FAULKNER EN MISSISSIPPI

Me han mandado un burofax y cuando iba a contestar por el mismo medio me he dado cuenta de que la dirección del remite era la de un solar. No hay duda, he mirado en el GoogleMaps y a los portales anterior y posterior se les ve perfectamente el número. Alguien que ve películas de estafadores. El cartero viene sobre las 12 así que el Burofakis, que vino con él, debió llegar ahí, ahí, y de seguro que me pilló ya desayunado.
El cartero es un tipo pequeño, moreno zapato, de pelo escaso en la cabeza y espeso en la cara, se da un aire a López Vázquez, incluso en esa gracia desabrida de eterno enfadado. Entra siempre con una frase para molestar, pero con gracejo, y marcha carcajeándose. Quizá las prepara en el ascensor; quizá esas mismas se las dice a todos. En ocasiones se embala con sus explicaciones y se le traba la lengua, algo no muy evidente pero perceptible. Entonces le digo que comer caramelos ayuda mucho si te derrapa el bisté, que qué coño de funcionario tartamudo atendiendo al público. Lleva el antebrazo izquierdo cubierto de gomas con las que hace y deshace a toda prisa fajos de cartas de bancos y compañías telefónicas, exagerando mucho los chasquidos, como quien se regodea sorbiendo la sopa. Fuma constantemente una especie de puritos apestosos que insiste en ofrecerme porque, ha investigado, son los más baratos y de sabor aceptable; me deja las cartas de tráfico cuando mejor me viene y creo que somos algo colegas, porque me permite jugar con la PDA que les han puesto para que se sientan como los de DHL.
Dicen que las islas, por la cosa del mucho viento, están llenas de locos. A mi pueblo, que de tanto península le faltan sólo dos manzanas para ser isla, también lo azota constantemente el viento y está por eso poblado de muchos locos y aún más excéntricos. Recuerdo ahora a una anciana alta, enjuta, sucia de ropa y pelo, recogido en un moño que caminaba incansable hablando sola. Llevaba una bolsa de plástico llena de vaya usted a saber qué en cada mano y otra, sobre un rodete de tela, en equilibrio en la cabeza. Digo paseando porque no iba a ningún lado, aunque circulara como si, con esa rapidez y decisión de los peatones en Manhattan o Tokio. Sin soltar las bolsas, manteniendo el equilibrio, se colaba entre dos coches aparcados y sólo levemente acuclillada abría bien las piernas y meaba sin dejar de hablar a los coches que pasaban. No tenía la más mínima gracia pero de chiquillo uno es medio idiota y nos divertía cruzarnos con ella. Eran aquellos años en que el mundo era en blanco y negro, la leche era del día, los donuts no engordaban y pedíamos cinco duros para ir a una tolerada y nos colábamos en la de rombos. Cuando apareció muerta, tirada en una acera, los periódicos publicaron que en las bolsas la policía había encontrado fajos de billetes. Millones de pesetas. Digo esto porque lo de mear en la calle es una anécdota, algo que le puede pasar a cualquiera y lo que nos diferencia es solamente el cómo. Se nace de una forma, se vive de otra y se muere en consonancia. Qué le vamos a hacer. Así que soy muy partidario de que cada uno haga, más o menos, lo que le parezca que le viene bien, incluso el gamberro. Otra cosa es la opinión de los demás, que esa es igualmente soberana, y si no tienes ni puta gracia pues no tienes ni puta gracia y no esperes que se rían.
El cartero también le hace gracias a la estanquera, que no es estanquera, que es empleada. La estanquera va mayor, hay que ponerle rodillas nuevas y se desplaza, dolorosa y parsimoniosa, entre dos bastones a la peluquería a que le retinten de violeta ese pelo que se ponen las estanqueras de bien y las viejas en general. Vaporoso y azulado recuerda una nube de verano. La empleada lee la Biblia constantemente y la cierra, parsimoniosa y dolorosa, cada vez que entramos el cartero, yo o cualquiera otro intemperante a molestarla en busca del vicio. Pone la misma cara si vas a comprar sellos, así que cada vez, y son muchas, recuerdo a Faulkner en su estafeta de la Universidad de Mississippi. Ella no protesta pero se le pone cara de indignada, como a la loca de las bolsas y estos modernos regeneradores de la vida pública que ocupan plazas y parques a la del ocaso. Al cartero le ríe las gracias, a mi nunca y ya he desistido. Creo que siendo los estancos concesiones administrativas hay entre ellos un rollo misterioso de colegueo cuasifuncionarial. Que, de alguna manera, se reconocen del mismo gremio. Yo, claro, estoy fuerísima aunque le haga gasto de producto caro, no como el cartero que anda a las gangas y seguro deja poco beneficio. Estoy seguro de que vive sola y tiene un gato porque si toca abrir a las cinco a menos cinco se pone en la puerta, con la mano en la llave aguardando el instante exacto con un ojo en el reloj. Una vez me tuvo dos minutos esperando al otro lado del cristal, mirándome, mirándonos, los dos agarrando el pomo de la puerta sin un gesto, ella dentro y yo en la calle. A la hora en punto giró la llave, me dejo entrar y me dijo buenas tardes. Para mí fue, por decirlo de algún modo, un momento intenso. De esos que pasa el tiempo y recuerdas, aunque no dé mucho para anécdota. Yo a las damas del tea party las imagino así, un poco como empleadas de estanco.
En mi pueblo sopla mucho el viento y, como en Barcelona, hay quien mea en la calle, como ya dije, pero me malicio que lo de allá va a ser por el calor y la humedad.

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