Inisherin es una isla inventada que, dicen, vendría a significar “la isla irlandesa”. En Inisherin, no obstante, no hay ni un solo árbol, sólo piedras y hierba y agua. Mirando al agua, del mar o de un lago, los protagonistas hacen sus reflexiones. Y del agua viene la muerte; al otro lado del estrecho que los separa de Irlanda se oyen explosiones y al lago se acercan desesperados los habitantes de la isla pensando en el suicidio o directamente a suicidarse. Por la isla circula la muerte vestida como la imagen de la Virgen que vigila el camino, sólo que una va de negro y habla anunciando desgracias y la otra, como mandan los cánones, sólo mira beatífica. Colm y Padraic son amigos y si el uno tiene de mascota un perro, un border collie, el perro más inteligente a decir de los que entienden, el otro convive con un burro. Un burro pequeño, suave, peludo, manso y doméstico. No nos consta que le gusten las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar y los higos morados, con su cristalina gotita de miel, pero podría ser perfectamente. Esto ya nos indica a las claras lo que pocos mencionan, que Colm es inteligente, incluso con ínfulas, y el otro, Padraic, es tonto. No tonto de dios, como el pobre Dominic, sino un simple, un tonto doméstico y bonachón, un tonto que uno soporta porque en el fondo no es definitivamente tonto y es buena persona. Un tonto así es un peso que uno se echa al hombro y con el que carga, si no hay una desagracia, para siempre. Padraic, el tonto, convive con su hermana, unas vacas y el burro. Ella lee, Padraic pastorea las vacas y bebe con Colm y el burro, manso y doméstico, pasea por la casa. Un día Colm decide que ya no es amigo de Padraic, para sorpresa de éste y de todos en la isla. La razón es que considera, ahora, que su amigo es aburrido, palabra que lleva por medio la raíz de burro, y que no va a perder más su tiempo con gente aburrida, que necesita componer una canción para trascender, como Mozart o Bach. De ordinario el demonio meridiano, el aburrimiento del Salmo XC, a sagita volante in nocte ab incursione demonio meridiano, se ha identificado con lo lascivo y con las tentaciones de la lujuria. Así que el aburrimiento como afección del alma que sufre Colm, a quien de pronto le urge su tiempo, es la que aqueja a Cyril Connolly en “El sepulcro sin sosiego”, la de la pérdida del tiempo con los congéneres aburridos, los que no aportan. “De hecho, a medida que envejecemos descubrimos que las vidas de casi todos los seres humanos carecen de valor, con la excepción de aquellas que contribuyen al enriquecimiento y la emancipación del espíritu. Por seductores que puedan parecernos en la juventud los dones animales, si en la madurez no nos han llevado a enmendar ni un solo carácter dentro del corrompido texto de la existencia, entonces habremos perdido el tiempo. No merece la pena conocer a nadie que haya superado los treinta y cinco años si no se trata de alguien capaz de enseñarnos algo más de lo que hayamos podido aprender por nuestra cuenta en un libro”. Comoquiera que Padraic, el alegre irlandés al límite de la tontería, tiene su vida asentada en las tres patas del burro, su hermana y Colm, no resiste la falta de una. Su mundo se tambalea. Dominic, mucho más tonto, intenta pegarse a Padraic como este se pegaba a Colm y es suavemente rechazado. Las intenciones de Dominic son rondar subrepticiamente a Siobhan, lo que nos hacen aventurar que quizá fueron también las de Colm en un pasado ya olvidado. La insistencia de Padraic en una explicación y en retomar la amistad llevan a la inexplicable decisión de Colm de cortarse un dedo por cada intento de acercamiento, cosa que lleva a cabo. La crueldad de los hombres, no así la femenina, lleva asociada inexorablemente la violencia, que ejerce contra sí mismo porque no hay razón para ejercerla contra Padraic. Siobhan, lectora empedernida y cuidadora de su hermano, marcha de la isla cruzando el mar hacia la tierra, de donde sólo llegan los sonidos de la guerra. Dominic, abusado por su padre, sin esperanzas de tener amores con Siobhan y perdida la fe en