PAMPLONA Y EL TERREMOTO

Pamplona tiene parte nueva y parte vieja como la mayoría de las ciudades porque las ciudades son pueblos que han crecido, pueblos viejos con parte nueva. Eso aquí, que en los USA, por ejemplo, las ciudades son todas nuevas del trinque, aunque a veces esté todo viejo y ajado. Pamplona la nueva, la parte de Pamplona que la sacó de pueblo, es ordenada, amplia, ventilada, limpia y con zonas verdes. Un poco inhabitable la verdad, como las cosas que pergeñaba Le Corbusier, como Brasilia. Esos ejemplos de planificación siempre me han producido una instintiva repugnancia y, creo yo, a los pamplonetas un poco también. Nadie por la calle a las cinco de la tarde de un día laborable salvo runners y repartidores porque las calles, esas calles nuevas, no son para estar, son sólo para ir del punto A al punto B y mejor si es en coche. Y esa única utilidad tan utilitaria de la calle ocurre más cuanto más las mentes pensantes de las calles nuevas las planean para que se disfruten más que las viejas. No se debe reinventar lo que ya lleva tiempo inventado y funciona fetén, no se debe reinventar la calle o la empanada o el libro porque la cagas fijo. Pamplona la vieja, el pueblo crecido en ciudad, es más para la gente, más de cosas inventadas hace tiempo y que funcionan, aunque desprecia un poco al Arga sobre el cual se encarama, allá subida a un risco. Al río dan las traseras de las casas, feas y deslucidas, oscuras, y el río responde con recíproco desdén: aguas estancadas de un verde feo, verde OTAN diría yo, zarzas en las riberas y un revuelto de piedras y plásticos que forman isletas tristes. El GPS, hábilmente interrogado, me guía con su voz de locutora de continuidad a un aparcamiento perfectamente situado para visitar el casco antiguo pero, por mi torpeza, acabo metiendo el coche en los toriles, o corrales, de donde salen los morlacos para los encierros de San Fermín. Me advierte del error una pareja de pamplonetas muy delgados con dos niñas, una de las cuales empujan dormida en su carrito. La verdad es que, si estás atento, lo del corral es evidente por las maderas que lo cierran, tal cual el coso de un rodeo texano. Queda finalmente en un descampado al otro lado del río y subo el desnivel en un funicular camuflado de ascensor que me deja, como un señor, al nivel de la ciudad. Allí desconecto, dejo de intentar saber dónde estoy, y empiezo a flanear, que es lo que me gusta y lo que busco. Deliberada y conscientemente desorientado camino siguiendo impulsos mínimos y efímeros. Aquí a la derecha porque el color de aquella marquesina es precioso, allá a la izquierda porque suena al fondo de la calle un molinillo de café o una melodía que no reconozco o el chiflo de un afilador. Los pamplonetas también parecen moverse por sus calles errabundos, con un similar confuso vagar que me extraña porque cómo una ciudad llena de flanéurs. Quizá son esas calles estrechas, un poco oscuras, esas calles viejas que lo mismo sirven para ir que para estar. En general, y en las grandes ciudades más, los peatones saben a dónde van y se alinean en sus ámbitos de circulación de modo natural en dos corrientes, la que va y la que vuelve. En una calle peatonal concurrida cualquiera que se detenga a observar verá que los que van lo hacen orillándose a su derecha y los que vuelven, a su vez, a la suya, de tal modo que la cosa se ordena naturalmente y el mundo, la sociedad, tienen sentido. Los pamplonetas caminan colisionando pero sin un rumbo, piensa uno que por el placer de hacerlo. Si el gallego estático que no se sabe si sube o baja es un ejemplo del experimento de Schrodinger el pamploneta es el ejemplo del movimiento browniano. Cruzan de lado a lado, se paran, circulan y retroceden. Poseen, poéticamente, las calles y las hacen suyas pisando cada baldosa como pisa el caballo las del tablero; con un sentido que no es evidente para el extraño. Las calles por las que me pierdo tienen el encanto de un pueblo grande y cuidado, de un pueblo peatonal y tranquilo, de casas de vecinos con mercerías en los bajos, y colmados y zapaterías y estancos. De vecinos que se conocen y charlan en la puerta de la panadería. En los balcones, esa tarde de temperatura agradable, hay mucha gente asomada, mirando el tráfico peatonal, como esperando que pase algo, quizá que vengan los toros del encierro y con su bravura orienten a sus vecinos que caminan sin sentido. Entre dos locales de tatuajes una peluquería en la que advierto que las tres clientas llevan el pelo cortísimo y con el canoso natural de su edad y a qué van, pienso mientras sigo perdiéndome. Ese pelo tan corto, algo más que a la garçon, algo menos que a la colaboracionista en posguerra, no parece muy necesitado de grandes atenciones pero, pienso, qué sabré yo. En la plaza del Castillo están montadas unas casetas de libreros por las que hay que pasar, y pasamos todos, en fila ordenada lavándonos las manos con el hidrogel antes y después, encerrados en unos imaginarios pasillos aeroportuarios de cinta plástica roja y blanca. Parejas de novios, parejas con niños, parejas de ancianos circulando entre casetas blancas en filas ordenadas, parece un triste reparto de alimentos en un campo de refugiados. En un campo de refugiados mansos vestidos de tarde de domingo. Los libros, al menos en mi caso, relajan y quitan hierro a la situación un poco absurda; es hasta agradable hacer la cola y, alineado con otros, bajar un poco la cabeza al mostrador saludando a la letra impresa, como ganado abrevando cultura. La plaza es grande y en tres de sus cuatro lados está ocupada de bares y cafeterías con enormes terrazas. Desde la distancia llega un rumor de conversaciones que llena la plaza de esa animación, quizá perdida para siempre, del foyer en un estreno. Que ese murmullo tan agradable se escuche en el centro de la plaza supone que las conversaciones de las terrazas son a gritos, pienso, y un poco sí; los pamplonetas son españoles y el noventa por ciento del énfasis se nos va en volumen. Hay alguna caseta de libro viejo que en realidad para un viejo flaneur son las únicas interesantes. Las de novedades parecen todas ya un poco obsoletas, tiendas de bisutería y complementos pasados de moda. Las librerías de viejo se dividen, pienso mientras paseo curioseando embozado y guardando distancias, entre aquellas que tienen un ejemplar de Bella del Señor y las que no. Por algún motivo hay libreros de viejo que se empeñan en tener un ejemplar del libro de Cohen siempre a la vista del público, como reclamo de algo. En esas, manías mías, no me paro, como tampoco lo hago en las que tienen El lobo estepario. Quizá tenga yo algo de manía a los suizos, pienso tomando un café bastante malo en una de esas concurridas terrazas, quién sabe. Creo que soy el único que no grito pero porque estoy solo. En esta tarde tan agradable gritaría como los demás si estuviese en buena compañía. Ya en el hotel un terremoto de 4,6 en la famosa escala de Richter sacude la ciudad ya dormida y a mí en la cama, hojeando mis compras: El sentimentalismo tóxico de Dalrymple. Quizá el terremoto, pienso, es a la ciudad lo que el grito en las buenas conversaciones, un modo de enfatizar el sentido de todo este día.

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