matiz de importancia. Son gente que ni puta idea de sí mismos ni esperanza de tenerla, muy al contrario de los pesarosos dolientes que, sabiendo y sabiéndose, resultan redondos a la pluma y han dado siempre páginas de gloria a la literatura. En fin, que esa limitación, tonta, diríamos a priori, le impedía no ya culminar sino comenzar a pergeñar una historia que mereciese la pena. Una pena.