El bozo del membrillo

Las cosas más difíciles sobre las cuales escribir, dejando aparte a Dios, son la comida y el sexo. De Dios ya tenemos asimilado que sólo se pueden decir metáforas enloquecidas o tonterías sin fundamento pero sobre lo otro, sobre lo de comer y follar, la idea de callar no termina de calar. Así en las bibliotecas viejas los más de los metros los ocupaba la teología, y con el tiempo llegó el momento en el que los libros eran sólo vehículo de tórridas escenas de erotismo o directamente sexo. Luego el vídeo, que sabemos que mató también a la estrella de la radio, mató completa y definitivamente a la literatura erótica. De ella quedan una docena de clásicos para nostálgicos y un par de epígonos despistados como el ex ministro González-Pons; gente que sigue mentalmente en el XIX e insiste en escribir turgente, violáceo, bálano y ebúrneo. Es por ello que los inasequibles, los que insistimos en hablar de los temas inefables, aquellos de los que mejor callar, nos vemos reducidos a la comida o, los más osados y que más han vivido, a las experiencias con las drogas.

Don Alvaro Cunqueiro, obispo lego de Mondoñedo, no hablaba mucho de sexo, ni en alabanza ni en execración. Si acaso, así levemente y de pasada, podía comentar los amores de un Caballero con una Sirena. Pero al Sr Obispo de la Literatura le gustaba comer y de la comida sí hablaba. Es más, cuando Cunqueiro hablaba, estuviese donde estuviese, el mundo a su alrededor se convertía en una sobremesa; en una agradabilísima sobremesa de esas en las que saciados los apetitos se habla de cosas, casos y gentes lejanas, se evocan instantes vividos, leídos o simplemente imaginados y se recuerdan amigos perdidos y conjuntas hazañas pasadas.

El otro día, alargando una sobremesa comiendo pipas, acabamos viendo en el móvil un fragmento de entrevista a Don Alvaro en la que contaba lo mucho más sabrosa que resulta la nécora si sabe uno que su linneano nombre es portunus puberPortunus por el dios romano protector de puertas y puertos, representado siempre con una llave en la mano; y puber porque la nécora viene recubierta de un pelillo que recuerda el bozo de los mozos púberes. Efectivamente saber ese tipo de cosas inútiles pero bellas añade el misterio de lo antiguo y de lo siempre repetido al sabor marinero, portuario, de esos por otra parte anodinos cangrejos peludos de las rías. 

Añadía Cunqueiro en esa entrevista de sobremesa la historia del melocotón y del libro sobre los conocimientos inútiles del señor Russell y lo mucho más sabrosos que resultan todos los alimentos si sabe uno sus sorprendentes historias. Contaba el mindoniense con esa voz ilusionada de prosodia pausada cómo tras una batalla contra los muchos chinos el rey Janyska de la India mandó plantar los huesos que llevaban en el zurrón unos prisioneros; huesos que andando el tiempo dieron en madurar melocotones. Y cómo de la India pasaron al Oriente Medio, al pérsico, desde donde llegaron a Grecia, es decir a Europa, y que por eso acabamos llamándolos albérchigos o pejigos, del griego persikon, los pérsicos. Hay quien dice que la palabra melocotón viene del latín malum cotoneum, manzana algodonosa, pero esto más bien parece un goropismo porque cotoneum es el membrillo. Quince, coing, membrillo, la fruta del amor que las muchachitas griegas, con esas insinuantes túnicas pegadas al cuerpo, entregaban a los mozos púberes que marchaban a la guerra medio en pelotas. El melocotón sería así para los romanos algo como un híbrido de membrillo y manzana, parecido que tiene sentido porque el membrillo y el melocotón, y ya puestos también la nécora, comparten el bozo de los púberes enamorados que marchan animosos a las Termópilas, a sitiar Troya o a conquistar el mundo con Alejandro el Magno. Como el membrillo en griego es melimelón o manzana dulce eso nos deja, tras el típico ir y volver de las palabras más bellas, en que el melocotón sería la manzana-manzana-dulce.

Después, en nuestra alargada sobremesa de pipas, saqué yo a colación la historia del parentesco entre el melocotón y la almendra, frutos distintos pero prácticamente hermanos, quién lo iba a decir, y el misterio de la domesticación de almendra por otro nombre la amígdala. Dicen los de la ciencia que el Himalaya, en su imperceptible pero continua elevación, separó una población de arbustos asiáticos que evolucionaron a un lado de esos altivos montes en almendras y en el otro a melocotones. Si uno bien lo mira la almendra encerrada en su cáscara y el hueso del melocotón son idénticos y con los ojos cerrados, sólo al tacto, sería difícil distinguirlos, como mutatis mutandis sucede con los garbanzos y las avellanas. Las almendras cuando son amargas llevan algo llamado amigdalina que, llegado al estómago, produce un compuesto de cianuro que es venenoso y que en las novelas de Agatha Christie nos asegura un cadáver amoratado y un caso interesante y misterioso, por ejemplo en Matar es fácil. El almendro, un día cualquiera, un día ya olvidado, varió un solo gen y dejó de ser venenoso y empezamos con sus semillas a hacer turrón y tartas. Y hasta hoy.

