PAMPLONA Y EL TERREMOTO

Pamplona tiene parte nueva y parte vieja como la mayoría de las ciudades porque las ciudades son pueblos que han crecido, pueblos viejos con parte nueva. Eso aquí, que en los USA, por ejemplo, las ciudades son todas nuevas del trinque, aunque a veces esté todo viejo y ajado. Pamplona la nueva, la parte de Pamplona que la sacó de pueblo, es ordenada, amplia, ventilada, limpia y con zonas verdes. Un poco inhabitable la verdad, como las cosas que pergeñaba Le Corbusier, como Brasilia. Esos ejemplos de planificación siempre me han producido una instintiva repugnancia y, creo yo, a los pamplonetas un poco también. Nadie por la calle a las cinco de la tarde de un día laborable salvo runners y repartidores porque las calles, esas calles nuevas, no son para estar, son sólo para ir del punto A al punto B y mejor si es en coche. Y esa única utilidad tan utilitaria de la calle ocurre más cuanto más las mentes pensantes de las calles nuevas las planean para que se disfruten más que las viejas. No se debe reinventar lo que ya lleva tiempo inventado y funciona fetén, no se debe reinventar la calle o la empanada o el libro porque la cagas fijo. Pamplona la vieja, el pueblo crecido en ciudad, es más para la gente, más de cosas inventadas hace tiempo y que funcionan, aunque desprecia un poco al Arga sobre el cual se encarama, allá subida a un risco. Al río dan las traseras de las casas, feas y deslucidas, oscuras, y el río responde con recíproco desdén: aguas estancadas de un verde feo, verde OTAN diría yo, zarzas en las riberas y un revuelto de piedras y plásticos que forman isletas tristes. El GPS, hábilmente interrogado, me guía con su voz de locutora de continuidad a un aparcamiento perfectamente situado para visitar el casco antiguo pero, por mi torpeza, acabo metiendo el coche en los toriles, o corrales, de donde salen los morlacos para los encierros de San Fermín. Me advierte del error una pareja de pamplonetas muy delgados con dos niñas, una de las cuales empujan dormida en su carrito. La verdad es que, si estás atento, lo del corral es evidente por las maderas que lo cierran, tal cual el coso de un rodeo texano. Queda finalmente en un descampado al otro lado del río y subo el desnivel en un funicular camuflado de ascensor que me deja, como un señor, al nivel de la ciudad. Allí desconecto, dejo de intentar saber dónde estoy, y empiezo a flanear, que es lo que me gusta y lo que busco. Deliberada y conscientemente desorientado camino siguiendo impulsos mínimos y efímeros. Aquí a la derecha porque el color de aquella marquesina es precioso, allá a la izquierda porque suena al fondo de la calle un molinillo de café o una melodía que no reconozco o el chiflo de un afilador. Los pamplonetas también parecen moverse por sus calles errabundos, con un similar confuso vagar que me extraña porque cómo una ciudad llena de flanéurs. Quizá son esas calles estrechas, un poco oscuras, esas calles viejas que lo mismo sirven para ir que para estar. En general, y en las grandes ciudades más, los peatones saben a dónde van y se alinean en sus ámbitos de circulación de modo natural en dos corrientes, la que va y la que vuelve. En una calle peatonal concurrida cualquiera que se detenga a observar verá que los que van lo hacen orillándose a su derecha y los que vuelven, a su vez, a la suya, de tal modo que la cosa se ordena naturalmente y el mundo, la sociedad, tienen sentido. Los pamplonetas caminan colisionando pero sin un rumbo, piensa uno que por el placer de hacerlo. Si el gallego estático que no se sabe si sube o baja es un ejemplo del experimento