CAPITULACIONES MATRIMONIALES

El oficial se llama Gregorio y es bajo, nervioso, moreno, gafoso y fumador empedernido. Es el que mejor protesta de esa notaría, llena de mujeres que piensan que protestan y en realidad se quejan. Lo hace con fundamento, aspavientos y cuelga el teléfono con fuerza y gesto de bróker. Para que luego digan que somos iguales. Mientras teclea en un wordperfect de msdos ampliaciones de capital, hipotecas de máximo y testamentos en los que siempre hay un hijo mejorado contesta preguntas sorpresa de gente aleatoria, variopinta fauna de notaría. Contesta y protesta sin dejar de teclear.

Gregorio está divorciado y tiene un hijo mangallón y langranote que lo llama al trabajo para darle quejas de la madre. Desde que hizo el duelo y cambió su estado en Facebook a single se juntó con los viejos amigos del barrio y ahora entrena un equipo de futbito y toca la gaita; vive la vida. Fuma mucho y para ello baja al portal y recorre la acera, nervioso, a izquierda y derecha, de la lencería al concesionario, como si sus chicos estuvieran jugando una final. Si le mando a una pareja a hacer capitulaciones matrimoniales, Gregorio les ofrece tocar en la boda, alaba el espectáculo y les reparte tarjetas. Son cuatro gaitas, bombo, tambor y caja y visten traje regional, que no les falta detalle. Precios módicos en dinero pero un elevado gasto en albariño, porque les encanta alternar con el paisanaje de esos eventos. Esa parte la calla, claro. Luego me comenta lo buena que estaba la madre de la novia y la calidad de los vinos.

La gaita es un instrumento al que la distancia le añade un encanto especial; de hecho, en mi humilde opinión, el sitio de un gaiteiro es en lontananza, porque está pensada para el campo, también el de batalla. Hay cosas que no se hacen en casa, como asar sardinas o tocar la gaita. No es que haya una regla, es sólo por sentido común, por eso Gregorio toca en las bodas. Gregorio, sin gaita, resiste la cercanía y cuando fruto de ese tráfago mental se equivoca en algo le digo: Joder, Gregorio tienes cosas de gaiteiro. Entonces se caga en mis muertos y suena el teléfono y bajamos a fumarnos un cigarrillo al portal. Nervioso, pasea la banda hasta que aparece el mangallón en un Mazda RX7 viejo que compró de segunda mano y le pasa, solícito, 20 euros para gasolina. Luego subimos en el ascensor y, aunque son tres pisos solamente, es un instante en el que se le pone cara de desconcierto porque no hay nada de lo que protestar. Entonces se acuerda que el Mazda lo compraron por internet, a un tipo de Toledo, y no les ha dado más que problemas. Un cabrón mentiroso.

Gregorio, no sé si lo he dicho, de todos los que allí hay es quien mejor protesta.

VEINTE MILLAS, NOCHE CLARA

Esta noche desperté a las 4 de la mañana, agitado. Me resultó imposible volver a dormirme, quién sabe por qué, a pesar del mucho sueño que tenía. En casos así recurro al ipad hasta que caigo rendido pero se me cerraban los ojos y no era ni capaz de leer. Un poco desesperado abrí la persiana para ver la luna o algo y entre que las nubes y que está menguando no había nada que ver. Luego tuve la idea de una app para el móvil. Una aplicación en la que poder elegir las cadencias de luz de cualquier faro del mundo y que a ese ritmo se ilumine la pantalla, lo justo para sentir en el techo de mi habitación de insomne un reflejo tenue, mientras suena a muy bajo volumen el ruido del mar. Una mejora para la versión 1.1 sería elegir distancia y tiempo. El faro a veinte millas, noche clara. Ayer habría puesto el teléfono en el alféizar y seleccionado el de la Isla de Ons, por conocido, y encendido un cigarrillo o dos. Ayer no me durmió ni el faro ni la app que lo podría sustituir, sino la ensoñación de la app que lo podría sustituir.

