CASI TODA LA NADA

CASI TODA LA NADA – SALA ALAS
En la Sala Alas, desde ayer y hasta el 6 de Marzo Mortimer Gaussage, escultor y creador de performances multimedia, expone su nueva propuesta que titula “Casi toda la nada”, una obra arriesgada que lleva el arte al extremo. Comencemos por el catálogo. Un volumen perfectamente editado en tapa dura y de un considerable tamaño (40×40 cms) con trescientas cincuenta páginas prácticamente todas en blanco, numeradas y divididas en capítulos. Se echa de menos un mínimo prefacio de advertencia, que podría ser “Tenga fe”. Sólo las últimas 40 páginas contienen las fotografías de las 40 piezas expuestas.
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Gaussage, atrevido como sólo un genio o un loco puede llegar a serlo, provocador como todos los verdaderos vanguardistas, ha destruido de una vez por todas el arte conceptual llevándolo al más allá. Hasta la nada (casi) absoluta. Quien acuda recorrerá dos salas en las que se exponen en sus pedestales cuarenta grandes frascos de cristal de 2,5 litros, todos ellos perfectamente cerrados con tapas roscadas y lacradas. Aparentemente vacíos, cada uno de los primeros 20 están etiquetados con nombres de gases. Hidrógeno. Oxígeno. Nitrógeno. Argón. Radón. Helio. Los otros 20, en la sala contigua, están etiquetados como Amor, Odio, Celos, Rencor, Satisfacción, Felicidad, Salud. Estos también vacíos, evidentemente. A cada frasco lo acompaña un tarjetón completamente negro, en los que el público asistente a la inauguración –confesémoslo– perplejos, remiramos buscando alguna explicación que, evidentemente, no hallamos.

Si he de sincerarme, la apariencia de estafa pseudo-intelectual me asaltó y sólo la sólida y osada obra anterior de Gaussage (recordemos sus “Proyectos de demolición”) me retuvo un rato más. Eso y el recuerdo de Piero Manzoni con su “Merde d’Artiste” y el pensamiento de que si algo parecido podía ocurrir no deseaba perdérmelo. Y un poco también por la esperanza de ver cómo alguien indignado rompía los frascos.

Recorriendo por segunda vez las salas ya en busca de detalles que pudiera haber pasado por alto advertí un pequeño mostrador atendido por una señorita uniformada sin nada que hacer, aparentemente. Al acercarme pensando que quizá formaba parte de la exposición, me ofreció, previo depósito de 50 € –“Si adquiere Vd. algún producto ese depósito le será reembolsado.”– unas gafas de pasta negras y con cristales iridiscentes. Dude un segundo, aceptaban Visa, así que hice el depósito. Las gafas filtraban la luz en un modo extraño. Con ellas puestas me acerqué de nuevo a los frascos ¿vacíos? de los gases. Quizá los gases brillen de modo especial con esas gafas, pensé. Pero no advertí nada diferente en su interior. No obstante en los tarjetones negros, llevándolas, se veían los precios de cada una de las piezas. No los mencionaré en detalle, pero si dejaré indicado que me parecieron exorbitantes. Y que cada uno de los frascos, según su contenido, tenía distinto precio. Por simple curiosidad decir que la “Felicidad” duplicaba al siguiente más caro.

Gaussage ha llevado el arte conceptual más allá de la realidad. A la nada. A “Casi toda la nada”. Si quien adquirió una de las famosas latas de la “Merde d’Artiste” de Manzoni aún hoy puede dudar de su contenido, de si en el interior de la pequeña lata hay realmente mierda y si de haberla es realmente de Piero Manzoni, quien adquiera uno de los 40 frascos de Fandiño tendrá la certeza de que están más que vacíos. Que en ellos no hay nada. Nada de nada.