de Schrodinger el pamploneta es el ejemplo del movimiento browniano. Cruzan de lado a lado, se paran, circulan y retroceden. Poseen, poéticamente, las calles y las hacen suyas pisando cada baldosa como pisa el caballo las del tablero; con un sentido que no es evidente para el extraño. Las calles por las que me pierdo tienen el encanto de un pueblo grande y cuidado, de un pueblo peatonal y tranquilo, de casas de vecinos con mercerías en los bajos, y colmados y zapaterías y estancos. De vecinos que se conocen y charlan en la puerta de la panadería. En los balcones, esa tarde de temperatura agradable, hay mucha gente asomada, mirando el tráfico peatonal, como esperando que pase algo, quizá que vengan los toros del encierro y con su bravura orienten a sus vecinos que caminan sin sentido. Entre dos locales de tatuajes una peluquería en la que advierto que las tres clientas llevan el pelo cortísimo y con el canoso natural de su edad y a qué van, pienso mientras sigo perdiéndome. Ese pelo tan corto, algo más que a la garçon, algo menos que a la colaboracionista en posguerra, no parece muy necesitado de grandes atenciones pero, pienso, qué sabré yo. En la plaza del Castillo están montadas unas casetas de libreros por las que hay que pasar, y pasamos todos, en fila ordenada lavándonos las manos con el hidrogel antes y después, encerrados en unos imaginarios pasillos aeroportuarios de cinta plástica roja y blanca. Parejas de novios, parejas con niños, parejas de ancianos circulando entre casetas blancas en filas ordenadas, parece un triste reparto de alimentos en un campo de refugiados. En un campo de refugiados mansos vestidos de tarde de domingo. Los libros, al menos en mi caso, relajan y quitan hierro a la situación un poco absurda; es hasta agradable hacer la cola y, alineado con otros, bajar un poco la cabeza al mostrador saludando a la letra impresa, como ganado abrevando cultura. La plaza es grande y en tres de sus cuatro lados está ocupada de bares y cafeterías con enormes terrazas. Desde la distancia llega un rumor de conversaciones que llena la plaza de esa animación, quizá perdida para siempre, del foyer en un estreno. Que ese murmullo tan agradable se escuche en el centro de la plaza supone que las conversaciones de las terrazas son a gritos, pienso, y un poco sí; los pamplonetas son españoles y el noventa por ciento del énfasis se nos va en volumen. Hay alguna caseta de libro viejo que en realidad para un viejo flaneur son las únicas interesantes. Las de novedades parecen todas ya un poco obsoletas, tiendas de bisutería y complementos pasados de moda. Las librerías de viejo se dividen, pienso mientras paseo curioseando embozado y guardando distancias, entre aquellas que tienen un ejemplar de Bella del Señor y las que no. Por algún motivo hay libreros de viejo que se empeñan en tener un ejemplar del libro de Cohen siempre a la vista del público, como reclamo de algo. En esas, manías mías, no me paro, como tampoco lo hago en las que tienen El lobo estepario. Quizá tenga yo algo de manía a los suizos, pienso tomando un café bastante malo en una de esas concurridas terrazas, quién sabe. Creo que soy el único que no grito pero porque estoy solo. En esta tarde tan agradable gritaría como los demás si estuviese en buena compañía. Ya en el hotel un terremoto de 4,6 en la famosa escala de Richter sacude la ciudad ya dormida y a mí en la cama, hojeando mis compras: El sentimentalismo tóxico de Dalrymple. Quizá el terremoto, pienso, es a la ciudad lo que el grito en las buenas conversaciones, un modo de enfatizar el sentido de todo este día.

