CON MANO DE HIERRO

Sólo al final de una relación, amistad, libro o película, ya con perspectiva, podemos saber de qué iba y si compensó el tiempo y el esfuerzo. Entretanto sólo hay un modo de actuar: no perder un instante con quien no valga la pena. No perder un instante con cualquiera que sea incapaz de enseñarnos algo que no venga en los libros. No perder un instante con quien el placer no suponga romper límites. Perder el temor a abandonar libros sin acabar, a levantarse en el cine si unos y otros se revelan inanes, burdos, simples, infantiles. No aceptar falsificaciones ni imitaciones, huir de lo mediocre, de lo simple, de lo evidente vendido como novedad. No permitirle nada de eso a nadie y menos a uno mismo. No ser indulgente, transigente o débil llevándolo a cabo.

Ésta es la receta de la búsqueda y de muchos períodos de soledad. Por el contrario, aceptar o consentir lo opuesto es la receta para un estar que es malestar, un tener que es insatisfacción y para compañías que son sólo malas compañías.

Aceptar los propios vicios, debilidades y defectos. Aceptar los deseos, todos, y darles la satisfacción que merecen, sin permitir que unos destruyan a los otros. Arbitrarlos con mano de hierro. Tener presente que los defectos, el cóctel de nuestros pecados, nos define. Permitirse el abandono, permitirse ignorar lo urgente, lo imprescindible, lo necesario, lo conveniente. Apasionarse con lo inútil, lo bello y lo placentero. Asumir y defender de las tentaciones de paz, del cansancio y la pereza, ese desequilibrio que somos.

Ser intenso y fiero por decisión y llevarlo a término aplicando la voluntad si fuera necesario.

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