Gaussage usa las etiquetas –además de para poner los precios– para hacernos cómplices de la evidencia de que la realidad es sólo un cúmulo de nombres, conceptos que pretenden aprehenderla y en realidad son tan vacíos como sus frascos. Un nombre no es nada, pero pretende serlo. La etiqueta que bellamente rotulada dice “Oxigeno” o “Amor” recorta y envasa una porción de realidad inasible, inaprensible, imperceptible y sólo imaginada. Sólo la etiqueta es percibida; la realidad es irreal por convencional e inútil para entender el mundo y a nosotros mismos. Gaussage nos enfrenta con nuestras creencias –nuestra fe– en la diferencia entre los distintos gases. Creencias porque nunca los hemos percibido directamente, porque los conocemos por sus efectos y sus nombres. Exactamente al igual que los “Celos” o la “Ansiedad” –la pieza más asequible, ¿Quizá porque su abundancia baja el precio?– que sólo son nombres que pretenden describir estados, situaciones.

Nos ha engañado a todos. Nos ha hecho revolvernos en nuestras convenciones como sólo un genio podría haber hecho. Se ha reído de las palabras que pronunciamos frente a sus frascos cerrados, de los pensamientos que nos provocaron. Cada una de ellas podría estar en un frasco en una sala contigua. “Fandiño”. “Se”. “Ha”. “Reído”. “De”. “Todos”. “Vosotros”. Veo la indignación de algunos, la perplejidad de otros, la admiración de otros tantos. El arte, el dinero, la satisfacción de trocar el uno por el otro. Todos ellos en frascos ordenados en una sala blanca y amplia con una tarjeta negra al lado de cada uno y nosotros, todos nosotros, multitud pasmada, vagando por entre ellos con unas ridículas gafas de pasta que hacen brillar números de muchas cifras.

Como una muchedumbre sin objetivos pero en movimiento, aborregada pero ávida, paseando por entre las palabras que pretenden ser arte, ciencia, sentimientos o colores. Así nos ve Fandiño. Y ciertamente así, ahora, me veo yo.

El arte era el objeto creado. Con Duchamp dejamos de poner énfasis en el objeto para hacerlo en la intención del artista. La de crear arte. Pasamos así de valorar la cosa a valorar el proceso, la intención. Gaussage lo ha llevado más allá. La cosa es una etiqueta. La intención es una etiqueta. Un libro aunque esté en blanco es un catálogo. La felicidad es un frasco vacío. El arte, en suma, ya no es ni cosa ni intención. El arte desde hoy es cuestión de fe. Creer sin ver, sin percibir. Sólo el valor que le damos a las palabras es perceptible. Volvemos al inicio de todos los comienzos: “Al principio fue el Verbo”. Y para ello necesitamos el auxilio de unas gafas especiales por las que hemos de pagar un depósito. Anteojos que son la metáfora de un interés, una voluntad o una preparación.

Como colofón de este aquelarre se celebró una pequeña mesa redonda en la que se nos dijo que el artista hablaría con el público, respondiendo preguntas, pero no resultó en absoluto esclarecedora de la intención o el proceso creador del artista. Gaussage, con unas gafas de sus gafas especiales –puede que para vernos como somos–. Se anunció a través de un portavoz que el Artista sólo respondería con las dos palabras que consideraba que no eran susceptibles de ser envasadas, pues tenía intención de realizar nuevas exposiciones en un período breve. El Artista contestaría “Si” y “No”. Por ello, aunque animado, el debate acabó pareciéndose a uno de esos juegos infantiles en los que uno piensa una palabra o un personaje y los demás van preguntando por sus características con el fin de adivinarlo.

Nada interesante resultó de las muchas preguntas contestadas con monosílabos, porque no se centraban, a mi parecer, en la esencia de la propuesta. Abrumadora mayoría de noes. Sólo me llamó la atención que por momentos Gaussage, ante algunos vocablos poco frecuentes o especialmente cursis, tomaba un bolígrafo y anotaba brevemente en un cuaderno. Creo que veremos pronto frascos con etiquetas tales como “panopticon” o “neovanguardia”. Y sabremos qué precio/valor tiene para Gaussage cada una de ellas.

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