UN BESO EN ORIHUELA

Para ir a Orihuela basta ir a Albacete y seguir las señales. Las señales que dicen Murcia. Yo de Albacete, del Nueva York de La Mancha, sé Algunas cosas, más o menos las cosas que sabe todo el mundo: que para allá están siempre in itinere una vieja y un viejo y que al llegar caga y vete. Me consta que Albacete está en llano y Chinchilla es todo cuestas y para bailar las manchegas necesitas, moza, una guitarra y unas postizas, sea eso lo que sea. También dicen, cosa que no he comprobado, que desde Chinchilla se ve Almansa y La Roda y Albacete y La Mancha toda. Por las cercanías paro a poner gasolina y el termómetro marca cuarenta y dos grados aunque un poco más allá refresca algo y baja a cuarenta y uno, lo que se hace más soportable. Todo es un poco exagerado en Albacete y creo yo que la razón es que para ser un pueblo es demasiado grande. En Albacete pasé el frío de mi vida y aparcaba el coche sin freno de mano. Si llegabas y el sitio era escaso arrimabas parachoques y empujabas un poco, lo justo para meterlo. De esto saqué yo la enseñanza de que con algo de educación y maneras suaves te dejan entrar en cualquier sitio. Y eso porque el coche, aún sin freno de mano, sabíamos que no se iba a ir a ningún lado. Diríamos que la gravedad, en Albacete, está en un punto de equilibrio, las cosas sólo caen hacia abajo y no garrean. Allí, se rumorea, no hay que nivelar las ruletas ni las mesas de billar, donde las pongas vale. Esto me suena a chiste de casino pero quién sabe. Cuentan también que en el de Albacete, en el Casino Primitivo que es el bueno, Calle de Tesifonte Gallego número 3, estaba Toribio Moreno leyendo el YA cuando lo abordó Eliseo Romero diciéndole, Tori, ven, que te voy a presentar a un amigo. Tori bajó el periódico y mirando a Eliseo pero no al amigo le dijo: Eliseo, te lo agradezco mucho pero ya conozco a demasiada gente; preséntaselo a alguien que tenga menos conocidos o mejor memoria porque me voy a olvidar de él enseguida y estoy seguro que no se lo merece. Seguramente esto no sucedió y no sea más que otra leyenda urbana, una leyenda de pueblo, pero desde siempre, desde que me lo contaron Toribio ha sido mi héroe secreto. Es que tengo el móvil lleno de nombres y números de gente que no sé quién es; gente que yo ya he olvidado pero el teléfono no. Ojalá tener la clarividencia de Toribio y la mitad de su arrojo para rechazar según qué cosas. A veces, pienso mientras en lo alto se reúnen nubes de tormenta, no ser esclavo de mi exquisita educación. En Orihuela han puesto en las aceras versos del poeta: Aquí estoy para vivir mientras el alma me suene y así. Lo veo peligroso. Lo mismo te despistas y un buga tuneado te silencia el alma a lo tonto y del tirón. Lo digo porque delante del Teatro Circo casi me pasa. El Teatro Circo es redondo, como un circo, lo que vienen siendo dos teatros romanos opuestos y adyacentes. El Teatro Circo de Orihuela, me malicio, seguramente dio un sinnúmero de noches de éxito a Manolita Chen y su Teatro Chino, compañía de galas orientales con cincuenta artistas internacionales, quince atracciones, circo y variedades, además de veinte bellísimas bailarinas. Tiene toda la pinta, por el estilo de la edificación, que allí vibraba enardecido el respetable con aquel espectáculo setentero: paraíso sicalíptico a precios populares. Hoy en la plaza juegan niños mientras abuelas y mamás vigilan con esa visión periférica que tienen las mujeres, esa que me falta y hace que casi se me lleve por delante un Opel