Padraic, se suicida. El burro se atraganta con un dedo cortado y se muere. En su desesperación Padraic hace el mal, lo cual le libera de su vinculación con Colm. Stefan Zweig dejó escrita una novelita “La piedad peligrosa” en la que un joven y brillante militar en su primer destino en una ciudad de provincias, por conmiseración y porque es bella y buena, entra en relación con una muchachita simplona e inválida que al poco tiempo le pesa como una losa al cuello. Todos alaban su bondad y caballerosidad por ocuparse de darle afecto, todos dan por hecha una relación que a ella la salva. Todos excepto el médico de ella, quien aparece como insensible y cruel, que le advierte del peligro de la piedad, de cómo enterrará su futuro en una relación en la cual por su parte no hay amor. Colm, piadoso en su día por razones que no se explican y que seguramente están olvidadas, intenta huir al final de sus días de la piedad peligrosa, entregándose a un intento urgente de trascender con la música. Colm quiere aportar al espíritu, ser recordado por una tonadilla al violín que se llamará “Banshees of Inisherin”. Las banshees son almas en pena que anuncian la muerte con chillidos, son la Santa Compaña de muertos en vida que si los ves te arrastran a su eterno vagar. Los tontos, el burro y Dominic, mueren. Los listos, Siobhan y Colm, escapan aunque con heridas. Padraic, en tierra de nadie, sigue en su mundo pequeño, pero triste y solo, abrazado a una vaca. Connolly, ese sabio desabrido como el médico de Zweig, se diagnostica después de huir de los aburridos, de los que no le enriquecen: “Tengo el corazón seco como un riñón. Tengo el corazón comido por las bestias. Tengo el corazón reducido a un músculo.” Nada es gratis.
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TÁR
Si miras en la Wikipedia, esa enciclopedia infantil, el conocimiento al alcance de todos, Tár significa lágrima en islandés, en noruego medieval y en lo que sea que hablan en las Islas Feroe. Quién sabe, porque también podría ser una herida o un roto. Tár queda así en una pregunta, que es, más o menos, lo que le queda a uno en el cuerpo al salir del cine. Ella misma, la propia Lydia Tár, en realidad Lucy, lo explica en una clase magistral: Bach es interesante porque hace preguntas y ofrece sólo opciones de respuesta. La protagonista con ese nombre es una directora de orquesta con todos logros que en este mundo actual se valoran, tantos que parece un general coreano con medallas hasta en la espalda. Es mujer en un mundo de hombres, más brillante que ellos, ofrece becas a mujeres, es lesbiana masculina pero, contra la imagen típica, viste impecable de sastre como Catherine Hepburn, como la misma actriz en El Aviador. Tár es fría y calculadora, algo que se le disculpa dadas las circunstancias, y se comporta como un hombre frío y calculador y antiguo. En esa clase magistral que se ha mencionado avergüenza a un muchacho, un hombre según los parámetros de hace veinte años, nervioso, tembloroso y recitador del dogma imperante, porque como gay racializado desprecia a Bach, pecado mortal en un músico clásico y merecedor por ello del oprobio y aún del ostracismo. El muchacho se centra en cosas abstrusas que no entiende, en dirigir música atonal de una directora islandesa, y no sabe a dónde pueden llevar. El muchacho, el hombre, que se marcha llorando, es el mundo que viene, ese en el que Tár se mueve y desprecia. Podría ser por convicción, como se apunta en ese incidente o por hipocresía, como resulta de la práctica totalidad de la película. Quienes giran a su alrededor son incompetentes como el director de su fundación, flojos de carácter e interesados como su asistente, flojos y débiles como una alumna amante que se suicida, fuerte e interesada como la chelista a la que arbitrariamente promociona, viejo y vanidoso como su maestro, viejo y servil como el director ayudante. Tár ve e intuye en la música cosas que otros no ven, es dueña del tiempo que maneja a su antojo con su mano derecha, y cree que con la música, con la batuta, también mueve el mundo y así otorga favores y los retira