Luego la mayor trajo a cuento la película Call me by your name, una historia de verano, piscina y descubrimiento del sexo, en este caso homosexual, por parte de un púber con bermudas, bicicleta y bozo de nécora, en la cual el melocotón y los albaricoques tienen una evidente función simbólica. El protagonista, excitado sexualmente por un discípulo de su padre, fantasea con un melocotón, su parecido con un culo y su leve vello que se hace visible brillando al sol de la Toscana. El discípulo, a su vez, obtiene la aprobación del padre-maestro al no caer en una trampa y saberse la correcta etimología del albaricoque, otra fruta deliciosa con cianuro en el hueso. El púber de está historia es tentado por mozas que le ofrecen sus membrillos pero se decanta, cada uno es como es, por los albaricoques del joven guerrero. El nombre del albaricoque, nos explica como si nada, proviene del latín pruna praecocia, ciruela precoz o temprana, que se ve que las había serótinas. Este nombre pasó luego al griego como praikókion, que en su forma tardía y bizantina, berikokkíā, pasa al árabe como al-barquq y de ahí al castellano, albaricoque, desde donde salta al francés aubercot-abricot, para hacerlo luego al inglés como apricot. Esta erudición de quien llega como discípulo en asuntos de libros y acaba siendo maestro en asuntos de emociones y experiencias sensuales-sexuales es un poco el meollito del asunto: cuánto mejor se saborea todo sabiendo que ignorando y qué bello un maestro que te guíe. Todo ello muy griego. 

Como se ve por culpa de Don Alvaro acabamos hablando de comida y sexo, de melocotones y almendras, de membrillos y manzanas, del bozo de las nécoras y el vello de las ciruelas precozmente púberes. Dejamos pasar así despacio el tiempo sintiéndonos un poco cunquerianos de absurdos conocimientos, que es un modo, creo yo, sabio y hermoso de estar en el mundo y saborearlo.

Saint Andeol-de-Eireux

JM escribe reseñas y noticias falsas con nombre supuesto en revistas de viaje y turismo. Esto, dicho así, a algunos les parecerá censurable o poco ético pero a mi me parece el summum de lo literario. A JM le dan el nombre de un hotel en la Riviera Maya, un suponer, y desde su cuarto escribe en un portátil sobre la llegada, el recibimiento, la experiencia en el resort, la playa anexa, los restaurantes de los alrededores y alguna escapada de un día a puntos de interés en las proximidades. JM se documenta para todo ello mirando en Google, Goggle Maps y con la imaginación de quien ha leído mucho. JM hace por pocas pesetas, como Salgari, lo que hacía Salgari por pocas liras; hablar de los sonidos de la selva, de la amabilidad y las sonrisas de los nativos, de los atardeceres ecuatoriales, el olor del mar y las arenas blanquísimas que al sol de mediodía hieren la vista. JM, yo que lo conozco un poco lo sé de cierto, preferiría fabular en el tono de Conrad en El Corazón de las tinieblas, darle a todo un aire algo más tenebroso, ominoso. Yo lo imagino imaginándose a sí mismo cínico y algo perverso, como el sudoroso y alcohólico Reverendo Dr. T. Lawrence Shannon de Tennesee Williams, guía turístico pufo para ingenuas e incautas maestras de mediana edad.

 

Lo cierto es que recrear realidades es más difícil que inventarlas desde cero, sin cortapisas o limitaciones. No es lo mismo sentarte y fabular sobre Laputa, isla asentada sobre un diamante que flota en el aire por la influencia de un gigantesco imán, que sobre la Casa Iguana Hotel, Avenida Cinco de Mayo No. 455, Mismaloya, Jalisco, tres estrellas, dos piscinas, vistas a la bahía, y conseguir darleal relato un toque cálido y personal. Te reciben Isaías y Belmira, los propietarios, una pareja encantadora que hace cinco años abandonaron sus respectivas carreras en las finanzas y el derecho corporativo en México DF para darle a sus vidas un nuevo rumbo. La felicidad de esa nueva vida, que se advierte en sus miradas, tiene directo reflejo en el trato cercano que dan a sus huéspedes: de amigos. Ya se advierte que la libertad absoluta en un caso trueca en prisión en el otro, lo cual, si se asume, no es tan grave. Sujetar la creatividad desbocada con el arnés del soneto siempre ha producido mejor cosecha que el verso libre.

