Hay cosas que no se deben hacer en caliente, como legislar o pretender opinar con fundamento. Otras no, y obvio el trámite de poner ejemplos, porque pretender meterse en ellas en frío o con ánimo flácido es indicio de escaso interés, presagio de fracaso y garantía de insatisfacción. Las soplapolleces, por el contrario, se pueden hacer en todo tiempo y decir incluso en sueños, que siendo consustanciales manifestaciones del alma humana no hay razón para guardar mesura o sujetarse a convenciones horarias. Rebosamos de ellas y soltar lastre es lo apropiado cuando el ansia aprieta. Lo mismo le ocurre al orinar, que te viene el apretón y te alivias donde y como puedes.
Es sabido que el humano es un animal que, a base de relatos inventados, elucubraciones y malentendidos, ha conseguido tergiversar el recto entendimiento de sencillas funciones tales como comer, copular o agredirse. Así hemos inventado la épica, que hace del bruto un héroe, y la erótica, que convierte a las putas en sacerdotisas del amor. De elevar a categoría universal a la meada, el más humilde de los alivios, tantos años olvidada, estamos en camino. Desconozco, eso sí, hacia dónde caeremos, hacia dónde el chorro apunta, así como las razones de este imperdonable abandono de la lírica.
La meada tiene sus normas, aunque tal cosa parezca mentira, si bien los científicos sólo han conseguido desvelar parte de sus secretos. Existe la “Law of Urination” y su primer artículo, por ahora el único, es que la meada de todos los mamíferos tiene igual duración. De aquí sólo puede deducirse que es parte del yo más primitivo, esas entretelas que compartimos no sólo con homínidos y primates sino con todos los mamíferos. Aquí, señores, hay una constante. Esta es una pesada carga porque da sentido a la meada agresiva, tan frecuente entre las bestias; a la meada animal del lobo o el perro, que marcan territorio y advierten al adversario. Esta raíz primitiva explica, eso sí, esas meadas humanas cargadas de revancha.
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