manejando el tempo y sobre todos los silencios al aire de su promiscuidad. En los instantes de silencio se obsesiona con sonidos que desconoce y no controla, zumbidos de electrodomésticos, tictacs de metrónomos, siseos en la noche. Como medida de su mediocridad se nos muestra cómo se empeña en componer e insiste en tres notas anodinas, aburridas, como de aviso de electrodoméstico o politono de teléfono, una de ellas corregida sobre la marcha por una de sus amantes. Quizá Tár no es una artista brillante sino una intérprete competente, quizá. Mientras, en el refugio que mantiene casi en secreto para alejarse del mundo de relaciones interesadas que ha construido se ve asaltada por las imágenes de la locura, la decadencia, la degradación y la muerte y, finalmente, por la humillación del anonimato y la calificación de sus tres notas como “ruido”. Todo esto pone en entredicho sus logros y su fama: ¿es realmente una gran directora o simplemente es mujer? La caída de Tár, más que por lo que ha hecho mal, por su posible mediocridad, se produce quizá por las mismas razones por las que ella ha ascendido, la debilidad de otros, de otras mujeres. Pero quién sabe, porque la película, perfecta en su forma, maravillosa en todas las interpretaciones incluso de los secundarios, con una luz azulada, berlinesa o neoyorquina, con escenarios perfectamente acordes a cada una de las escenas, deja más preguntas que respuestas. Sale uno de la sala pensando ¿Qué es lo que he visto? Quizá por eso vale la pena verla, quizá por eso cada uno verá cosas distintas.
EL CABLE DE LA MENEGILDA
Tenía que arreglar unas lámparas y necesitaba de ese cable moderno de plástico transparente e hilos color acero que usan los diseñadores más vanguardistas para que de primeras se advierta incluso por el más neófito que la simplicidad de su diseño no es elemental candidez sino meditada destilación. Con ese mandado salí decidido a la calle y en la segunda ferretería, bazar eléctrico se intitula, conseguí encontrarlo. A la dependienta, que por edad, maquillaje y uñas debidamente manicuradas cualquier observador atento supondría propietaria del establecimiento, le pedí dos metros. Se retiró a la trastienda y volvió con un paquetito en el que se advertía el cable perfectamente adujado. Pagué sin chistar cinco euros, precio desorbitado que achaqué a la guerra de Putin, la subida de los carburantes, la disrupción de las cadenas de suministro post-pandemia y el sursuncorda.
Cual no sería mi sorpresa cuando hace un rato me puse a ejecutar las reparaciones previstas y al sacar de la bolsita el cable este no mide ni metro y medio. Ciento treinta y cinco centímetros, exactamente, o unas cincuenta y tres pulgadas en medidas imperiales.
Llegado este punto las preguntas que cabe formularse son: ¿Qué lleva a una asentada empresaria del ramo de la quincallería eléctrica a sisar 65 centímetros de cable a un individuo de mediana edad? ¿Por qué sisar 1,625€ a un desconocido que posiblemente por ese estúpido detalle no vuelva jamás al bazar eléctrico que regenta? ¿Tendrá la empresaria de tanto sisar seis trajes de seda y satén?
Es una regla no escrita que en la venta al menor o detall cuando alguien pide 100 gramos le ponen 10 más o así y no los cobran; si pide dos metros le ponen diez centímetros de exceso cuando no quince. Por las mermas y así. Las merceras lo hacen siempre con las blondas, las cintas que llevan las niñas para el pelo o los viejos para balduques, los entredoses y las telas de forro. Las boticarias y las peluqueras no venden al metro pero dan muestras gratis de cosas sin importancia. Al cliente hay que hacerle ver que quien le está sacando los cuartos no es un rata. La atención en el peso o la medida le hace ver al consumidor o usuario que el precio excesivo no es desmedida ansia de reprobable lucro capitalista achacable al comerciante sino desgracia de la que son responsables los desconocidos intermediarios. Cuando un comerciante sisa poniendo el dedo en la báscula, echando menos tornillos de los que le pides o menos metros de los que pagas es que algo va muy mal. Fatal.
