DOBLE BACKFLIP

Los cisnes negros existen, como los angelitos de Machín, aunque raramente advienen y si no estas atento, pasan y te los pierdes. Hace unos tres años vino uno a visitarme. Aunque no sabría decir si fue un ser mirífico o una anomalía genética. Pasan rápido, casi sin ruido y sólo entrevés un aleteo y quizás el brillo de unas plumas.
Yo soy de esos que se va a lavar los dientes y piensa: ya que hay que abrir el grifo pues me ducho. Y/O a la viceversa. Tengo este defecto de carácter al que no sabría ponerle nombre y que cada vez es más frecuente; si me eligieran concejal sería como todos los de ahora, acabaría proponiendo una ambiciosa reforma constitucional. Pues bien, en la ducha, nada más acabar de lavarme los dientes, lancé el cepillo al lavabo con un gesto casual e impremeditado pero, permítaseme decirlo, fluido y elegante. El cepillo voló raudo en perfecta parábola, aterrizó en la cara descendente de la nívea loza cóncava y se deslizó veloz hasta el valle de esa onda para de inmediato ascender la opuesta y salir disparado, trepidante proyectil de plástico blanquiazul, hacia lo alto. Luego de una cabriola en el aire más propia de una de esas gimnastas rumanas anoréxicas, yo diría que un doble backflip, aterrizó perfecto en el vaso junto al tubo de pasta con un sonido tintineante, de alegre cascabel. Recuerdo perfectamente mi cara de pasmo porque vi mi cara de pasmo reflejada en el espejo, algo que no suele ocurrir. Normalmente uno puede intuir su cara de pasmo pero no tiene la suerte de constatarla; si acaso que alguien te la cuente, pero nunca es lo mismo la vivencia que el relato.
Lo del cepillo, créanme, fue un cisne negro. Lo sé porque desde entonces intenté repetirlo todas y cada una de las veces que entré en esa ducha. Tres años de duchas son muchas duchas, varios cepillos, cientos de lanzamientos y todos ellos coronados con el fracaso. Uno intenta, siempre inútilmente, repetir aquella sonrisa que enamoró a una novia, aquel gesto con el que eligió el billete de lotería que arregló las vacaciones o la mirada que ahuyentó a aquel atracador. Son supersiticiones absurdas, ya lo sabemos y también sabemos que estamos hechos así y qué le vamos a hacer. Para cada efecto buscamos una causa. Yo me esforcé tres años en conseguir el gesto casual e impremeditado pero, permítaseme decirlo, fluido y elegante de aquel lejano día obteniendo, una y otra vez, sólo burdos remedos, falsificaciones sin la gracia del original. Finalmente, un día que no recuerdo, perdí la ilusión.
Hoy, en la misma ducha, se me acabó el champú y, con un gesto casual e impremeditado, lancé el bote de plástico al lavabo. Hoy por haber perdido la fe me perdí una nueva visita del ángel negro, o del cisne negro o de lo que sea. Me perdí mi cara de pasmo. Me perdí, con certeza, una cabriola audaz. El caso es que el bote, trepidante proyectil de plástico blanquiazul, acabó en la papelera con un sonido de campana alegre. Hay que estar atento porque esos pequeños milagros pasan cuando menos te lo esperas.

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