tuneado, con luces azules bajo la carrocería y sonido de pedo apretado, mientras leía acalorado y curioso los versos del poeta. Cuando se dice el poeta, si está uno en Orihuela capital, su huerta o su monte, se habla, claro, del poeta cabrero Miguel Hernández. Aclaro esto a los sólos efectos de poner en contexto el asunto y porque, aunque quizá no sea necesario, sabido es que lo que abunda aburre pero no daña. En Orihuela hasta el Casino, casino orcelitano, es un algo homenaje a Miguel Hernández, lo cual tiene un sentido pero no todo. Para mi que nada más lejos del poeta que un Casino de pueblo, un casino con butacones que aún huelen a puro y anís, con salones en los que aún resuenan murmuraciones y chismes de comerciantes burgueses. Orihuela, a simple vista se ve, es villa que ha tenido un pasado. Conventos, iglesias, casonas y palacetes de una piedra siena como los montes que la rodean salpican sus calles estrechas, calles como las que se gastaban antes, para ir y venir y no para aposentarse con coches o terrazas. Paseo algo errabundo mirando el río y echando de menos, traicionando a Toribio, alguien que me cuente, con mirada pícara, mucho cachondeo y quizá hasta bajando algo la voz, las mejores anécdotas del Casino Orcelitano. Aunque luego su nombre, anotado en el teléfono, no me dijera nada. El río, el Segura, pasa manso mirándose en los cristales que lo miran. Errando acierto a caer hambriento en Casa Pepe donde, como los beréberes ofrecen te, nada más llegar asaltan al viajero con ese gel hiroalcohólico que todos odiamos, ese que tiene el tacto de gomina para el pelo y deja las manos casi tan pringosas. Uno, antaño, tenía cabellera y usaba gomina y, hogaño, a la puerta de Casa Pepe con las manos asquerosas pero desinfectadas, con las manos sin saber qué hacer con ellas porque lo que uno toca lo empuerca, casi agradece al Divino Hacedor que le haya dado una vejez escasa de pelos ahí arriba. Hace dos meses no sabíamos lo que era lo hidroalcohólico, si acaso echarle agua al vino, y ahora todos entendemos más de eso que de mujeres. Cosas. Usan, en cambio, aceite muy verde y picante, como el portugués, lo cual que se agradece. Y es que el aceite bueno y una pizca de sal levantan el pan malo que se gastan. El pan y el café malos son una constante por España adelante, como el número de Avogrado, 6022140857, que llamas y comunica. Las verduras, no obstante, están como uno las espera en un sitio en el que presumen de ellas. A las diez o así anochece en Orihuela pero el calor no se va y el cielo, de un azul raro, sin una nube, parece artificial, el vinilo retroiluminado de una tienda de telefonía. Con esa luz difusa que no tiene origen claro pasea uno por donde el Palacio Episcopal que está enfrente de la Catedral la cual tiene un bonito claustro abierto en el que una pareja con las mascarillas al cuello se morrea con ansia contenida. Mirarlos, de reojo porque son leyes de la física y de la antropología que observar altera lo observado, es como ver burbujas trepando por la copa del champán. La nueva normalidad en algunas cosas es lo mismo que la normalidad vieja porque de otro modo el mundo no sería y Nos maliciamos que siempre será ese en el que la sangre que no se desborda y la juventud que no se atreve, ni es sangre, ni juventud, ni relucen, ni florecen. Con ese cielo azul de noche americana el beso, ese beso tan normal, parece de Hernández rodado por Truffaut, cinematográfico, huertano e intemporal. Será que la moza iluminada de azul lleva alpargatas. Quizá.