Dos cosas pueden estar ocurriendo que lo expliquen y quizá ambas a la vez. La primera sospecha recae sobre la degradación general de lo público y con ello de las relaciones privadas. La Teoría de la Ventana Rota de Zimbardo. Este señor dejó un coche en la calle en el Bronx y en una semana estaba completamente vandalizado, sin ruedas ni ventanas ni asientos. El mismo coche en las mismas circunstancias se aparcó en un barrio bueno de LA y en una semana seguía exactamente como lo había dejado. Luego él mismo le rompió una ventanilla y, vaya, en una semana estaba como el del Bronx. A la vista de señales de degradación consentidas, aunque sean sutiles, nos sentimos con permiso para soltar los frenos que nos ponemos para no comportarnos como los hijos de puta que en el fondo somos. Podría ser, digo, que el ejemplo que estamos recibiendo en TV y radio y así es que ser un hijo de puta no sólo no tiene castigo evidente, ni relevante sino incluso un cierto reconocimiento social.
La otra es que la sisa haya vuelto para quedarse. Y que detrás venga el estraperlo, el se cogen puntos a las medias, el tabaco de picadura, el robar la luz, el olor a col hervida en los cañones de las escaleras y los sastres que les daban la vuelta a los abrigos.
NO SEAS COÑAZO
Alvy Singer, el alter ego de Woody Allen en Annie Hall, divide a los hombres que vamos cumpliendo años en tres grupos, el calvo viril, el canoso distinguido y el baboso que entra en los bares con una bolsa de la compra y predica el socialismo. Entre A y B no es posible elegir, son los genes de tus padres los que te determinan. De la C sí se puede huir y caer en ese hoyo es siempre decisión personal, al igual que es responsabilidad de uno caer en una u otra de las muchas plantas del infierno. Ser un coñazo es imperdonable y estoy seguro de que en el más allá están muy mal vistos. Yo, el más allá, lo imagino como una enorme sala de espera con música ambiente amelódica y repetitiva, con revistas del corazón caducadas e inundado de luz parpadeante de fluorescentes. Una eterna espera por el juicio final, siempre aplazado por la falta de un testigo, una citación que no consta, una baja de un funcionario. Un compañero de infierno coñazo, en estas circunstancias, lo intuimos insoportable. No sea usted un socialista coñazo, con o sin bolsa de plástico, reciclada o reciclable, porque es el personaje que más merece el rechazo social aquí y más allá.
PIZZA DE REGALIZ
Licorice Pizza sin duda es la mejor película del año que acaba de empezar y es posible que de la década que está empezando. Paul Thomas-Anderson nos cuenta una historia preciosa sobre el sentido de la vida tomando como personaje a un adolescente, igual que antes lo hizo Sorrentino con La Grande Bellezza usando a un anciano. Alana Kane y Gary Valentine (Alana Haim y Cooper Hoffman, hijo de Phillip Seymour Hoffman) son los protagonistas de una historia que en apariencia no consiste más que en dos horas y pico de anécdotas un tanto disparatadas e inconexas en la ciudad de Los Ángeles en el ’73. El amor de un chaval de 14 por una moza de 25. Un amor adolescente, dicen las críticas, que alaban a los actores, la fotografía, el vestuario, la ambientación y demás detalles técnicos. Todo el elenco está muy bien y todo lo anterior es cierto, con el añadido de que los Kane, Alana, sus dos hermanas, su padre y su madre, lo son en la realidad y que los niños de la pandilla que acompaña a Gary son los hijos del director y además su esposa tiene un papel secundario.