FAULKNER EN MISSISSIPPI

Me han mandado un burofax y cuando iba a contestar por el mismo medio me he dado cuenta de que la dirección del remite era la de un solar. No hay duda, he mirado en el GoogleMaps y a los portales anterior y posterior se les ve perfectamente el número. Alguien que ve películas de estafadores. El cartero viene sobre las 12 así que el Burofakis, que vino con él, debió llegar ahí, ahí, y de seguro que me pilló ya desayunado.
El cartero es un tipo pequeño, moreno zapato, de pelo escaso en la cabeza y espeso en la cara, se da un aire a López Vázquez, incluso en esa gracia desabrida de eterno enfadado. Entra siempre con una frase para molestar, pero con gracejo, y marcha carcajeándose. Quizá las prepara en el ascensor; quizá esas mismas se las dice a todos. En ocasiones se embala con sus explicaciones y se le traba la lengua, algo no muy evidente pero perceptible. Entonces le digo que comer caramelos ayuda mucho si te derrapa el bisté, que qué coño de funcionario tartamudo atendiendo al público. Lleva el antebrazo izquierdo cubierto de gomas con las que hace y deshace a toda prisa fajos de cartas de bancos y compañías telefónicas, exagerando mucho los chasquidos, como quien se regodea sorbiendo la sopa. Fuma constantemente una especie de puritos apestosos que insiste en ofrecerme porque, ha investigado, son los más baratos y de sabor aceptable; me deja las cartas de tráfico cuando mejor me viene y creo que somos algo colegas, porque me permite jugar con la PDA que les han puesto para que se sientan como los de DHL.
Dicen que las islas, por la cosa del mucho viento, están llenas de locos. A mi pueblo, que de tanto península le faltan sólo dos manzanas para ser isla, también lo azota constantemente el viento y está por eso poblado de muchos locos y aún más excéntricos. Recuerdo ahora a una anciana alta, enjuta, sucia de ropa y pelo, recogido en un moño que caminaba incansable hablando sola. Llevaba una bolsa de plástico llena de vaya usted a saber qué en cada mano y otra, sobre un rodete de tela, en equilibrio en la cabeza. Digo paseando porque no iba a ningún lado, aunque circulara como si, con esa rapidez y decisión de los peatones en Manhattan o Tokio. Sin soltar las bolsas, manteniendo el equilibrio, se colaba entre dos coches aparcados y sólo levemente acuclillada abría bien las piernas y meaba sin dejar de hablar a los coches que pasaban. No tenía la más mínima gracia pero de chiquillo uno es medio idiota y nos divertía cruzarnos con ella. Eran aquellos años en que el mundo era en blanco y negro, la leche era del día, los donuts no engordaban y pedíamos cinco duros para ir a una tolerada y nos colábamos en la de rombos. Cuando apareció muerta, tirada en una acera, los periódicos publicaron que en las bolsas la policía había encontrado fajos de billetes. Millones de pesetas. Digo esto porque lo de mear en la calle es una anécdota, algo que le puede pasar a cualquiera y lo que nos diferencia es solamente el cómo. Se nace de una forma, se vive de otra y se muere en consonancia. Qué le vamos a hacer. Así que soy muy partidario de que cada uno haga, más o menos, lo que le parezca que le viene bien, incluso el gamberro. Otra cosa es la opinión de los demás, que esa es igualmente soberana, y si no tienes ni puta gracia pues no tienes ni puta gracia y no esperes que se rían.
El cartero también le hace gracias a la estanquera, que no es estanquera, que es empleada. La estanquera va mayor, hay que ponerle rodillas nuevas y se desplaza, dolorosa y parsimoniosa, entre dos bastones a la peluquería a que le retinten de violeta ese pelo que se ponen las estanqueras de bien y las viejas en general. Vaporoso y azulado recuerda una nube de verano. La empleada lee la Biblia constantemente y la cierra, parsimoniosa y dolorosa, cada vez que entramos el cartero, yo o cualquiera otro intemperante a molestarla en busca del vicio. Pone la misma cara si vas a comprar sellos, así que cada vez, y son muchas, recuerdo a Faulkner en su estafeta de la Universidad de Mississippi. Ella no protesta pero se le pone cara de indignada, como a la loca de las bolsas y estos modernos regeneradores de la vida pública que ocupan plazas y parques a la del ocaso. Al cartero le ríe las gracias, a mi nunca y ya he desistido. Creo que siendo los estancos concesiones administrativas hay entre ellos un rollo misterioso de colegueo cuasifuncionarial. Que, de alguna manera, se reconocen del mismo gremio. Yo, claro, estoy fuerísima aunque le haga gasto de producto caro, no como el cartero que anda a las gangas y seguro deja poco beneficio. Estoy seguro de que vive sola y tiene un gato porque si toca abrir a las cinco a menos cinco se pone en la puerta, con la mano en la llave aguardando el instante exacto con un ojo en el reloj. Una vez me tuvo dos minutos esperando al otro lado del cristal, mirándome, mirándonos, los dos agarrando el pomo de la puerta sin un gesto, ella dentro y yo en la calle. A la hora en punto giró la llave, me dejo entrar y me dijo buenas tardes. Para mí fue, por decirlo de algún modo, un momento intenso. De esos que pasa el tiempo y recuerdas, aunque no dé mucho para anécdota. Yo a las damas del tea party las imagino así, un poco como empleadas de estanco.
En mi pueblo sopla mucho el viento y, como en Barcelona, hay quien mea en la calle, como ya dije, pero me malicio que lo de allá va a ser por el calor y la humedad.