COSAS QUE HACER EN MONZÓN SI NO ESTÁS MUERTO


Monzón está más allá de Huesca, que está más allá de Zaragoza, lo cual es mucho más allá de lo que parece razonable conducir. A veces, por dinero, por amor o por cualquier otra tontería hacemos locuras. Sobre todo por amor. Esto se lo dije yo al cura de los cursillos prematrimoniales y aquello cayó, valga la figura, como un jarro de agua bendita en un aquelarre. A poco que no me caso. ¿Qué es el amor para vosotros? preguntó el pastor a su aborregado rebaño primero así en general y luego, señalando con el dedo, uno por uno. Las respuestas fueron todas propias de una Miss venezolana, claro, que era lo que el pastor de aquellas almas nuestras esperaba. Un don de Dios. La Gracia Divina. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Y así. Pongamos la cosa en perspectiva. A mi hoy cónyuge su cura de cabecera la había eximido de tan amargo trámite así que acudía solo a aquellas jornadas. Sin su ayuda, auxilio, asistencia, socorro o amparo que se reveló de pronto imprescindible. Un tipo sensato se casa, ademas de por la legítima ansia de monopolizar el objeto de su obsesión y lujuria, para tener alguien que le ponga caras o dé patadas por debajo de la mesa cuando está metiendo mucho la pata. Uno, que se las da de sensato, siempre supo que para un plan a largo plazo la lujuria no iba a ser bastante y necesitaba a alguien inteligente y con buen criterio que le diese patadas en el momento correcto. En algún sitio leí que Stevenson dijo que casarse es domesticar al ángel apuntador; domesticar, doy por supuesto, en el sentido de hacer doméstico. En aquel momento y lugar, aquella tarde triste y lluviosa, en aquel semisótano bañado con la poco favorecedora luz de unos fluorescentes temblorosos y zumbones, rodeado de aspirantes a Miss, con todo apalabrado pero todo por empezar, ya empecé a echarla a faltar. ¿Qué es para ti el amor? me preguntó en mi turno el mosén señalándome con el dedo. Una especie de enfermedad mental, le contesté, dejándome llevar por mi natural provocador al no sentir la patada. ¿Y cómo así? dijo el tipo que además era cursi. ¡Explícanos! Enamorado, uno hace cosas que estando sano no haría ni de coña, le dije, como por ejemplo venir aquí. Algo debió advertir en mi aquella tarde triste que, pese a ponerse colorado del enfado, cambió de inmediato de tema y pasó a alguna otra banalidad que por supuesto no recuerdo. La idea, claro, no es nueva. En El último boy scout Bruce Willis dice “Creo en el amor; creo en el cáncer” y su compañero le da la réplica: “¿Porque las dos son enfermedades?” Son éstas referencias postmodernas que mosén quizá no manejaba pero la Celestina y su mal de amores o a Ovidio debería haberlos leído. Los médicos de la época tenían al amor en su DSM-VI como enfermedad psiquiátrica, y quizá nunca deberían haberla sacado de ahí. También es verdad que como enfermedad el tratamiento es simple: las embrocaciones frecuentes en las partes íntimas producen alivio inmediato si bien sólo sintomático. Valga esto para recordar que por buenos motivos hacemos cosas impensables, doblegamos disciplinados pero reacios nuestra voluntad y, por poner un ejemplo, va uno a Monzón. Aunque también es cierto que, como decía alguien que no recuerdo, todos los motivos son buenos, lo cual quiere decir que no valen para nada. Si sabe uno ir a Tolosa el camino es el mismo hasta Pancorbo -Astorga, Leon, Burgos y tal- y allí se toma un ramalito a la derecha en dirección a Logroño. Mi abuela era muy amiga de ramalitos y en todas partes veía la oportunidad de uno. Si aquí hicieran un ramalito nos ahorrábamos toda la vuelta por O Cadaval, decía. La gente amiga de los ramalitos, de los nuevos y de anchear los viejos, he podido observar, es gente sin tierras, lo cual coincide en el caso de mi abuela F. Quien tiene tierras repudia la obra pública porque sabe que siempre se hace a su costa a precio de saldo. Si circula uno por el ramalito que sale de Pancorbo simplemente ha de ir atento a ver el cartel que anuncia la llegada a Cuzcurrita del Río Tirón, pueblo al que fiando del nombre le supone uno encantos que posiblemente no tenga. Quizá se agolpen en Cuzcurritilla que está a tiro de piedra. En ese momento está próximo el fin