Los viajes falsos, empezando con la Odisea y continuando con lo de Marco Polo, son un género de larga tradición. Aún diría más, lo de ir a los sitios para contarlos es una modernidad a la que nos han acostumbrado pero tan inútil y ridícula como la supuesta necesidad de ser mujer joven y negra para hacer la traducción de una poetisa joven y negra. A un buen libro de viajes no le quita nada el no haber viajado ni, por supuesto, le añade nada el haber vivido realmente las penalidades que se relatan. ¿serían mejores los libros de Kapuscinski si realmente hubiera vivido todo lo que cuenta? Mi respuesta es, por supuesto, un no rotundo. Que los ojos de polaco no hayan visto una masacre o que un enano de la corte del Negus no haya existido o, de haberlo hecho, no fuera exactamente un enano no suponen alteración alguna del texto.

En el XVII y XVIII los jóvenes europeos de buena familia hacían en Grand Tour, un viaje iniciático por los lugares supuestamente más importantes de Europa. París, Ginebra, Génova, Milán, Venecia, Florencia, Roma y Nápoles eran paradas obligatorias. Algunos libros relatando las maravillas del viaje por ejemplo el “Viaje a Italia” de Montaigne contribuyeron a poner de moda entre la nobleza lo que ya era una costumbre de intelectuales, artistas y filósofos desde el Renacimiento. Eso desencadenó una avalancha de libros llamados “Viaje a Italia”, hasta el punto de constituir un subgénero en sí mismos. Para qué ir si no te puedes chulear. Charles de Brosses, Chateaubriand, Goethe, Moratín y varios centenares de jóvenes lords ingleses escribieron a su vuelta un Viaje a Italia en el que relataban en un par de tomos las maravillas vistas y vividas y en ocasiones incluso recuento y explicación de las baratijas y antigüedades compradas en cada lugar. Esto, como ha venido a demostrar el erudito Boscoe Pertwee en su libro “Imaginary geography in Grand Tour literature”*, dio lugar a un floreciente negocio de escritores en la sombra, lo que diríamos negros, que ponían en literatura las experiencias casi únicamente alcohólicas y cortesanas de jovenzuelos abúlicos y desinteresados tergiversándolas todo lo necesario hasta hacerlas pasar por sublimes. Esto, hoy, en tiempos del turismo en masa, sin presupuesto para negro literario, lo hacemos nosotros mismos tomando selfies sonrientes en lugares insalubremente calurosos, insoportablemente fríos o desagradablemente ruidosos y masificados porque para qué ir si no te puedes chulear.

Mentir sobre la felicidad o, si me apuran, sobre la infelicidad, carece de interés; todos lo hacemos. Lo curioso, y así lo demuestra Pertwee, es que no habiendo viajado los negros a Italia y teniendo poca o ninguna ayuda de los cansados viajeros, tomaban todas sus referencias, descripciones, distancias y paisajes de otros libros anteriores o de los clásicos romanos. Y en ocasiones fantaseaban sin arnés ni remordimiento. Ello llevaba a enormes errores y tergiversaciones que, en muchas ocasiones, parecen deliberadas. Caso paradigmático que cita Pertwee es la descripción que se hace hasta en 23 distintos relatos de viaje y diarios publicados de la Villa de Saint Andeol-de-Eyrieux. Se situaría a unas veinte leguas en el camino de Lyon a Valénce y todos la describen como fuertemente amurallada y de planta octogonal, con una capilla medieval en cada vértice y una bellísima basílica casi en el centro desde cuya torre, también octogonal, se divisa todo el ameno Val de Glandage y sobre el horizonte, al oeste, se recorta un enorme farallón de roca llamado Treschenu-Creyers. Saint Andeol-de-Eyreux, tristemente, no existe. Tristemente, decimos, porque las sucesivas elaboraciones de su privilegiada situación, idílico paisaje, armoniosa arquitectura y la bonhomía de sus habitantes la convertirían en un lugar en el que hacer una parada aún hoy en día.

Boscoe Pertwee, después de un ingente trabajo de búsqueda y cotejo, propone una genealogía De la Villa inexistente y rastrea sus orígenes hasta las falsas memorias de viaje de Henry Scott, tercer duque de Buccleuch, encargadas a un tal Walter Bower, reputado escritor de sermones por encargo para clérigos de la iglesia de Escocia. Bower se sacó de la manga un mundo que, a diferencia de la Laputa de Swift, la Vetusta de Clarín o la Utopía de Moro, mil viajeros juraron haber visitado después, haber comido en sus figones y dormido en sus posadas. Hasta la llegada de Disney y sus parques de plástico nadie había conseguido que la gente viviese, de verdad, en un lugar imaginado.

JM, por ahora, escribe sobre lugares que existen y sólo les añade un brillo especial, el brillo que tuvo Saint Andeol-de-Eyreux y Boscoe Pertwee ayudó a robarle, ese brillo que sólo tienen las cosas que no se conocen, las cosas que se imaginan. Espero que un día se deje llevar por su lado oscuro y empiece a llenar las revistas de hoteles, cascadas, playas y paisajes maravillosos e inexistentes y la gente llame a sus agencias de viajes haciendo reservas en hoteles puramente literarios.

 

*University of Strathclyde Publications Services, Glasgow, 2011.