LAS DECISIONES IMPORTANTES

Tomamos las decisiones importantes fundándonos en razones irrebatibles, es decir, sentimientos. La inteligencia, el raciocinio, funciona sólo como una última válvula de escape para evitar, in extremis, la extinción de la especie. Todos empezamos a solucionar el problema de la televisión que se ve mal dándole unos golpes, a ver si así… En el mejor de los casos nos aguantamos el impulso de hacerlo. Sólo tras probar, una vez más, que ni esa ni otras soluciones igual de estúpidas funcionan empezamos a analizar el problema. 

Ante una paradoja, una decisión verdaderamente importante o una auténtica disyuntiva en nuestras vidas lo primero que sucede es que se nos altera el ánimo. Y reaccionamos. Insultamos, maldecimos, lamentamos el destino, la suerte perra, mentamos la madre al cabrón del vecino, a la suegra y al perro. Luego, ya si eso, pensamos qué hacer. Para, al final, racionalmente ordenados pros y contras, valoradas las posibilidades, acabar haciendo lo que sentimentalmente nos pide el cuerpo.

Apartarse de eso es difícil. Intentamos llamarlo razón y supone un esfuerzo. Lo llevan al límite en las materias más susceptibles de ello, las pesables y medibles, los científicos, y le llaman ciencia. Pero aún en ese reducto del dato y el pensamiento la razón triunfa o no, se generaliza o no, sobre la base de envidias, enfrentamientos personales, casualidades. Los científicos, en todo lo que no es ciencia, no se comportan como científicos.

Por eso apuesto a que está más extendida la creencia en el psicoanálisis que en la evolución de las especies. Por no hablar de cosas como el horóscopo y la homeopatía. Preferimos historias sentimentales a datos fríos. Encajan mejor en la flojera intelectual que es nuestra esencia.

Es así que las ideologías políticas son ideas débiles, tontas, poco probadas, muchas veces probadamente erróneas, hábilmente mezcladas con sentimientos fuertes y arraigados. La gente, todos los que se reconocen ideología, votan por sentimientos y nos dan el coñazo con sus intentos de fundarlos racionalmente. Así la estupidez del discurso de casi todos ellos. La necesidad de justificar decisiones sentimentales previas produce las mayores estupideces y, eso sí, los mejores eslóganes.

Y como consecuencia el sistema electoral, cualquiera de ellos, y cada una de las elecciones, analizados racionalmente, son un fiasco. No funcionan, no responden a las expectativas y no ofrecen resultados útiles para la resolución de problemas colectivos. Reflejan estados de ánimo y la sentimentalidad de la población en un momento dado. Los mensajes a favor de ese estado de ánimo prenden fácilmente. Invertir las tendencias dominantes con razones es casi imposible. Al triste no se le pone alegre con estadísticas. Acaso con un chascarrillo.

Advertir en una fiesta que se están pasando o en un entierro afirmar que todo se olvida y la vida sigue es tan sensato racionalmente como insensato emocionalmente. Un programa electoral racional debería ser eso: un suicidio político.

Esto lleva a que, por ejemplo en España, sentimentalmente, acabemos siempre eligiendo a vendedores de mercadillo, listillos, aprovechados y, finalmente, corruptos que se apuntan a remar a favor de la corriente.

Pasa en todas partes, porque somos iguales aquí y en Polonia, con la leve diferencia de que entre nosotros la mentira al descubierto no mueve a la indignación colectiva. Ese sentimiento está por debajo, en nuestra escala, del de pertenencia. La frustración por sentirse engañado es siempre menor al miedo de dejar de pertenecer al grupo y de la animadversión al contrario. Esa jerarquía sentimental es diferente en otros sitios.

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