del atajo y el nuevo comienzo de la autopista. Cerca, Tudela, villa y comarca que sin haber visitado nunca llevo en mi corazón. Cuando en la EGB ya nos sabíamos de memoria y de corrido los confines de España, los ríos y sus afluentes y los cabos más salientes, cuando ya nos habían quedado claros conceptos enrevesados como llanura, montaña, cordillera, monocultivo, latifundio, minifundio y regadío nos entregaron un libro que no era, en principio, para estudiar sino para consultar: El Consultor 3. El concepto era distinto de todos los libros anteriores. Tapa dura, temas largos y desarrollados, sin colores en el texto, con fotos y mapas en lugar de ilustraciones. Me enamoré inmediatamente; un libro de mayores. El Consultor, que me leí entero en las primeras semanas, trataba especialmente de Tudela y Frankfurt am Main. Tudela era el ejemplo de ciudad agrícola, en una llanura aluvial del Ebro, río que la atraviesa y riega, con clima suave y húmedo, productora de una gran variedad de cultivos de huerta que por su situación estratégica distribuye a las ciudades que la rodean. Y así. Tudela, donde nunca he estado, aparecía en un mapa serio, un mapa como de la Guía Michelin, con distancias y todo, y las carreteras o caminos salían de ella en todas direcciones como rayos de una estrella, y a mí Tudela me encantaba. Me imaginaba a los tudelanos saliendo de sus casas por la mañana en sus tractores a cultivar sus campos de regadío productores de toda clase de hortalizas en sus terrenos fértiles a las afueras, especialmente espárragos y pimientos. El Consultor 3 tenía tapas color mostaza de Dijon, papel grueso y una encuadernación que a las claras renegaba de la caducidad anual, propia de malas hierbas, y apostaba por lo perenne, por quedarse toda la vida en la estantería de casa, por si a lo largo de tu vida en algún momento te entraba la duda sobre algún detalle de Tudela y sus gentes. Luego hablaba de la conurbación industrial de Frankfurt, sus autopistas y carreteras, su situación estratégica en el corazón de Europa, sus muchas industrias mecánicas y así, y siendo el asunto también interesante ya me gustaba menos. Diríamos que era yo, a la edad de El Consultor 3, un poco rusoniano y veía en Tudela un paraíso agrario e idílico y en Francoforte del Meno a la civilización que si bien trae el progreso material lo acompaña inevitablemente de cielos grises y otros males, difusos e inconcretos pero ciertos. Yo a Tudela la llevo, nostálgicamente, en el corazón como una primera novia y quizá a Frankfurt como a la segunda. Creo que incluso tengo mejor recuerdo de Tudela que de la primera novia, la verdad, y pienso que un día debería ir a ver qué tal les va a los tudelanos en sus campos ubérrimos, pero si lo hago quizá debería también llamar a mi primera novia, también por ver qué tal, y paso. Después de Tudela viene Logroño y luego Zaragoza, Huesca y allá al frente, Monzón. Es, como Tolosa, un pueblo apretado entre la carretera, el río y la vía del tren, pero con holguras, sin mucho agobio. Allí se junta el Cinca con el Sosa, o viceversa, que baja con color blanquecino como si de verdad le hubieran echado sosa. NaOH. Tienen castillo allá en lo alto, macizo, sólido, ferruginoso; parece hecho con un cubo de aquellos que llevábamos a la playa. En Monzón hay mocitas circulando en bandadas o posándose en los bancos del parque para comer pipas, como pajaritos en primavera, todas vestidas iguales, con shorts y camisetas sacadas del mismo estante, con mascarillas fabricadas por el mismo chino. En las esquinas, casi en cada esquina, mucho afroaragonés en grupos pequeños, de tres en tres o de cuatro en cuatro, oyendo un transistor, charlando de quién sabe qué en idiomas que no entiendo. Hay revuelo a la puerta del tanatorio y es una tarde tan soleada, tan dulce luego de una tormenta de verano, que parece improcedente el dolor de un entierro. Un tipo con acento andaluz me pregunta que cómo se hace para ir al Castillo y le contesto con mi acento gallego que ni idea. He dado con el único que no es de aquí, me dice riendo. Marcha contento de su mala suerte y yo sigo perdiéndome por esas pocas calles, entre esas pocas gentes, sonriendo bajo la mascarilla, manteniendo la adecuada distancia social.

