EL HIATO – Ocho

Mantengo la autoimpuesta costumbre de salir a dar vueltas intentando ejercitarme un poco por el perímetro del que ahora es todo nuestro mundo. Hoy el día es frío y desapacible, ventoso; no llama al ejercicio y aún así consumí parte de la mañana girando a paso vivo. A lo lejos ladran unos perros y pienso que, en realidad, como hacen ellos, vigilo el perímetro en el que nos encerramos atento a las amenazas que en nuestro caso son invisibles. Los perros ladran pero yo ni eso, quizá porque no hay a quién ni a qué, quizá porque en el fondo un miedo que no me reconozco paraliza. Se me metió una china en un zapato, una de esas que molesta sin llegar a causar dolor, de las que con el movimiento aparece y desaparece. Una de esas que se mueve y durante los treinta o cuarenta pasos siguientes causa molestia pero de pronto falta y su ausencia te deja sin el feedback del apoyo del pie derecho. Luego, un poco más allá, antes de que de verdad la empieces a echar de menos, reaparece en otro punto de la planta, o entre dos dedos, para recordarte que sigue ahí, que no se va a ir. Pienso en que mi abuela, en las circunstancias de dolor, pena o molestias inútiles, ante el sufrimiento sin sentido, secreta y silenciosamente se lo ofrecía a Dios. No sé muy bien qué podría querer decir eso, ofrecerle un sufrimiento a Dios, dudo incluso de que tenga algún sentido y de entrada sólo me trae a le memoria el chiste. Los vecinos de una parroquia se ofrecieron a ir de romería al Corpiño si salían con bien de una epidemia, quizá el justaflú del 18. Irían andando y, como añadido dolor innecesario ofrecido a Dios o a la Virgen llevarían un garbanzo en la zueca. Salidos con bien del andacio el día de la partida se juntaron todos a la puerta de la iglesia y comenzaron el camino, rezando. Desde el inicio todos advirtieron que la familia de los Guillín iban como muy sueltos, animados y con paso vivo, y al cabo de unas horas alguien les preguntó si estaban cumpliendo con la promesa, si llevaban los garbanzos en sus zuecas. Los Gullín contestaron que sí, que por supuesto, pero cocidos; el ofrecimiento a Dios no especificaba que tenían que ser crudos. Camino y pienso que, encerrados, sin nada a qué ladrar, sin un mal sufrimiento que soportar, no tenemos ni idea de la magnitud de la tragedia. Todos los días intento dar ocho mil pasos, los que recomienda la OMS, y me aburro antes. A muerto por paso me aburro antes, pienso. A muerto por paso es una hora caminando y yo me aburro antes. A mi me faltan las imágenes de todo ese dolor que nos ocultan y que, dicen algunos, no sirven para nada. A mi me faltan las imágenes que me quiten el miedo que paraliza y se va dejando heridas sin cara que no se ven; me faltan imágenes e historias que me traigan el dolor de todas las vidas, el de toda esa gente que se ha muerto, que se le han muerto. Porque sin caras e historias ese dolor enorme que todos estamos sintiendo y callamos no tiene sentido alguno. Nos quitan los garbanzos y nos dan humus y nada tiene sentido. Cuando me entran ganas de llorar dejo de contar pasos y me meto en casa. Ellas hablan y hacen ruido y me distraigo; y con ellas delante es más fácil hacerse el fuerte. Arriba los corazones, también hoy.

2 thoughts on “EL HIATO – Ocho

  1. Mi abuela Marichu hizo la promesa a la Virgen del Pilar de ir andando hasta Zaragoza si volvía el Rey. Cuando llegó Don Juan Carlos al trono, dijo que bueno, que ese no valía, que el que tenía que haber vuelto era Don Alfonso XIII.
    Y no consideró que tuviera que cumplir ninguna promesa.
    Claro que ella era «de confianza». En cambio yo, si se me escapa ofrecerle algo a San Antonio, como soy de los malos, no me queda otra que pagar a tocateja. Grrrr.

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