HABLALE AL CULO

Hablarle al culo proporciona conocimiento interior y crecimiento espiritual.

Hablarle al culo es ponerse en contacto con el inconsciente descendiendo a las simas de lo espiritual. Al punto en el que la carne roza al alma; siempre que por alma entendamos lo que yo entiendo: el animal más primitivo. Hablarle al culo es poner un dedo humano y racional donde se unen la pura carne y el animal que somos.

Si le hablas al culo te encontrarás con que ni atiende ni responde. Nos escapamos del culo hace milenios para ser humanos y nos desoye ahora con desprecio animal. El culo ni siente ni padece, el culo está, se halla, se encuentra y permanece. El culo nos obvia. Por eso al culo hemos de acudir, regresar. El culo no te pertenece, le perteneces, morena. El culo es anterior a tu humanidad, previo a tus miedos, a tus ansiedades, a tus neuroticismos, a tus inseguridades. El culo estaba y milenios más tarde llegaste tú. Y cuando tú te vas, cuando te duermes, cuando te disuelves en la ira, el amor, el odio o la droga, el culo vuelve porque nunca se ha ido. Reflota, reaparece.

Háblale al culo aunque no te responda. Háblale aunque te desprecie. Háblale aunque no sepas bien qué decirle. El culo, psicoanalista personal, ancestral y portátil ni siquiera te mirará con su único ojo, obviándote más aún que tu terapeuta y pasará olímpicamente de tomar notas o fruncir el ceño. Pero aún así, háblale al culo. Háblale porque le estás hablando al animal que eres, a tu sistema nervioso central, a tu sistema nervioso vago, a tu inconsciente y a mil años de inconsciente colectivo. Háblale al culo porque todo lo que de ti no conoces se mueve a su alrededor, si no está ahí clavado. Dile quién eres, quién quieres ser y porqué. Dile dónde estas, dónde deberías estar y dónde querrías estar. Míralo, piénsalo, escúchalo. Pero no esperes respuesta, no interpretes señales, no establezcas relaciones. Háblale al culo diciéndole en bajito cuales son tus miedos, por qué el dolor te destruye, por qué el miedo te paraliza, por qué el amor te atemoriza y porqué el odio te comprime y enfría las entrañas. Explícale azorada porqué el deseo cárnico te tensa de semejante modo, porqué no sale, porqué se estanca y acaba pudriendo. Expónle perpleja ese ansia animal de posesión, de sexo rudo, sucio, ese ansia de estirar la carne, la propia y la ajena, hasta el instante anterior al desgarro. Dile gritando por qué el odio que sientes no sale, y se consume, te consume, ennegreciendo de hollín cada recoveco de tus entrañas. Dile susurrando el motivo por qué, finalmente, decidiste seguir mi consejo y hablarle. Reconócele el asco que te produce, él y sus producciones. Reconócele la fascinación que te causa, él y sus millones de terminaciones nerviosas. Confiésate, ábrete, renúnciate. Acepta el hecho de que tu carne dolorida, tu inconsciente herido y tus deseos insatisfechos son la misma y miserable cosa. Tú.

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