A mi los exaltados me gustan. De pequeño ya quería ser un exaltado, sin saber que existían ni que tenían nombre. Hay quien nace con vocación y luego todo se tuerce, en mi caso por vago. Digo vago para decir gandul y también impreciso, todo lo cual se puede apreciar en el ahorro al usar al tiempo los dos significados y dejar la frase imprecisa. También es verdad que en ocasiones me esfuerzo, véase la explicación anterior, pero ya soy viejo para cambiar.
Los exaltados de los que hablo, el que yo quería ser, no son todos los exaltados. Aquí, cuando digo exaltado, estoy acotando mucho y arbitrariamente, como las mujeres cuando hablan de hombres. Ellas dicen quiero un hombre cariñoso que me haga reír y, claro, los feos, bajos y pobres que se consideran tiernos y divertidos protestan. No se dan cuenta de que cada uno llama hombre a lo que le da la gana. Todos lo hacemos y yo, confieso, cuando pienso en ir a la playa veo arena blanca, agua cristalina, una morena al sol y el menda a su lado con veinte años menos y mucho pelo. Así es que, aclaremos, ni todos los hombres son hombres ni todas las playas son playas, razón por la que no me quejo de estas arbitrariedades a las que todos somos muy dados. Con los exaltados esta arbitraria y desconcertante disminución también se produce.
Los exaltados de los que hablo, que no son todos, son esos que llevan los argumentos al límite, hasta que todo se les desmorona. Son saltadores de pértiga y agarrados a frases trenzadas con palabras prietas toman carrerilla, hacen palanca y saltan las veces que sean necesarias hasta que acaban tirando el travesaño. Siempre tiran el palito, y quizá ahí está la gracia; ahí y en el aspaviento, el gesto y la resolución de la zancada. Y en los adjetivos de la pértiga, claro. Los imagino delante de la máquina de escribir tecleando con fuerza el adjetivo perfecto que hace de una frase un golpe inapelable, aunque aboque a la idea, que suele ser buena, a empotrarse contra la realidad, ésta aún más inapelable, y que se joda la realidad. Son esos tipos que se sientan y con desparpajo preternatural escriben schadenfreude, flaneur o spleen, que otros tenemos que mirar en los diccionarios, y, para pasmo de propios o extraños, no resultan cursis o amanerados. Son esos que se pierden en la palabra y rebozan en la idea llevando una y otra hasta el límite con el entusiasmo de un poeta poseído por musas de saldo, el desgarro de un amante agarrado por los huevos y la dignidad de un sumiller ebrio de garrafón.
Un exaltado, mi exaltado, no obstante, nunca llama a la acción, esa mediocridad. La acción libera la tensión y el exaltado es sólo esa tensión, la crea, acumula y la manosea. Es un diletante de la palabra que demora la tracción que encierra y que otros no resisten. Un exaltado nunca es un profeta pero puede, eso sí, sin menoscabo, ser tan malhumorado como ellos. Un exaltado, mi exaltado, habría comido la manzana, follado a Eva, hecho una hoguera con el árbol de la sabiduría, salido del paraíso antes del alba dando un portazo y, moribundo, escrito una Biblia celebrando la vida y no la muerte. Un exaltado, mi exaltado, si las musas traviesas, ese día, dictaran caprichosas otras frases, otros adjetivos, podría haber follado a Eva, hecho sidra y esperado a que lo echaran riendo a carcajadas.
Lo que quiero decir es que con veintitantos habría dado un brazo por una vida veloz y una prosa exagerada garrapateada en servilletas y márgenes, en barras y moteles. A los treintaitantos me conformaba con una prosa legible y un coche rojo, viejo y fiable, una carretera larga y una morena especial. Ahora subrayo frases rojas y hago anotaciones veloces y nostálgicas en cuadernos exagerados. Es decir, que yo quería ser un exaltado y esa es una cosa que no fue y que no echo mucho de menos porque, en realidad, muy posiblemente, no soy un exaltado, aunque a veces me guste recordar con nostalgia que hubo un tiempo en que quise ser lo que, posiblemente, no soy. Para casos como éste, que son graves pero no desesperados, después de mucho leer a los verdaderos exaltados, recomiendo frotar fuerte el weltschmerz, ese hueco grande en el alma, con buenas palabras bien escogidas, porque que de lo contrario el spleen te lo recubre todo de una sucia costra negra.