LA SANTA COMPAÑA DE INISHERIN

Inisherin es una isla inventada que, dicen, vendría a significar “la isla irlandesa”. En Inisherin, no obstante, no hay ni un solo árbol, sólo piedras y hierba y agua. Mirando al agua, del mar o de un lago, los protagonistas hacen sus reflexiones. Y del agua viene la muerte; al otro lado del estrecho que los separa de Irlanda se oyen explosiones y al lago se acercan desesperados los habitantes de la isla pensando en el suicidio o directamente a suicidarse. Por la isla circula la muerte vestida como la imagen de la Virgen que vigila el camino, sólo que una va de negro y habla anunciando desgracias y la otra, como mandan los cánones, sólo mira beatífica. Colm y Padraic son amigos y si el uno tiene de mascota un perro, un border collie, el perro más inteligente a decir de los que entienden, el otro convive con un burro. Un burro pequeño, suave, peludo, manso y doméstico. No nos consta que le gusten las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar y los higos morados, con su cristalina gotita de miel, pero podría ser perfectamente. Esto ya nos indica a las claras lo que pocos mencionan, que Colm es inteligente, incluso con ínfulas, y el otro, Padraic, es tonto. No tonto de dios, como el pobre Dominic, sino un simple, un tonto doméstico y bonachón, un tonto que uno soporta porque en el fondo no es definitivamente tonto y es buena persona. Un tonto así es un peso que uno se echa al hombro y con el que carga, si no hay una desagracia, para siempre. Padraic, el tonto, convive con su hermana, unas vacas y el burro. Ella lee, Padraic pastorea las vacas y bebe con Colm y el burro, manso y doméstico, pasea por la casa. Un día Colm decide que ya no es amigo de Padraic, para sorpresa de éste y de todos en la isla. La razón es que considera, ahora, que su amigo es aburrido, palabra que lleva por medio la raíz de burro, y que no va a perder más su tiempo con gente aburrida, que necesita componer una canción para trascender, como Mozart o Bach. De ordinario el demonio meridiano, el aburrimiento del Salmo XC, a sagita volante in nocte ab incursione demonio meridiano, se ha identificado con lo lascivo y con las tentaciones de la lujuria. Así que el aburrimiento como afección del alma que sufre Colm, a quien de pronto le urge su tiempo, es la que aqueja a Cyril Connolly en “El sepulcro sin sosiego”, la de la pérdida del tiempo con los congéneres aburridos, los que no aportan. “De hecho, a medida que envejecemos descubrimos que las vidas de casi todos los seres humanos carecen de valor, con la excepción de aquellas que contribuyen al enriquecimiento y la emancipación del espíritu. Por seductores que puedan parecernos en la juventud los dones animales, si en la madurez no nos han llevado a enmendar ni un solo carácter dentro del corrompido texto de la existencia, entonces habremos perdido el tiempo. No merece la pena conocer a nadie que haya superado los treinta y cinco años si no se trata de alguien capaz de enseñarnos algo más de lo que hayamos podido aprender por nuestra cuenta en un libro”. Comoquiera que Padraic, el alegre irlandés al límite de la tontería, tiene su vida asentada en las tres patas del burro, su hermana y Colm, no resiste la falta de una. Su mundo se tambalea. Dominic, mucho más tonto, intenta pegarse a Padraic como este se pegaba a Colm y es suavemente rechazado. Las intenciones de Dominic son rondar subrepticiamente a Siobhan, lo que nos hacen aventurar que quizá fueron también las de Colm en un pasado ya olvidado. La insistencia de Padraic en una explicación y en retomar la amistad llevan a la inexplicable decisión de Colm de cortarse un dedo por cada intento de acercamiento, cosa que lleva a cabo. La crueldad de los hombres, no así la femenina, lleva asociada inexorablemente la violencia, que ejerce contra sí mismo porque no hay razón para ejercerla contra Padraic. Siobhan, lectora empedernida y cuidadora de su hermano, marcha de la isla cruzando el mar hacia la tierra, de donde sólo llegan los sonidos de la guerra. Dominic, abusado por su padre, sin esperanzas de tener amores con Siobhan y perdida la fe en Padraic, se suicida. El burro se atraganta con un dedo cortado y se muere. En su desesperación Padraic hace el mal, lo cual le libera de su vinculación con Colm. Stefan Zweig dejó escrita una novelita “La piedad peligrosa” en la que un joven y brillante militar en su primer destino en una ciudad de provincias, por conmiseración y porque es bella y buena, entra en relación con una muchachita simplona e inválida que al poco tiempo le pesa como una losa al cuello. Todos alaban su bondad y caballerosidad por ocuparse de darle afecto, todos dan por hecha una relación que a ella la salva. Todos excepto el médico de ella, quien aparece como insensible y cruel, que le advierte del peligro de la piedad, de cómo enterrará su futuro en una relación en la cual por su parte no hay amor. Colm, piadoso en su día por razones que no se explican y que seguramente están olvidadas, intenta huir al final de sus días de la piedad peligrosa, entregándose a un intento urgente de trascender con la música. Colm quiere aportar al espíritu, ser recordado por una tonadilla al violín que se llamará “Banshees of Inisherin”. Las banshees son almas en pena que anuncian la muerte con chillidos, son la Santa Compaña de muertos en vida que si los ves te arrastran a su eterno vagar. Los tontos, el burro y Dominic, mueren. Los listos, Siobhan y Colm, escapan aunque con heridas. Padraic, en tierra de nadie, sigue en su mundo pequeño, pero triste y solo, abrazado a una vaca. Connolly, ese sabio desabrido como el médico de Zweig, se diagnostica después de huir de los aburridos, de los que no le enriquecen: “Tengo el corazón seco como un riñón. Tengo el corazón comido por las bestias. Tengo el corazón reducido a un músculo.” Nada es gratis.