ES IMPOSIBLE Y ESTÁ PROHIBIDO

Acelerar de nuevo creyendo que será con ansia pero sensato pero así, sensato, no sale, porque si nos ponemos somos los de siempre, los de antes, locos y rápidos. Así que conduzco mal, sin mirar la carretera, sin usar los espejos, que sólo tengo ojos para tus piernas, para tus manos que revolotean, que rebuscan en la radio y ya no encuentran. Porque seguimos siendo coordenadas de un par, incógnitas por despejar y tenemos un coche color rojo, tan viejo y pequeño que ya nos llevó antes, hace cien años, quizá, y dice que llega a doscientos y ese es el reto, porque es imposible y está prohibido.

 Amas al mundo, y con mirada ingenua, instintiva, lo deseas, y gozar a quienes, perdidos, lo transitan. Sonríes del mismo modo. Qué nada has cambiado. Con el mismo instinto lo odio y a los rebaños banales que lo pueblan y pediría ser el héroe que lo destruyera, pero te amo a ti, con más que mis fuerzas. Y sólo por eso perdono, olvido y sólo para que lo disfrutes me contengo. Si quieres lo barro, lo limpio, lo lavo, para que bailes descalza en la calzada, en los arcenes, en las calles y las aceras.

 

POR TI

Mataré arañas por ti. Llevaré maletas por ti. Esperaré paciente a que seque el esmalte de uñas por ti; soplaré si es necesario. Por ti. Acabaré antes, empezaré antes, por ti. Romperé cosas o las arreglaré por ti. Conduciré kilómetros, buscaré aparcamiento, facturaré bultos, haré colas, por ti. Iniciaré guerras, firmaré armisticios, haré paces, por ti. Compartiré el último cigarrillo, la última cerveza, el primer sol de la mañana, la primera sonrisa, por ti. Haré fuego con dos palos, buscaré agua con las manos, empujaré el coche si no arranca y encontraré mesa de fumadores, por ti. Chuparé los cortes en tus dedos, besaré quemaduras del sol, masajearé pies o espaldas, haré tés y bailaré tangos, por ti. Caminaré en silencio, declamaré en voz baja y dejaré de cantar desafinando por ti. Esperaré que arda el mar, se hiele el infierno, caiga la luna y se apagué el sol, por ti. Escribiré cosas tontas, como esta, y otras más explícitas, empapadas de deseo, soeces, incluso, por ti.

UN BESO LARGO

En ocasiones los instintos protestan. Camino y siento revuelto el aire a mi espalda. Pasan a mi lado sombras como posibles causas de un deseo que preexiste. Son rostros borrosos que no son caras sino paisaje. En esas ocasiones quiero sentir yo el aire en la cara y convertir de verdad este paisanaje en paisaje con la ayuda de la aceleración y el estruendo. Subir al coche, llenar el depósito, ver el mundo por los espejos y sentirlo sólo en el ruido del viento que nos despeina. Contar kilómetros, litros, colillas en los ceniceros, insectos en los cristales y amaneceres sobrecogedores.

Llegar y oír el mar tumbado en la arena blanca como en un folio en blanco, notar el sol que pasa, templa y va camino de mandar y abrasar. Sentirte una fotocopia de tu yo de hace diez, quince años. Algo desvaído, algo gastado, copia de un original perdido y que quizá nunca fue tan nítido como recuerdas.

Lo malo de los deseos es que les damos forma de ideas y si una vez funcionan las convertimos en creencias y pronto en ritos. Pueden calmar ansias pero no producen avances. Disparan recuerdos que se deforman. Puto pensamiento mágico, puñetero hombre de las cavernas que vive en nosotros, que nos arrastra a invocar con gestos vacíos pretéritos perfectos en los que no fuimos tales.

Pero me queda el consuelo de la goma de una braga, de unas conchas en la arena, de un río desembocando agua helada y clara, de un sol de panadero que tuesta tickets de la ORA, de un sorbo largo, fresco de cerveza y un beso largo, fresco de una morena.

