TÁR

Si miras en la Wikipedia, esa enciclopedia infantil, el conocimiento al alcance de todos, Tár significa lágrima en islandés, en noruego medieval y en lo que sea que hablan en las Islas Feroe. Quién sabe, porque también podría ser una herida o un roto. Tár queda así en una pregunta, que es, más o menos, lo que le queda a uno en el cuerpo al salir del cine. Ella misma, la propia Lydia Tár, en realidad Lucy, lo explica en una clase magistral: Bach es interesante porque hace preguntas y ofrece sólo opciones de respuesta. La protagonista con ese nombre es una directora de orquesta con todos logros que en este mundo actual se valoran, tantos que parece un general coreano con medallas hasta en la espalda. Es mujer en un mundo de hombres, más brillante que ellos, ofrece becas a mujeres, es lesbiana masculina pero, contra la imagen típica, viste impecable de sastre como Catherine Hepburn, como la misma actriz en El Aviador. Tár es fría y calculadora, algo que se le disculpa dadas las circunstancias, y se comporta como un hombre frío y calculador y antiguo. En esa clase magistral que se ha mencionado avergüenza a un muchacho, un hombre según los parámetros de hace veinte años, nervioso, tembloroso y recitador del dogma imperante, porque como gay racializado desprecia a Bach, pecado mortal en un músico clásico y merecedor por ello del oprobio y aún del ostracismo. El muchacho se centra en cosas abstrusas que no entiende, en dirigir música atonal de una directora islandesa, y no sabe a dónde pueden llevar. El muchacho, el hombre, que se marcha llorando, es el mundo que viene, ese en el que Tár se mueve y desprecia. Podría ser por convicción, como se apunta en ese incidente o por hipocresía, como resulta de la práctica totalidad de la película. Quienes giran a su alrededor son incompetentes como el director de su fundación, flojos de carácter e interesados como su asistente, flojos y débiles como una alumna amante que se suicida, fuerte e interesada como la chelista a la que arbitrariamente promociona, viejo y vanidoso como su maestro, viejo y servil como el director ayudante. Tár ve e intuye en la música cosas que otros no ven, es dueña del tiempo que maneja a su antojo con su mano derecha, y cree que con la música, con la batuta, también mueve el mundo y así otorga favores y los retira manejando el tempo y sobre todos los silencios al aire de su promiscuidad. En los instantes de silencio se obsesiona con sonidos que desconoce y no controla, zumbidos de electrodomésticos, tictacs de metrónomos, siseos en la noche. Como medida de su mediocridad se nos muestra cómo se empeña en componer e insiste en tres notas anodinas, aburridas, como de aviso de electrodoméstico o politono de teléfono, una de ellas corregida sobre la marcha por una de sus amantes. Quizá Tár no es una artista brillante sino una intérprete competente, quizá. Mientras, en el refugio que mantiene casi en secreto para alejarse del mundo de relaciones interesadas que ha construido se ve asaltada por las imágenes de la locura, la decadencia, la degradación y la muerte y, finalmente, por la humillación del anonimato y la calificación de sus tres notas como “ruido”. Todo esto pone en entredicho sus logros y su fama: ¿es realmente una gran directora o simplemente es mujer? La caída de Tár, más que por lo que ha hecho mal, por su posible mediocridad, se produce quizá por las mismas razones por las que ella ha ascendido, la debilidad de otros, de otras mujeres. Pero quién sabe, porque la película, perfecta en su forma, maravillosa en todas las interpretaciones incluso de los secundarios, con una luz azulada, berlinesa o neoyorquina, con escenarios perfectamente acordes a cada una de las escenas, deja más preguntas que respuestas. Sale uno de la sala pensando ¿Qué es lo que he visto? Quizá por eso vale la pena verla, quizá por eso cada uno verá cosas distintas.