Si hay que ver Licorice Pizza hay que hacerlo como el exacto reverso de Peter Pan. Barrie, en el inicio de la novela, escribe que un día, con dos años, jugando en el jardín la madre de Wendy le dijo: “–¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!” Desde ese día, dice el escocés, Wendy supo que tenía que crecer, que los dos años son el principio del fin. Wendy crece y se junta con Peter que se niega a hacerlo y viaja libre con unos niños perdidos y con Campanilla que es la suerte que lo salva, esa estrella que tienen los niños. En Licorice Pizza Anderson lo invierte todo y Peter/Gary es un chaval de 14, prematura estrella de cine, gordo, sudoroso cuando no grasiento, plagado de granos, de caderas y culo ancho y cuasi femenino, sonriente siempre, positivo y proactivo. Gary Valentine es el antihéroe sonriente de nuestra época triste plagada de ofendidos; un chaval de 14 que trabaja, cuida a su hermano pequeño, tiene empleada como su representante a su madre, se cuela en los bares de adultos en los que se reúne la industria, da propinas a los camareros y bebe cocacolas. Gary lo tiene todo para ser visto como el auténtico antihéroe, el adolescente repelente en un mundo poblado de Peter Panes querulantes, que en la película son todos y cada uno de los adultos que le van dado la réplica. Una anciana hace en escena de madre de niños de seis años y se comporta caprichosamente; el dueño de un restaurante oriental habla inglés con un absurdo acento japonés; un viejo actor en decadencia intentga ligar repitiendo diálogos de películas de serie B de los años 40; un director de cine igualmente obsoleto vestido de uniforme de colegio inglés, como un Angus Young californiano; un productor de cine sexualmente hiperactivo y completamente ridículo; un político gay que no se asume como tal y mantiene su relación en secreto. En definitiva, los adultos son sólo ejemplos de lo que es ser un inmaduro, adolescentes que deberían abandonar manierismos, hedonismos, imitaciones y asumir su edad y sus circunstancias.
Gary, gordo, ridículo, físicamente deforme en esa terrible fase que pasa el cuerpo en la dura transición de niño a adulto, no sólo asume con dignidad y sin lamentaciones el fin de su carrera como estrella infantil sino que se lanza al mundo de los negocios asumiendo todo lo moderno que viene: vende camas de agua primero y explota locales de máquinas de pinball. Mientras, arrastra tras de si a su hermano menor y los amigos de éste, cuidándolos e involucrándolos en toda esa actividad un poco frenética, en todos sus negocios. Al tiempo corteja de cerca y de lejos a Alana a la cual, además, da empleo. Ella se acerca y se aleja porque está en el límite de edad en el que ya podría ser considerada una adulta y por tanto enferma de inmadurez irrecuperable, condenada a ser ya para siempre un ser disfuncional, viviendo en un estadío infantil de hedonismo a corto plazo, falta de compromiso con los demás y en el fondo consigo misma.
La película, creo yo que al contrario de lo que todos dicen, no va de un amor adolescente sino de cómo Alana va descubriendo el amor adulto, cómo aprende a ser adulta. Alana hace el camino contrario al de Wendy, demasiado responsable para su edad, que aprendía a ser una niña. Gary por el contrario es capaz de amar y comprometerse sin perder la capacidad de emocionarse, de sorprenderse o de reír. Cyril Connolly dejó escrito en su ensayo El sepulcro sin sosiego que “El objeto del Amar es librarse del Amor. Y ello se consigue a través de una serie de amores infortunados o, sin un estertor, a través de un amor feliz.” Alana se perdía por el camino de los muchos amores desgraciados, que lo son siempre por falta de compromiso, mientras Gary sabe desde siempre, quizá desde los dos años, que hay que amar conscientemente, que hay que querer y ocuparse de los demás: de su hermano, de los amigos de su hermano, de su madre, de Alana.
Aunque toda la película es una delicia hay varias escenas que son puntos de inflexión, además de la inicial en la que Gary se ve en un espejo en un baño e inmediatamente se vuelve a ver en un espejo que sostiene Alana. En un maravilloso plano secuencia Gary se ve primero a sí mismo y de inmediato se ve en el otro, en los ojos una Alana que camina por el patio del instituto mientras a su paso se van encendiendo los aspersores. Si cómo nos vemos es importante lo es más el reflejo que nos devuelven los que nos aman. En su primera cita Alana le dice a Gary que él en unos años será rico y ella seguirá sin haber cambiado de trabajo, en una exposición inicial del poco control que siente que tiene sobre su vida. En otra escena Alana, seducida por Sean Penn, se cae de la moto en la que él se aleja en la noche, rugiendo con las luces encendidas, sin ser siquiera consciente de que ella se ha caído y se cruza con Gary que corre a auxiliarla. Más adelante, tras una noche absurda en la que arruinan la casa de Bárbara Streisand, Alana es acosada por un productor erotómano al que destrozan su Ferrari tras lo cual se quedan tirados sin gasolina. Alana, al amanecer, decide que su vida es un desastre y en un ejercicio de autodistracción muy de actualidad se involucra en la política para mejorar el mundo en lugar de intentar tomar las riendas de su vida. La escena de la epifanía es aquella en la que advierte la importancia del amor y del compromiso y de cuidar a quien amas al verse envuelta en la hipocresía de su jefe, el gay candidato a la alcaldía que hace infeliz a su novio negándolo en público.
