Mr. Fott y San Cirilo de Jerusalen

Terrance Fott emigró a Australia tras servir de asistente a un teniente escocés en la segunda guerra de los boer, Tweede Boereoorlog, y en Melbourne puso tienda haciendo zapatos artesanos; unos zapatos elegantes, flexibles, brillantes sin llegar a ostentosos. Fott iba a Australia literalmente a limpiar aquellas tierras de alimañas, cosa que incluía tanto a animales como aborígenes, pero en el barco conoció a Károlyi Zrínyi, un húngaro que iba a Australia a abrir una zapatería exclusiva de calzado para caballeros en Melbourne. En las largas jornadas de aburrimiento en cubierta Károlyi le contó a Terrance, whisky va, wisky viene, los secretos del curtido de la piel; con mucha piel de abedul como hacían los rusos, para que durante toda la vida del zapato huela maravillosamente; cociéndola lentamente durante varios días en un horno para conseguir una extraordinaria flexibilidad; frotándola intensamente con piedra pómez y un engrudo hecho con cera de abeja, negro de humo y vinagre, para conseguir ese brillo casi de charol que nunca se agrieta. Contaba Camba en sus crónicas que los músicos húngaros le daban un gran ambiente a los bares americanos, esos locales que eran un invento parisino que arrasaba en Berlín. Pues los zapateros húngaros eran aún mejores en lo suyo, eran los ideólogos y artífices de los auténticos zapatos ingleses, ese calzado que triunfaba y aún triunfa en París, Berlín e incluso en Budapest. Y ahora también en Tokio. Esos zapatos, flexibles y cómodos pero resistentes y duraderos, son los zapatos de los colonizadores, frente a los de los aborígenes, los de la fauna local contra la que quería disparar el Fott recién licenciado, que o bien van descalzos, como los esclavos en Roma, o bien llevan chancletas o babuchas. Descalzo no se posee lo que se pisa, en chancletas la vida es un vaivén, no hay firmeza, seguridad o certeza. En chancletas vivían los moros norteafricanos que, intuitivos ellos, llamaban a los franceses pied noirs, por esos zapatos de jefe que gastaban los de la metrópoli; zapatos de pisar con contundencia, con propiedad, con autoridad. Hasta que los moros se calzaron no hubo nada que hacer y calzados ya sabemos cómo acabó la cosa. A Terrance Fott le fue muy bien y en 1900 ya estaba de vuelta en Londres, con zapatería propia, moldes propios y clientela propia entre lores, condes, vizcondes y algún político de la oposición. Un zapato de Fott jamás debe parecer nuevo. Un zapato de Fott jamás debe brillar como si fuera nuevo. Eso mismo pensaba Ignatius J. Reilly, que ciertos atuendos, cuando parecen lo bastante nuevos y lo bastante caros, pueden ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. En esa ordinariez no caían los clientes del Mr. Fott, que hacía brogues, semibrogues, oxfords y botas de todos los regimientos del Rey. También para los más exigentes lores escoceses hacía los brogs originales, con sus agujeros para dejar salir el agua, porque los escoceses lo mismo visten de tal modo que a sus partes pudendas las acaricia el aire que se calzan con zapatos a los que les entra y sale el agua. Mr. Fott te hacía casi cualquier tipo de calzado y si se los pedías fabricaba primorosos zapatos de lacayo, esos que llevan tacón francés con formas de mujer, busto, cintura y culo, y entre las dos suelas no se les pone cola para que chirríen por los pasillos de palacio y saber cuando llega Belvedere, Archibald, Carlisle o como quiera que se llame el lacayo de cada uno. Porque la presencia de los lacayos ha de hacerse notar pero sutilmente, no vaya a hacer o decir uno algo de lo que pueda arrepentirse. Los zapatos de Mr. Fott tienen dos ventajas, la primera ya se mencionó, es que nunca parecen nuevos, la segunda, que se menciona ahora por vez primera, es que nunca parecen viejos. Los zapatos de Fott envejecen mejor que sus dueños, como si en la trastienda tuviera otro par idéntico al que pasea el Mall en los pies de un conde y a cada paso el par guardado envejeciera un paso, un paso que no envejece el par que trota por la ciudad. Unos zapatos que hieren los pies son un infierno y un lord no viene a la tierra para sufrir razón por la cual Mr. Fott recomendaba a sus clientes que escogieran siempre un ayuda de cámara con su mismo número y que éste los calzara, sólo en palacio y no en el jardín, durante unas tres semanas para adaptarlos. Sufrir es un asunto serio y sufrir por los pies es de los asuntos más serios. Baste recordar que el león, la más fiera de las fieras, en el trance de comerse a un esclavo en la arena ante la sorpresa de todos lo perdona porque lo reconoce y era Androcles, el tipo que en el pasado le había quitado una espina de la pata. Por otro lado tenemos a Aquiles, el invencible que se murió por una herida en un pie y, si no recuerdo mal, Edipo significa “el de los pies hinchados” seguramente porque le apretaban las sandaliasPor los pies, ya se ve, no sólo se sufren grandes dolores sino que a su través entran o llegan grandes males. Ya decía San Cirilo de Jerusalem, Cyrillus Hierosolymitanus, santo por la iglesia católica y la ortodoxa, un poco como Enrique Líster, que era general por el ejercito republicano y por el soviético, que la cabeza significa la divinidad de Cristo y los pies su humanidad. De esto se concluye, véanse para ello “Los hechos apócrifos de Juan”, en el Corpus Naghammadi, que el dolor de los pies es sufrimiento del malo, porque hay sufrimientos que Dios no quiere, que son resultado del hacer y del pecado de los hombres, y otros que sí los quiere, como los muertos por un tsunami, que no dependen de nuestra conducta. En ocasiones algunos clientes no tienen la posibilidad de contratar un ayuda de cámara con su mismo número de pie que amanse los ejemplares confeccionados por Mr. Fott y evite dolores de esos que la patrística nos enseña que a Dios repugnan. Puede darse el caso, por ejemplo, que alguno de Vds. haya heredado recientemente título y hacienda y el ayuda de cámara viniera con el lote y tristemente este tenga el número de pie de su padre.   En ese caso Mr. Fott recomienda cogerlos con cuidado por el talón, los zapatos, no los lacayos, llenarlos con agua fría y mantenerlos con ella en su interior aproximadamente diez minutos; inmediatamente después de vaciados se rociarán en el interior con abundantes polvos de talco, preferiblemente sin perfume, y se vestirán durante el día completo. Mano de Santo Cirilo.