EN MI REGAZO

Esa noche estábamos en la terraza de tablas de una casa que, sin verla, sabía vieja y de piedra, en una ladera empinada, con vistas a otra igualmente empinada. Creo que al fondo corría un río que imagino de agua rápidas y bravas. Se estaba yendo el sol y bailabas con una braga y sujetador negro y transparente que destacaba mucho sobre la piel blanca. Sentí desasosiego porque no oía la música que supuestamente tú si, y además me parecía que habías bebido demasiado y yo demasiado poco. Pensé que quizá no bailabas para mi. El único sonido era el de tus pasos y saltos sobre las tablas y algunas crujían como la cubierta de un barco viejo. El sol siguió bajando y la ladera del otro lado lo fue haciendo con él; así que no terminaba de ponerse. Al final toda aquella mole acabó de hundirse, y resultó que la terraza miraba a la ría de Pontevedra y los picos más altos eran Ons y Onza. Olía a mar pero no podía oírlo y te sentaste, sonriendo, en mi regazo. Quizá todo fue un sueño.

LLORAR POR OTROS MEDIOS

No te quejes. ¿Por qué te quejas? ¿No ves que te hace parecer un gilipollas? Quejarse tiene buena fama, más que lamentarse, siendo la misma miseria. Cierto que somos, como me gusta recordar, porque aclara cosas, muy neoténicos los humanos, mucho. Pero de ahí a infantilizarte aún hay algo más que un par de pasitos temblorosos de bebé o de borracho, los que separan la cuna de la barra del bar. Quejarse es como llorar en público, cosas que hacen los niños, porque les funcionan con papá y mamá, y que dejan de hacer cuando están con otros niños, porque, seamos sinceros, a los demás les importa una mierda. Los adultos, si lloran, lo hacen en su casa, en el coche, en el wáter de una discoteca o de un tanatorio. Y por razones de un cierto peso. Quejarse, y lo sabes, no es más que continuar llorando por otros medios y además no sirve de nada. Seguro que recuerdas que ni quejándote ni llorando volvió aquella novia, se arregló lo de Hacienda ni resucitó el gatito. Te lo habrá dicho alguna exnovia, algún buen amigo o algún camarero de madrugada. Hazles caso. Quejarse tiene su cierta fama, su cosa de striptís sentimental, su aquel de que me hagan caso aunque sea para mandarme callar, pero, seamos sinceros, es un coñazo. Al final dejan de hacerte caso porque la humanidad no es mamá y papá, aunque todos portemos un gen que nos hace sensibles a las sensiblerías. Quizá papá era un inseguro, y como todo macho inseguro buscó una pareja demasiado guapa, y mamá, como toda mujer hermosa que se sabe hermosa, se permitía flojear de entendimiento, no fuese a ser que papá se sintiera demasiado inseguro. Quizá. Pero hay que superar esas cosas de la infancia, dejar de quejarte y empezar a actuar como si ya tuvieses una edad. Crecer es dejar de actuar en la calle como si estuvieras en casa, con mamá, la abuela y la tía soltera.

No caigas en la protesta, no hagas como papá, que tapaba su inseguridad protestando airadamente, cubriéndola con esa agresividad impostada, esa ordinariez macarra que lo sostenía en la calle y le llegó para encontrar a mamá. Por favor, no protestes, porque aún es peor. Protestar deja al aire no sólo la flojera de la queja sino, además, la pobreza del aparato inventado para taparla. No te metas con los camareros, no abuses tampoco de esos tipos de mono azul que pululan por la periferia de ojo de la gente normal y que tú tienes siempre en foco. Es una tentación, pero no caigas en ella, resístete al subidón que te produce el abuso.