Paul Thomas Anderson está en peligro de ser cancelado por el chiste racista del dueño del restaurante que habla con ridículo acento japonés, algo que ya está ocurriendo con Desayuno en Tiffany’s por idéntica razón. El personaje oriental de Mickey Rooney va a ser borrado de la cinta. Y con certeza será cancelado, y para siempre, si se advierte por la crítica que con Licorice Pizza ha puesto imágenes al libro de Jordan Peterson, esos doce mandamientos de la post-post-modernidad para los hombres jóvenes del siglo XXI. Que la vida es dura pero vale la pena y sólo cobra pleno sentido si asumimos las responsabilidades que nos tocan, buscamos a quien amar, nos comprometemos con esa persona y la cuidamos; que el sacrificio de amar compensa porque orienta y da sentido a la vida.
Que nadie les engañe, Licorice Pizza no es una película sobre un amor adolescente, es una película sobre el amor adulto, sobre el verdadero sentido de la vida.
EL TONTO AXIOMÁTICO
No debe ser confundido con el tonto infalible. El diagnóstico diferencial, importante en este caso, consiste en confrontarlos a ambos con la realidad. El tonto axiomático contiene en sí la semilla de la cual se puede derivar con sucesivos pasos lógicos toda la estupidez humana. Es por ello perfecto en su tontería. Pitagóricamente esférico. El tonto infalible por su parte es siempre y en todo momento completamente tonto pero sin reglas o criterios a priori. Puesto en el disparadero de elegir me quedo sin dudarlo un instante con el tonto infalible porque desde Gödel sabemos que todo sistema axiomático recursivo y autoconsistente lo suficientemente poderoso como para describir la realidad es por naturaleza incompleto. Por contra el tonto infalible, como predicamos del Papa, no se sujeta a límite lógico alguno sino que responde sólo a la intuición para acertar en todas sus decisiones y serlo siempre y en todo momento. Como aventurada explicación diremos que muy probablemente “intuición” es uno de los 72 nombres de Dios, de lo que se deduciría que su explicación es cosa que atañe más a la teología que a la biología.
Braga, la ciudad de los pequeños prodigios.
Los lusos son muy de poner sus ciudades a la ribera de un rio, cosa que siempre tuve yo por un poco de bárbaros. Por no mencionar los ejemplos de Oporto o Lisboa se señala aquí que Ponte de Lima está a la ribera del Limia al igual que Viana do Castelo y que Amarante, ese pueblo que es una postal, a la del Támega. Braga, entre medias de una y otra, pasa completamente de situarse en una ribera porque fue fundada por los civilizados romanos que nunca se cortaron un pelo. Si necesitaban agua corriente la llevaban desde donde estaba a donde les convenía, sin ajustarse a los cursos de la naturaleza, que es, como se dijo, cosa bárbara y poco civilizada. Los romanos, en esto y en alguna otra cosa más, eran un poco como los americanos. Si les conviene una enorme ciudad en el desierto, como podría ser Las Vegas, embalsan ríos, construyen acueductos de centenares de kilómetros y colocan fuentes gigantescas y llenan miles de piscinas y se quedan tan pichis. Hay quien piensa que la naturaleza lo sabe todo y siempre acierta y hay quien, como los romanos y los americanos, que tal apriorismo no siempre es cierto, que lo que a la naturaleza le conviene no siempre le conviene al hombre. Yo que soy mucho de pensar así también soy mucho de ir a Braga que está en un alto, el rio le cae lejos y es romana y portuguesa y agradablemente civilizada desde su fundación. Uno, por todas esas razones y porque ya ha estado muchas veces, no va a Braga a ver nada en concreto, que lo que hay ya lo conoce aunque no siempre lo recuerde. Uno va a Braga a perderse y recordar o a caminar sin rumbo y redescubrir plazas, plazuelas y plazoletas con recoletos rincones, cafés con terrazas y restaurantes con encanto. Braga tiene catedral y palacio episcopal y universidad y termas romanas. Tiene palacios barrocos con y sin