UN MANIFIESTO MÁS

Ha salido un nuevo manifiesto. Lo publica el digital Publico. Yo, harto de letras y literaturas melifluas, de medias tintas, medias raciones y cañas, decidí hace unos meses, en plena pandemia, coleccionar manifiestos. Así que no de esperanza falto volé tan alto que a los antifascistas di alcance total para nada.

Este de los intelectuales, artistas y sindicalistas animando a la expulsión de la extrema derecha del gobierno regional madrileño lo voy a bajar en un .pdf e imprimirlo. No lo voy a encuadernar como Viejecita con las cosas de su interés porque no lo merece, y no me refiero a Viejecita sino al manifiesto. No descarto que el día de mañana, en el invierno de mi vida, me dé por dejar ordenadas mis manías para menor molestia de las descendientes. Indiscutiblemente les será más fácil tirar a la basura diez manifiestos de esos que coleccionaba papá de una tacada, debidamente ordenados, foliados y encuadernados, que hacerlo de uno en uno. Creo que se llama economía de escala, por las anchoas que también vienen en latas con varias unidades perfectamente ordenadas, pero no me hagan mucho caso.

En un manifiesto uno sólo busca un lenguaje exaltado, adjetivos rotundos pareados con sustantivos esdrújulos. Ecos del Apocalipsis del Libro, atisbos de un Génesis. Lo cierto es que sólo en ocasiones encuentra uno fugaces chispazos de esa rabia que precede a la verdadera locura y que tan tendentes somos a confundir con genio. Generalmente, he descubierto, son decepcionantes. Ello supone que de los muchos escritores de manifiestos sólo una minoría merecen tal nombre y las públicas alabanzas sus carismas merecen. En mi opinión sólo a los escritores de las letras de los tangos dejarán entrar las musas en el Parnaso antes que a los verdaderos autores de Manifiestos. Esta tontería me ha llevado a revolver, otra vez, en mi escueta colección que espero ir aumentando. 

Uno puede leer, por ejemplo, en el “Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana

“Se declara fundada por el presente manifiesto la Comuna Antinacionalista Zamorana (C.A.Z.), que proclama como su función esencial combatir de hecho y de palabra (y tanto mejor si en tanto los hechos y las palabras vienen a confundirse) por la desaparición del Estado Español y del Estado en general -entidades ambas suficientemente definidas en su realidad abstracta y administrativa- y por la liberación de la ciudad y comarca de Zamora, sobre cuya indefinición ha de volverse en el curso del presente manifiesto.”

                  No se puede negar que hay intención y ganas (combatir de hecho y de palabra). Pero de inmediato advertimos que se pierde en explicaciones. Un manifiesto no es un estudio, un ensayo, una lección. ¿Qué coño ese eso de “una realidad abstracta y administrativa”? Un manifiesto ha de ser una llamada a la acción. Paradigma de ese pecado es el “Manifiesto Hedonista” que, por ejemplo, nos dice:

“Hay quienes van de rebajas y saldos y se ufanan de sus economías. A la larga siempre los veréis desaliñados, cuando no sucios y raídos, cosiendo y zurciendo rotos. Otros prefieren invertir con generosidad y conservan su vestimenta pulcra y tersa durante muchos días de su vida.”

Este párrafo quizá no desmereciera en el inicio de una de esas deliciosas columnas que enviaba el más diletante Camba desde Berlín, o en una crónica parlamentaria de Fernández Flórez, tan justito él siempre, hablando de un diputado socialista, pero, convengamos, no es el tono de un manifiesto. Uno espera un tono tonante. 

