ESA VERTIGINOSA TENTACIÓN

Vivo con el temor de ser un héroe. Últimamente esa idea no me deja dormir y me asaltan imágenes en las que salvo gatos, ancianos y miembros y miembras de minorías desfavorecidas. La cosa empezó hará ya un año largo, esperando en un semáforo. Esas pequeñas paradas que tiene la vida, si no te abstraes sacándote mocos, son extremadamente fecundas en experiencias y encuentros. Ese día, a dos o tres pasos, en aquella acera atestada, un tipo se desplomó de pronto. Fue una caída inesperada y rotunda. Tan cinematográfica que instintivamente agaché la cabeza y miré a mi alrededor, buscando una cámara oculta o un francotirador. Son esos actos reflejos de quienes hemos hecho seis meses de mili en oficinas, rellenando papeles y soñando con escaparnos al cine. No había cámara oculta ni francotirador, al tipo sólo le había dado un colapso.
La gente y yo somos curiosos y locuaces, pero prudentes y habrá quien diga que incluso pasivos, así que nos arremolinamos horrorizándonos de su desgracia. De unos cincuenta años, trajeado, grueso, calvo con tonsura y el mapa de La Rioja en la cara. Todos los presentes, muestra al azar de la población española, concordamos al unísono que o estaba borracho o aquello era un infarto. Aguijen dijo de hacer algo y todos dimos un pequeño paso atrás, menos la anciana que gritaba algo sobre un cuñado alcohólico. Quizá sea sorda, pensé. Alguien sacó el teléfono y todos imitamos el gesto; ser el primero en subir la foto a Twitter, por supuesto que solidarizándote con la desgracia, puede dar seguidores. Y una buena imagen es un complemento perfecto si cuentas una anécdota en reuniones sociales.
En el bolsillo de la chaqueta, buscando el móvil, mi mano reconoció automáticamente y con sorpresa un boli bic. Es un misterio, qué hacía allí un boli bic. Yo no uso bolis bic. Yo no uso, en general, cosas para escribir en papeles. No soy nativo digital, pero sí un adoptao muy integrado; tomo notas en el teléfono. Que ése humilde utensilio apareciera en mi bolsillo sigue siendo aún hoy algo inexplicable. Lo cierto es que su forma y textura me paralizaron de inmediato. Un sofoco helado recorrió mi cuerpo, si eso existe. Me asaltó la necesidad y, lo que es peor, la seguridad en mi mismo necesarias para gritar: ¡Apártense! Y le siguió el impulso de empujar a la parroquia de fotógrafos amateur, abrir un círculo alrededor de aquel pobre infeliz y tomar el control de la situación.
Apreté fuerte en mi puño el maldito boli bic mientras me visualizaba arrodillado junto a mi obeso y doliente congénere, salvándole la vida con una traqueotomía de acera y bordillo. Imaginaba vívidamente la sorpresa y el horror en las caras del público asistente al pequeño drama, viéndome contar con dos dedos tres anillas de tráquea y hundir con la seguridad de un cirujano de guerra la caña del boli con un golpe seco, decidido, varonil. Y salvarle la vida.
Froté con los dedos el humilde tubito de plástico transparente sin sacarlo del bolsillo mientras me imaginaba dando las instrucciones finales. Llamen a una ambulancia, calienten agua y traigan sabanas limpias, deme una chaqueta para cubrirlo, traiga un vaso de agua, ponga aquí la mano y apriete fuerte.
Difícilmente pude resistir la tentación temeraria de actuar, un tipo como yo, a quién la indecisión le queda pequeña y la procrastinación es un concepto que le aprieta. Yo, un tipo lúcido y descreído, observador y mirón, a punto estuve de ser proactivo, práctico, decidido, eficaz y líder. Los escasos segundos que pasaron desde que mi mano tocó el maldito boli bic hasta que el tipo se levantó fueron un tormento, un torbellino de emociones. Finalmente la vieja sorda le dio varias patadas al borracho de su cuñado y éste, con un enorme esfuerzo físico y de voluntad, se puso en pié renqueando. Esa vieja salvó mi vida y probablemente la de su cuñado. Un instante más y yo habría caído y él conmigo.
Ahora sé que no soy fuerte en mi cobardía. Que si no me contengo puedo caer en lo heróico, esa vertiginosa tentación a la que sucumben los ingenuos optimistas.

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