Braga, la ciudad de los pequeños prodigios.

Los lusos son muy de poner sus ciudades a la ribera de un rio, cosa que siempre tuve yo por un poco de bárbaros. Por no mencionar los ejemplos de Oporto o Lisboa se señala aquí que Ponte de Lima está a la ribera del Limia al igual que Viana do Castelo y que Amarante, ese pueblo que es una postal, a la del Támega. Braga, entre medias de una y otra, pasa completamente de situarse en una ribera porque fue fundada por los civilizados romanos que nunca se cortaron un pelo. Si necesitaban agua corriente la llevaban desde donde estaba a donde les convenía, sin ajustarse a los cursos de la naturaleza, que es, como se dijo, cosa bárbara y poco civilizada. Los romanos, en esto y en alguna otra cosa más, eran un poco como los americanos. Si les conviene una enorme ciudad en el desierto, como podría ser Las Vegas, embalsan ríos, construyen acueductos de centenares de kilómetros y colocan fuentes gigantescas y llenan miles de piscinas y se quedan tan pichis. Hay quien piensa que la naturaleza lo sabe todo y siempre acierta y hay quien, como los romanos y los americanos, que tal apriorismo no siempre es cierto, que lo que a la naturaleza le conviene no siempre le conviene al hombre. Yo que soy mucho de pensar así también soy mucho de ir a Braga que está en un alto, el rio le cae lejos y es romana y portuguesa y agradablemente civilizada desde su fundación. Uno, por todas esas razones y porque ya ha estado muchas veces, no va a Braga a ver nada en concreto, que lo que hay ya lo conoce aunque no siempre lo recuerde. Uno va a Braga a perderse y recordar o a caminar sin rumbo y redescubrir plazas, plazuelas y plazoletas con recoletos rincones, cafés con terrazas y restaurantes con encanto. Braga tiene catedral y palacio episcopal y universidad y termas romanas. Tiene palacios barrocos con y sin azulejos y sobre todo tiene una enorme calma en medio del bullicio, ese detalle indefinible que es la quintaesencia de lo portugués. Al anochecer, buscando no encontrar nada más que esa atmósfera inefable si no es en portugués, entramos en el jardín de la Capela dos Coimbrasen donde hay una agradable terraza entre viejos árboles. Allí unas autoconceptuadas operárias da cultura sentadas en una gran mesa iban recitando por orden sus poesías feministas y reivindicativas en la variedad de sotaques del portugués: el portuense, el lisboeta, el brasileiro y el para mí inaccesible azoriano. “O poeta e un profeta do seu tempo”, dice alguien y corre entre las mesas del jardín un rumor suave, elegante, asintiendo. La noche es templada, agradable; suave como los murmullos de las mesas. Entre los árboles centenarios, iluminados con luces igualmente suaves, no corre el aire y las palabras resuenan. En este remanso parecería que lo que uno dice tiene importancia, que las palabras importan. Que palabras escogidas dichas con intención de belleza por gente civilizada cambian el mundo para mejor, aunque sea levemente y por tiempo escaso. Unos niños juegan al pilla-pilla entre las mesas en completo silencio, pasando completamente del ritual de sus mayores pero respetándolo. Esto sólo pasa en Portugal, donde los niños se comportan mejor que los adultos españoles. La brasileira recita e interpreta moviendo los brazos, alzando la voz, como una auténtica rapsoda poseída por las musas o quizá por la ginjinha que trasiegan todas ellas despacio pero sin pausa. Así se llenan los embalses, pienso yo, con un chorro constante y no con avalanchas, que son una ordinariez. Operárias da cultura suena a mecánicos del swing, a obreros del amor o a oficina de sabores. Algo a priori cursi pero que en este contexto, en este bosquecillo urbano y levemente mágico, cobra todo el sentido, quién sabe por qué. “As minhocas da minha cabeça me tornar Medusa.“  Todas las rapsodas leen sus textos del móvil o en el iPad y eso, en la oscuridad del jardín, les da a sus rostros una palidez levemente fantasmal y les dibuja en la cara unas sombras extrañas. Quiérese decir que la nariz les hace sombras en la frente, algo de lo que hemos perdido la memoria pero que con certeza les ocurrió durante siglos a quienes recitaban historias alrededor de la lumbre; como le sucedía al tal Homero, un suponer. Lee una rubia un poema escrito cando era grávida, dedicado a una madre por una hija que va a serlo. Al final de cada pieza, antes de sentarse, la poetisa de turno eleva la voz y grita “¡A poesía é livre!” y todos los parroquianos reunidos en este jardín de la Capela dos Coimbras contestamos la letanía con un “¡Livre é o Poeta!”. Esto le da al aquelarre un aire muy S. XIX, muy de contemporáneos de Pessoa, de sociedad de culturetas con levita y sombrero trasegando en un palacio en Sintra. Entre el quinto y sexto una poetisa transmuta temporalmente de sacerdotisa a sacristana y pasa un gorro entre las mesas solicitando un óbolo que con gusto ofrecemos a las Vestales de este nuestro Parnaso. Se puede pagar con el móvil pero estamos hechos a los monaguillos de toda la vida y le descargamos la calderilla. A la segunda copa de vinho verde branco dejamos de entender las palabras pero nos dejamos llevar y empezamos a comprender. También las poetisas van entrando en trance y a la segunda botella de ginjinha el asunto se torna para todos levemente dionisíaco, educadamente dionisíaco. ¡Nengum home como unha mulher ama! Esto, posiblemente, ya lo leí yo en algún sitio; esto, posiblemente, ya lo escribió una señorita de buena familia en algún momento del pasado; esto, posiblemente, lo dejó escrito una muchachita usando el seudónimo de Myosotis, la flor humilde del amor eterno y desesperado. “¡A poesía é livre!” A veces me preguntan por qué me gusta tanto Portugal y nunca sé qué decir porque nunca sé muy bien por dónde empezar.“¡Livre é o Poeta!”

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