YO QUIERO

Yo para ser feliz quiero una carretera larga, estrecha, negra. Una carretera con líneas gastadas, cunetas polvorientas y señales desvaídas. Una carretera que se pierda en el horizonte a través del parabrisas y en los espejos. Una cinta oscura sobre una tierra vacía; flotante y tensa como un alambre entre dos montañas. Una de esas carreteras de las que están atravesados los sueños.
Yo para ser feliz quiero un coche viejo, rojo, pequeño y rugiente. Un coche con sonidos de avión, o segadora, o lancha. Con ceniceros llenos, cinturones marrones y ventanillas abiertas. Un coche rebelde, obstinado, austero y noble. Uno de esos coches del metal del que están hechos los sueños.
Yo para ser feliz quiero una morena enjuta, de pelo revuelto y sonrisa fácil. Una de esas que se saben tus defectos y apuestan fuerte por tus vicios, de las que gritan de rabia y placer, de las que cierran los ojos en las rectas y los abren en las curvas. Una morena lista que pasa de esconderse tras un gran hombre, que bebe vino sin gaseosa y sólo se despeina en el coche o en la cama. Una morena de las que pueblan los sueños.
Yo para ser feliz quiero una playa blanca, de arena fina, agua clara y vale que sea fría. Una playa larga, vacía y salvaje. Una en la que imaginar vencida a la estatua de la libertad, el naufragio de un carguero o a Venus saliendo del mar. Una playa en la que sudar tumbado pensando en cerveza, estirar la mano y rozar un muslo, abrir un ojo y espiar un seno, respirar aire salado y el perfume de su piel. Una playa de las que son escenario de los sueños.

PROBANDO

Te imagino esperando, aún dormida, o en la playa poniéndote crema en la cara. O en tu habitación, sentada, paseando, probando bikinis y bragas. Ropas y adornos que pudieran, inútiles, distraer mi mirada y entretenerme al desnudarte. Con las manos después, pero antes con la mirada

CON RUIDO DE CACAHUETE

El sol se ha ido y nosotros, con retraso, lo seguimos hacia el oeste, buscando otro mar entretenido en pulverizar piedras para hacernos playas. El calor es el mismo, el ruido es el mismo y nosotros ya somos otros. Es el mundo que se achica, quizá porque lo consumimos a la velocidad de nuestro deseo. Porque es grande pero banal. Porque tiene densidad pero carece de sustancia, de la que nosotros vamos sobrados. Somos salsa y los caminos que devoramos quedan rezumantes de un olor que nos envuelve pero, saturados, ya no somos capaces de oler. Somos, tu y yo, la causa del universo, solipsistas agotándonos intentando ser. O tu me sueñas o yo te sueño o nos soñamos ambos y nuestros sueños chocan. A un lado cada uno de un freno de mano que nos obstinamos en obviar. Tras un cristal en el que se estrellan cientos de insectos con ruido de cacahuete o de pistacho. No es gratis avanzar en la noche, rápido, por un camino desconocido.

SIEMPRE QUEDA UN LITRO

Quietos somos seres pensantes pero inútiles. Moviéndonos, corriendo, somos semilla del diablo, rebeldía y posibilidad de algo. Siempre malo, pero siempre con la esperanza de que esta vez, sólo ésta, mágicamente, por ser nosotros, resulte algo bueno. Pasa el tiempo lento en reposo y corre mientras corremos. Ése es el castigo. La velocidad agota el combustible de la vida a un ritmo mayor que el ralentí del pasmo vegetal.

No hace falta mirar porque aunque no te vea sé que estás al lado. Al ritmo de un relámpago o al de una nube. Parando para regodearnos en la inutilidad de las ideas o corriendo a un precipicio. Thelma y Louise sabían algo y nosotros también. Nos lo explicó a todos Kowalsky. Es el viaje lo que importa y siempre queda un litro en el fondo del depósito para el último kilómetro. Para estrellarse o caer, pero rápido y lejos.