Los tigres se perfuman con dinamita” no es un manifiesto al uso. Es una “colección de textos” del colectivo Estrujenbank y la coloco en el estante de los manifiestos por eso de que parecen estar algo pirados y porque se autoeditan/ban. Lo cierto es que el libro este, “Los tigres etc.”, es una cosa bastante cercana a un manifiesto; a un manifiesto dadaísta o daliniano, aclaro. Un texto fundacional absurdo bajo el cual, o tras el cual, podría ampararse cualquier cosa. Un manifiesto que quizá ni él mismo sabe que se trata de un manifiesto.

“El pesimismo es siempre obsceno, el optimismo una cobardía, y la nostalgia debilita nuestro poder de reacción ante los acontecimientos actuales; pero pretender que todo va bien, que vivimos el mejor momento de nuestra historia, sería creer en un espejismo estúpido. En realidad, las cosas no nos van tan mal, pero tampoco van muy bien.”

Uno empieza a leer esto y se anima, siente cómo se le encrespan los pelos de los antebrazos, se revuelve en la silla. Avanza uno en la lectura y el ritmo es bueno, le va faltando el aire, anticipando el esfuerzo de la acción a la que le de seguro de inmediato llamarán. Hasta llegar a la última frase. ¡Pero qué mierda es esta! piensa. “En realidad, las cosas no nos van tan mal, pero tampoco van muy bien”. Qué es eso de bajarse a la realidad. Qué es eso de que las cosas no están tan mal. Qué es eso de usar un “pero”. Esas dudas, ese sí pero no, ese no posicionarse podría entenderse escrito por un gallego. Manifesto da galeguidade, quizáis. Toda la aparente llamada a la acción se disuelve, de inmediato y para siempre, en una llamada a la reflexión, a la consideración, a contemporizar. A la contemporizacionalización que diría Satur.  Puede que sí, o quizá no. Eso, es evidente, no es un manifiesto. 

“Las clases medias por todas partes están expoliadas. A pesar de que constituyen la fuerza más dinámica de la Humanidad, nunca han sido reconocidas, siempre han sido combatidas por enemigos poderosos que las han estigmatizado y vilipendiado como fuerzas reaccionarias y pragmáticas, sin valorar la fuerte carga idealista que han sabido desplegar. Se las ha perseguido, torturado, asesinado, hasta intentar exterminarlas. Ahora se ven expoliadas por las castas que han hecho del parasitismo fiscal su modo de vida. Es hora de que las clases medias se organicen y levanten para defender una civilización que se tambalea, cegada y desarmada por sus autoproclamados lideres morales.”

Este párrafo de “El manifiesto de las clases medias” lo traigo como ejemplo de cómo escribir manifiestos. Hay que buscar un tono tonante, eso ya se dijo, un ritmo perentorio y palabras grandes y resonantes, aunque estén vacías, o quizá palabras vacías porque son las que resuenan. Expolio, la Humanidad (con mayúsculas), los enemigos poderosos, los intetos de exterminio, las castas, el parasitismo fiscal. Todo perfecto hasta aquí y luego, lógicamente, como debe ser, la llamada a la acción: Es hora de la organización y el levantamiento para defender la civilización. Os tempos son chegados &c.

A mi me parece una pena que Cioran no haya dejado, al menos formalmente, algún manifiesto. Yo le tengo pillado alguno pero seguro que fueron despistes. Ciorán, el aburrido, el vago, llamando a la acción sólo podría ser un error de traducción. No obstante sí hay párrafos que si bien no son técnicamente manifiestos sí se confunden con ellos.

“Los pueblos que no tienen el gusto de la frivolidad y de lo aproximado, que viven sus exageraciones verbales, son una catástrofe para los demás y para ellos mismos. Se obstinan en lo trivial, toman en serio lo accesorio y hacen una tragedia de lo nimio. Si a eso añaden una pasión por la fidelidad y una detestable repugnancia a traicionar, no se puede esperar de ellos más que su ruina. Para corregir sus méritos, para remediar su profundidad, es necesario convertirles al Sur, inocularles el virus de la farsa.”

El manifiesto “Ahora sí” dejé de leerlo en el tercer párrafo ante la falta de concordancia de tiempo verbal así que sobre su calidad como manifiesto sólo tengo una opinión limitada, sesgada y negativa, claro. Pasé entonces a curiosear, porque uno es humano, el listado de suscribientes, que no escribientes, y encontré la firma de David Araujo, “Estudiante, ecologista, vegano y futuro promisor para intentar cambiar el mundo” y, la verdad, todo cobró sentido. No voy a dar cuenta de todas mis investigaciones y de cómo llegué a esta conclusión pero creo que quizá la autora del texto sea una mujer que se identifica como “Catedrática de Lengua y Literatura, poetisa (jubilada)”. En general los amantes de la literatura con cargo de funcionario se suelen jubilar de sus empleos y seguir ejerciendo de poetas, pero en este caso, como uno esperaría de un autor de manifiestos, esta señora va contracorriente.