EN CÁRCELES Y COLEGIOS

Quizá sólo yo recuerdo que Aníbal no era de aquí, que vino de lejos, en un tren, del que bajó con un pantalón vaquero Wrangler, una parka verde militar y unas deportivas Adidas azul eléctrico con sus tres rayas naranja. En una bolsa de propaganda de Lufthansa llevaba paquetes de tabaco, una muda, un jersey tejido a mano y un libro de bolsillo forrado. Pronto hizo migas con todos pese a que era muy de la Derbi Diablo y nosotros muy de la Puch Minicross y que era buen jugador de billar, pero irregular, y desde el principio se rumoreó que se dejaba ganar a veces para limpiarnos otras. Era repetidor como tantos otros pero pasaba desapercibido porque era nuevo, así que se camuflaba bien y no arrastraba los estigmas, ni de burro ni de vago, que pesaban sobre nosotros. Esa ventaja era un inconveniente para otras cosas como ligar porque cuanto más malote parecías más atractivo resultabas. A las chicas les gustaban golfos y peligrosos, todo lo golfos y peligrosos que podíamos llegar a ser a esas edades y en esos lugares, que venía a limitarse a correr y derrapar con la moto y fumar a escondidas. No obstante era un handicap que tenía que vencer cada tarde y cada fin de semana para estar a la altura, así que bebía más que nadie, corría más que cualquiera y fumaba mucho. Con Aníbal aprendí, sentados en un puente sobre las vías, a escupir con fundamento, a silbar con dos dedos, a provocar el vómito en las borracheras y los rudimentos de la anatomía y sexualidad femenina. Con Aníbal compartí cigarrillos comprados por unidades, alcohol robado en supermercados, condones distraídos de la mesilla de sus padres y transfusiones de gasolina de moto a moto. No éramos especialmente amigos pero nos entendíamos y de algún modo extraño nos buscábamos para estos asuntos importantes. Un septiembre no volvió y cuando pregunté por él resultó que había muerto de meningitis ese verano. Las amistades que haces en cárceles y colegios son especialmente extrañas y a veces pienso que sólo yo lo recuerdo.

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