No te dejes llevar tampoco por el prestigio de la reclamación. No seas sabidillo ni leguleyo. Arregla tus problemas sin acudir a eso tan manido de pedir justicia. Sabes, sabemos todos, que cada vez que alguien pide justicia sólo se está quejando, que está pidiendo que le den lo que no le corresponde, lo que no es suyo.

Recuerda, cuando te advenga ese malestar infantil, que quejarse es de mariquitas, protestar de macarras y reclamar de sabidillos ventajistas.

ICONOCLASTAS & ICONÓDULOS

Ha vuelto el San Juanito de Miguel Angel. Toda iconoclastia es un desprecio. Pero no a las cosas, las ideas o las religiones, sino al mismo concepto de civilización. Detrás está, siempre, la barbarie. Y la barbarie, de siempre, se esconde detrás de una idea que por eso mismo adquiere un especial atractivo. Pero ya lo explicó mejor Dalrymple.

COLORES HOMEOPÁTICOS

La acuarela es pintura para un horrendo mundo borroso y difuso. Es pintura para dandis, diletantes y señoritas cloróticas de veraneo en la costa. Para ancianas en terrazas con vistas, sombrilla y limonada. Esa cosa imprecisa que pretende apelar en exceso a la imaginación acaba teniendo el sentido de una anotación en un diario. Uno de esos diarios de verdad, de los que escribe uno cosas inconexas para sí, para recordar, no los diarios que conocemos, falsos y para exhibir. Es una nota cursi en el margen de una lectura mal entendida. Es pintura para abstemios románticos en fase de contemplación que con los ojos entornados se dejan llevar. Por la vida misma o por el azar del agua buscando caminos en el papel. La acuarela es todo colores flojitos, suaves, de dormitorio de bebé o mandilón de embarazada. Una dilución de la vida en colores homeopáticos e imprecisos. Imagino a los acuarelistas bebiendo un aguachirle al que llaman café y frotándose suave en la ducha con ese resto de champú indefinidamente alargado con agua. La acuarela es una falta de energía que los niños, todos ellos receptores de una caja en un impreciso momento de la infancia, sistemáticamente la rechazan y se lanzan a unas ceras con las que hacer rayajos sólidos, contundentes, precisos, rebosantes de formas en papeles llenos de vida. Quizá aún soy un niño.

 

 

 

MEJOR QUE LA REALIDAD

Sé de un escocés que no usa nombres y llama a su esposa “wife”, a su hijo “son” y al perro “dog”. Eso, que podría parecer un síntoma de desapego, frialdad o desprecio, estimo que se trata de una actitud frente al mundo con profundas implicaciones filosóficas. El nombre y los dos apellidos son para el DNI, para identificar y que nos identifiquen los extraños. Ese tipo sólo tiene una mujer y llamarla por el nombre la alejaría, al reducirla al contenido de ese nombre, como hacemos con los extraños. Nombrar a los próximos sólo por la relación es, por el contrario, aceptar la complejidad de quienes son y no encerrarlos en una identidad concreta, sino aceptar lo que venga.

También puede ser que tenga algún trastorno o que, simplemente, sea un imbécil. O que lo sea yo. Pero una teoría bonita siempre es mejor que la realidad, sea cual sea.

SE PONEN ADJETIVOS

Cualquier varón con una inteligencia por encima de los 50 puntos de IQ sabe que hablar de mujeres no sustituye al hablar con las mujeres, al igual que  cualquier varón sano y con los apetitos apuntando a Cuenca sabe que el chocolate no sustituye al sexo. Hoy un espectro recorre Europa después de arrasar los EUA y es la corrección política, que hace que hablar de mujeres sea deporte de riesgo. Cualquier opinión es desafección, como en los tiempos del Reich, y cualquier cosa que digas será usada en tu contra. Eso, siendo malo, qué duda cabe que le da emoción a la vida.

Un servidor nunca ha sido de hablar con hombres sobre mujeres, porque para perder el tiempo ya tenemos a la familia, el municipio y el estado. Y para los tiempos muertos hacer como que trabajas confiando en que harán como que te pagan. Lo que los hombres sabemos de las mujeres es una función con límite tendiendo a cero y lo más que puede resultar de una tal conversación no será más que un compartir ignorancias y consolidar un estado de ánimo melancólico y desencantado. ¿Qué verdad puede salir de ahí?

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