azulejos y sobre todo tiene una enorme calma en medio del bullicio, ese detalle indefinible que es la quintaesencia de lo portugués. Al anochecer, buscando no encontrar nada más que esa atmósfera inefable si no es en portugués, entramos en el jardín de la Capela dos Coimbrasen donde hay una agradable terraza entre viejos árboles. Allí unas autoconceptuadas operárias da cultura sentadas en una gran mesa iban recitando por orden sus poesías feministas y reivindicativas en la variedad de sotaques del portugués: el portuense, el lisboeta, el brasileiro y el para mí inaccesible azoriano. “O poeta e un profeta do seu tempo”, dice alguien y corre entre las mesas del jardín un rumor suave, elegante, asintiendo. La noche es templada, agradable; suave como los murmullos de las mesas. Entre los árboles centenarios, iluminados con luces igualmente suaves, no corre el aire y las palabras resuenan. En este remanso parecería que lo que uno dice tiene importancia, que las palabras importan. Que palabras escogidas dichas con intención de belleza por gente civilizada cambian el mundo para mejor, aunque sea levemente y por tiempo escaso. Unos niños juegan al pilla-pilla entre las mesas en completo silencio, pasando completamente del ritual de sus mayores pero respetándolo. Esto sólo pasa en Portugal, donde los niños se comportan mejor que los adultos españoles. La brasileira recita e interpreta moviendo los brazos, alzando la voz, como una auténtica rapsoda poseída por las musas o quizá por la ginjinha que trasiegan todas ellas despacio pero sin pausa. Así se llenan los embalses, pienso yo, con un chorro constante y no con avalanchas, que son una ordinariez. Operárias da cultura suena a mecánicos del swing, a obreros del amor o a oficina de sabores. Algo a priori cursi pero que en este contexto, en este bosquecillo urbano y levemente mágico, cobra todo el sentido, quién sabe por qué. “As minhocas da minha cabeça me tornar Medusa.“ Todas las rapsodas leen sus textos del móvil o en el iPad y eso, en la oscuridad del jardín, les da a sus rostros una palidez levemente fantasmal y les dibuja en la cara unas sombras extrañas. Quiérese decir que la nariz les hace sombras en la frente, algo de lo que hemos perdido la memoria pero que con certeza les ocurrió durante siglos a quienes recitaban historias alrededor de la lumbre; como le sucedía al tal Homero, un suponer. Lee una rubia un poema escrito cando era grávida, dedicado a una madre por una hija que va a serlo. Al final de cada pieza, antes de sentarse, la poetisa de turno eleva la voz y grita “¡A poesía é livre!” y todos los parroquianos reunidos en este jardín de la Capela dos Coimbras contestamos la letanía con un “¡Livre é o Poeta!”. Esto le da al aquelarre un aire muy S. XIX, muy de contemporáneos de Pessoa, de sociedad de culturetas con levita y sombrero trasegando en un palacio en Sintra. Entre el quinto y sexto una poetisa transmuta temporalmente de sacerdotisa a sacristana y pasa un gorro entre las mesas solicitando un óbolo que con gusto ofrecemos a las Vestales de este nuestro Parnaso. Se puede pagar con el móvil pero estamos hechos a los monaguillos de toda la vida y le descargamos la calderilla. A la segunda copa de vinho verde branco dejamos de entender las palabras pero nos dejamos llevar y empezamos a comprender. También las poetisas van entrando en trance y a la segunda botella de ginjinha el asunto se torna para todos levemente dionisíaco, educadamente dionisíaco. ¡Nengum home como unha mulher ama! Esto, posiblemente, ya lo leí yo en algún sitio; esto, posiblemente, ya lo escribió una señorita de buena familia en algún momento del pasado; esto, posiblemente, lo dejó escrito una muchachita usando el seudónimo de Myosotis, la flor humilde del amor eterno y desesperado. “¡A poesía é livre!” A veces me preguntan por qué me gusta tanto Portugal y nunca sé qué decir porque nunca sé muy bien por dónde empezar.“¡Livre é o Poeta!”