TÁR

Si miras en la Wikipedia, esa enciclopedia infantil, el conocimiento al alcance de todos, Tár significa lágrima en islandés, en noruego medieval y en lo que sea que hablan en las Islas Feroe. Quién sabe, porque también podría ser una herida o un roto. Tár queda así en una pregunta, que es, más o menos, lo que le queda a uno en el cuerpo al salir del cine. Ella misma, la propia Lydia Tár, en realidad Lucy, lo explica en una clase magistral: Bach es interesante porque hace preguntas y ofrece sólo opciones de respuesta. La protagonista con ese nombre es una directora de orquesta con todos logros que en este mundo actual se valoran, tantos que parece un general coreano con medallas hasta en la espalda. Es mujer en un mundo de hombres, más brillante que ellos, ofrece becas a mujeres, es lesbiana masculina pero, contra la imagen típica, viste impecable de sastre como Catherine Hepburn, como la misma actriz en El Aviador. Tár es fría y calculadora, algo que se le disculpa dadas las circunstancias, y se comporta como un hombre frío y calculador y antiguo. En esa clase magistral que se ha mencionado avergüenza a un muchacho, un hombre según los parámetros de hace veinte años, nervioso, tembloroso y recitador del dogma imperante, porque como gay racializado desprecia a Bach, pecado mortal en un músico clásico y merecedor por ello del oprobio y aún del ostracismo. El muchacho se centra en cosas abstrusas que no entiende, en dirigir música atonal de una directora islandesa, y no sabe a dónde pueden llevar. El muchacho, el hombre, que se marcha llorando, es el mundo que viene, ese en el que Tár se mueve y desprecia. Podría ser por convicción, como se apunta en ese incidente o por hipocresía, como resulta de la práctica totalidad de la película. Quienes giran a su alrededor son incompetentes como el director de su fundación, flojos de carácter e interesados como su asistente, flojos y débiles como una alumna amante que se suicida, fuerte e interesada como la chelista a la que arbitrariamente promociona, viejo y vanidoso como su maestro, viejo y servil como el director ayudante. Tár ve e intuye en la música cosas que otros no ven, es dueña del tiempo que maneja a su antojo con su mano derecha, y cree que con la música, con la batuta, también mueve el mundo y así otorga favores y los retira manejando el tempo y sobre todos los silencios al aire de su promiscuidad. En los instantes de silencio se obsesiona con sonidos que desconoce y no controla, zumbidos de electrodomésticos, tictacs de metrónomos, siseos en la noche. Como medida de su mediocridad se nos muestra cómo se empeña en componer e insiste en tres notas anodinas, aburridas, como de aviso de electrodoméstico o politono de teléfono, una de ellas corregida sobre la marcha por una de sus amantes. Quizá Tár no es una artista brillante sino una intérprete competente, quizá. Mientras, en el refugio que mantiene casi en secreto para alejarse del mundo de relaciones interesadas que ha construido se ve asaltada por las imágenes de la locura, la decadencia, la degradación y la muerte y, finalmente, por la humillación del anonimato y la calificación de sus tres notas como “ruido”. Todo esto pone en entredicho sus logros y su fama: ¿es realmente una gran directora o simplemente es mujer? La caída de Tár, más que por lo que ha hecho mal, por su posible mediocridad, se produce quizá por las mismas razones por las que ella ha ascendido, la debilidad de otros, de otras mujeres. Pero quién sabe, porque la película, perfecta en su forma, maravillosa en todas las interpretaciones incluso de los secundarios, con una luz azulada, berlinesa o neoyorquina, con escenarios perfectamente acordes a cada una de las escenas, deja más preguntas que respuestas. Sale uno de la sala pensando ¿Qué es lo que he visto? Quizá por eso vale la pena verla, quizá por eso cada uno verá cosas distintas.