EL CABLE DE LA MENEGILDA

Tenía que arreglar unas lámparas y necesitaba de ese cable moderno de plástico transparente e hilos color acero que usan los diseñadores más vanguardistas para que de primeras se advierta incluso por el más neófito que la simplicidad de su diseño no es elemental candidez sino meditada destilación. Con ese mandado salí decidido a la calle y en la segunda ferretería, bazar eléctrico se intitula, conseguí encontrarlo. A la dependienta, que por edad, maquillaje y uñas debidamente manicuradas cualquier observador atento supondría propietaria del establecimiento, le pedí dos metros. Se retiró a la trastienda y volvió con un paquetito en el que se advertía el cable perfectamente adujado. Pagué sin chistar cinco euros, precio desorbitado que achaqué a la guerra de Putin, la subida de los carburantes, la disrupción de las cadenas de suministro post-pandemia y el sursuncorda.


Cual no sería mi sorpresa cuando hace un rato me puse a ejecutar las reparaciones previstas y al sacar de la bolsita el cable este no mide ni metro y medio. Ciento treinta y cinco centímetros, exactamente, o unas cincuenta y tres pulgadas en medidas imperiales.


Llegado este punto las preguntas que cabe formularse son: ¿Qué lleva a una asentada empresaria del ramo de la quincallería eléctrica a sisar 65 centímetros de cable a un individuo de mediana edad? ¿Por qué sisar 1,625€ a un desconocido que posiblemente por ese estúpido detalle no vuelva jamás al bazar eléctrico que regenta? ¿Tendrá la empresaria de tanto sisar seis trajes de seda y satén?


Es una regla no escrita que en la venta al menor o detall cuando alguien pide 100 gramos le ponen 10 más o así y no los cobran; si pide dos metros le ponen diez centímetros de exceso cuando no quince. Por las mermas y así. Las merceras lo hacen siempre con las blondas, las cintas que llevan las niñas para el pelo o los viejos para balduques, los entredoses y las telas de forro. Las boticarias y las peluqueras no venden al metro pero dan muestras gratis de cosas sin importancia. Al cliente hay que hacerle ver que quien le está sacando los cuartos no es un rata. La atención en el peso o la medida le hace ver al consumidor o usuario que el precio excesivo no es desmedida ansia de reprobable lucro capitalista achacable al comerciante sino desgracia de la que son responsables los desconocidos intermediarios. Cuando un comerciante sisa poniendo el dedo en la báscula, echando menos tornillos de los que le pides o menos metros de los que pagas es que algo va muy mal. Fatal.

Dos cosas pueden estar ocurriendo que lo expliquen y quizá ambas a la vez. La primera sospecha recae sobre la degradación general de lo público y con ello de las relaciones privadas. La Teoría de la Ventana Rota de Zimbardo. Este señor dejó un coche en la calle en el Bronx y en una semana estaba completamente vandalizado, sin ruedas ni ventanas ni asientos. El mismo coche en las mismas circunstancias se aparcó en un barrio bueno de LA y en una semana seguía exactamente como lo había dejado. Luego él mismo le rompió una ventanilla y, vaya, en una semana estaba como el del Bronx. A la vista de señales de degradación consentidas, aunque sean sutiles, nos sentimos con permiso para soltar los frenos que nos ponemos para no comportarnos como los hijos de puta que en el fondo somos. Podría ser, digo, que el ejemplo que estamos recibiendo en TV y radio y así es que ser un hijo de puta no sólo no tiene castigo evidente, ni relevante sino incluso un cierto reconocimiento social. 

La otra es que la sisa haya vuelto para quedarse. Y que detrás venga el estraperlo, el se cogen puntos a las medias, el tabaco de picadura, el robar la luz, el olor a col hervida en los cañones de las escaleras y los sastres que les daban la vuelta a los abrigos.