EL TONTO INTRÉPIDO
El tonto adolescente deriva en no pocas ocasiones en un tonto intrépido, osado o atrevido. Va en moto sin casco, salta desde los trampolines más altos, conduce sin cinturón de seguridad y bebe más de la cuenta. Por su vocación al peligro y ceguera al riesgo suele morir joven, aunque sólo en contadas ocasiones deja un bonito cadáver. El tonto intrépido es mayormente un tonto masculino con pretensiones varoniles, elevado nivel de testosterona y que sitúa el concepto de vida en una estrecha franja adyacente a la muerte. Si en lugar de ejercer de aplicados científicos padeciéramos la enfermedad de los poetas diríamos que el tonto intrépido vive haciendo castillos de arena en las playas de la laguna Estigia. Muchos la cruzan con bozo de membrillo y sin haber echado un polvo, lo cual es triste porque se presume que todas sus tonterías traen causa en una exhibición con intenciones de apareamiento.
Haggis Scotus y el Gatipedro
El gatipedro (un gato blanco con un cuerno negro) se reproduce por partenogénesis desde la noche de los tiempos, lo mismo que los biosbardos, los gozofellos y los gamusinos. Los haggis escoceses también se reproducen por partenogénesis no porque quieran sino porque no pueden follar. Viven en las montañas y para correr por las laderas tienen las patas de un lado más cortas que las otras, lo cual les proporciona una evidente ventaja. El problema surge porque las hembras tienen las patas derechas (las patas extrema derechas) más cortas y corren por las laderas en en sentido de las agujas del reloj y los machos, por contra, tienen las patas izquierdas más cortas y corretean por las laderas en sentido antihorario. Los haggis (haggis scotus) lo intentan pero se caen desequilibrados por las laderas y del calentón, y de la caída, les duelen las pelotas unos días. Los gatipedros son un poco cabrones y no se caen. Los gatipedros andan a cuatro patas y usan la lengua como una quinta para tener toda la estabilidad. Van arrastrándola y usándola para apoyarse. También puede ser que les pese el cuerno negro y brillante que llevan en el medio de la frente y se apoyen en la lengua para descansar la cabeza, como los vagos hacemos poniendo la palma bajo la barbilla. El gatipedro se cuela de noche en las casas en las que hay niños pequeños y hace ruiditos sin llegar a despertarlos y por el cuerno lanza chorritos de agua. Con todo esto se les cuela en los sueños y los niños se hacen pis en cama. La única solución es poner sal en el suelo al lado de las ventanas y las puertas para que cuando se acerque arrastrando la lengua se la encuentre, le sepa mal y se largue. Así no vuelve nunca más, hasta la vejez. El gatipedro, en cuanto se entera, supongo yo que mirando los archivos de los urólogos, de que andas mal de la próstata vuelve a rondar todas las noches por los dormitorios. Como ya casi no hay niños el gatipedro, ese gato blanco con un cuerno negro, es más un visitador de geriátricos que de guarderías, quién lo iba a decir.
EL TONTO INERTE
El tonto inerte. Los sabios que produce la ciencia y que a su vez producen la ciencia llaman tonto inerte a aquel que ni de suyo ni de resultas de provocación ad-hoc reacciona con la materia de su entorno. Los sabios más sabios de entre todos los sabios lo comparan con la materia oscura, ese enorme porcentaje del cosmos, casi el 90%, que sabemos que está pero ni idea de para qué o dónde. Antes las metáforas venían por el lado de los gases nobles también llamados gases inertes, pero la ciencia avanza que es una barbaridad aunque los tontos permanezcan y es mejor dejarlos atrás y obviarlos, los gases, porque han descubierto que en realidad en ciertas ocasiones sí reaccionan. El tonto inerte, antes sinónimo de tonto gaseoso, hoy ya no, nace, crece, se reproduce si las circunstancias se presentan idóneas y muere sin molestar mucho. Los tontos inertes podrían ser esa mitad de tontos oculta al ojo que se encarga de mencionar Don Francisco de Quevedo: “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”. Cómo el poeta en el cada vez más lejano siglo de oro se las arregló para detectar esa mitad de tontos no aparentes queda el misterio. (Vid. infra tonto inactivo.)