Los humanos, al conocer a alguien, damos vueltas y vueltas, tentándonos, amagando, midiendo, antes de hablar de verdad, de entrar al tema. Giramos como giran los perros en los parques oliéndose el culo. Como giran y se tientan los boxeadores en el primer asalto. Lo cierto es que ahora sé que el otro es un animal y que yo también. Y que empezar por ahí es empezar sobre bases sólidas, como todas las políticamente incorrectas. Así yo, que soy decidida e intensamente incorrecto, lo primero que pienso es de qué color lleva las bragas, aunque consciente de que podría molestar me guardo la pregunta y me limito a buscar pistas. Ahí brilla una vez más mi esmerada educación, oscureciendo, como siempre, el horizonte. De ser yo otro, es decir, de ser yo quien soy, quién sabe qué maravillosos detalles me serían revelados o qué ánimos se podrían ver deliciosamente alterados con esa simple pregunta acompañada de una sincera sonrisa. Y ello aún a riesgo de soportar una elevada proporción de airadas protestas, que valdrían la pena por los interesantes encuentros que, con esa desfachatez de lujurioso inocente, a buen seguro habrían de producirse. Mientras tanto faldas ajustadas, camisas transparentes y escotes generosos facilitan los primeros indicios de qué se está cociendo allá abajo. Revelan formas y colores y en ocasiones texturas. Quizá sea la vieja mirada del cazador, entrenada en distinguir sombras y movimientos, reciclada a una moderna caza de la braga. Quizá no y sólo es la expresión no expresada de mis tensiones subconscientes. Hay cosas que no se saben y quizá no se puedan saber. O no se deba.
Pues bien, en este bailecillo inicial en el que cruzando las miradas nos vemos las carencias, valoramos la experiencia y apostamos -negro, rojo, pasa, falta- sobre el color de las bragas, se juega siempre el futuro de una relación. Humana o animal. Los primeros instantes, la primera impresión, la primera intuición sobre unas bragas que es sólo una hipótesis a contrastar, contiene el germen de todo lo que vendrá o no vendrá. Por eso, aquí sentado, mirando a la nada de un anodino día de trabajo, pienso en qué pensaré en el instante en que te vea. Qué color, bendita sinestesia, se asociará a ese primer instante.