Aquí, como en todos los pueblos, hay dos bares, el de la plaza y el de el cruce y claro, se establecen comparaciones. Cura sólo hay uno y cuando no hay dónde elegir las cosas son más sencillas y la vida se torna placentera y en ocasiones diríamos que hasta aburrida. Y el aburrimiento es muy malo y nos dio Dios por eso los dos bares, quizá para probarnos. La de la plaza es una moza guapa, alta, de cadera amplia, cintura esbelta y escote profundo. Ríe con ganas, gesticula al hablar, fuma apoyada en el quicio del negocio, se deja requebrar si es con gracia y las devuelve con bala, que no te pasa una. Hace de su capa un sayo y luego va y se lo quita cuando le viene en gana, que eso lo sabemos todos; eso sí, con discreción y criterio propio. Dijeron que era lesbiana y dio que hablar, porque tiene tres hijos de dos padres. La cosa iba a quedar ahí, pero se molestó, ya ves tú, y empezó a dejarse ver con hombres y gastar ropa interior de colores que secaba en un tendal a la carretera. Los que le vieron las bragas puestas dicen que sin ellas una fiera, pero todos tienen internet, aunque ellas digan que no lo miran, y saben que una lesbiana viene a ser lo mismo que una ninfómana. Un día gritó iros a la mierda, cosa que no iba por nadie y por todos en general, al decir del gesto de los brazos, bastante tengo con criar sola a mis hijos como para andar atendiendo a vuestras gilipolleces. Ahí el agua volvió al cauce pero los calamares salen aceitosos, la tortilla reseca y ella no ríe como antes. Así que en la peluquería concluyeron que cuando las cosas están tan claras por mucha braga que te pongas no das el pego.
Yo la tele la veo para el mensaje del Rey y las campanadas de fin de año, como hacía mi abuelo. El resto del año la enciendo para que vean que hay gente en casa, que anda mucho extranjero a desvalijar. Esto no lo pienso de la ucraniana, que atiende el del cruce. Está casada con un portugués, un tipo enorme, moreno, feliz y vago que se da mucho aire de armenio. Al entrar su ombligo, que asoma por la rendija entre dos botones de la camisa, te sonríe y ambos te dan un abrazo que huele a varondandy. Se sienta en la barra con las piernas abiertas, vapea cigarrillo electrónico y cambia los canales de la tele con la ilusión de un niño de orfanato. Su misión en la vida es cuidar a su mujer, la ucraniana, repitiendo los pedidos que a gritos hace el personal, por si se le escaparan. También, cuando ella se retrasa, pide calma a la parroquia con un gesto señorial de su mano peluda, que parece un Borgia. El portugués es de Chaves o de Arcos de Valdevez, no lo recuerdo bien, aunque preferir prefiero que sea de Arcos, que es un pueblo que no conozco. Llámalo manía, pero la gente de sitios en los que nunca hemos estado tiene un misterio. La ucraniana no es misteriosa, sino sonriente, gritona y alegremente sumisa. Rubia, regordeta, de cara redonda y moflete colorado lleva una cola alta que, junto con su cabeza, es lo único que sobresale de la barra y la corretea nerviosa como un hámster incansable, azuzada por su marido. La ucraniana se vino a España buscando un hombre amable que la chuleara ni mucho ni poco, lo justo, y encontró al portugués, que vino a un país que pensaba rico a vivir mejor, es decir, sin trabajar. La ucraniana, agradecida, le parió un churumbel alto y rubio como la Estrella, uno de esos hiperactivos que hacen cualquier cosa por no trabajar. Debajo de la barra guardan un cartel enmarcado que dice, en ruso, portugués y castellano, hay comida ucraniana para llevar. Lo quitaron porque ya son muy de aquí y ponen de tapa guiso de choupa y tortilla de patata, aunque por nostalgia no lo tiren.
La lesbiana, a veces, antes de cerrar, fuma un cigarro en su puerta y mira a la ucraniana recoger las sillas de la terraza y al portugués hacer caja y pareciera que la envidia. Yo, que leí el principio de Ana Karenina y lo dejé porque ya vi que no me iba a gustar el final, pienso que es infeliz porque es distinta, que es una manera de verlo tan buena como otra cualquiera. También pienso que todos, cuando nos toca hacer de prójimo, nos comportamos como unos hijos de puta. Cuando marcho a la anochecida y me despide con una sonrisa me gusta imaginar en esos ojos tristes el orgullo de un coño feroz o un lobo sin amo, pero vaya usted a saber en qué pollas piensan las lesbianas.