EL HIATO – Diecisiete

Hoy me miré en el espejo y advertí sorprendido que inconscientemente he dejado de recortarme la barba desde el inicio del hiato. Parezco ahora el Mandy Patinkin desastrado de algunos episodios de Homeland, pero deslizándome peligrosamente en dirección a los ZZTop más pordioseros. Hay cosas que son así, que están ocurriendo y uno mismo no lo sabe, lo cual es un evidente contratiempo. “¿Y cómo ocurrió?” preguntaba un personaje en un corto que un día ya lejanísimo osé escribir, producir y dirigir. “Primero poco a poco, luego de repente.” Así son las cosas, algunas cosas. Leí, o quizá imaginé, la historia de una mujer que, de pronto, fue consciente de que quería divorciarse entrando en el coche con su marido, saliendo de vacaciones. En ese instante en el que el conductor arregla el espejo retrovisor con los bultos ya en el maletero, el destino grabado en el navegador y una botella de agua entre los asientos supo con absoluta certeza que quería el divorcio. Un inesperado instante de lucidez en el que fue consciente de que desde hacía más de un año cuando iba en coche con su esposo, y sólo con su esposo, no se ponía el cinturón; que en esos trayectos su mente caprichosa jugueteaba con accidentes mortales, y daba por buena la suya. No sé qué puede ser lo de la barba más larga, que me pone cara de sospechoso, de más sospechoso de lo habitual. Lo cierto es que estos días leo y releo y me encuentro fabulando sobre cuál es la dosis exacta de rencor, el punto correcto e inteligente de odio, las razones morales de la venganza. Sobre la ausencia absoluta de referencias en este hiato en el que sólo llegan ecos de la desgracia. Dice Enzensberger que al fracasado le queda la resignación, a la víctima exigir reparación, al derrotado levantarse para la próxima. El caso es saber dónde estamos, quienes somos, cosa difícil estando encerrados, con referencias confusas, relatos inciertos y el tiempo alargándose cada día más. Todo entre esta niebla va tan poco a poco que temo algo ocurra de repente.

EL HIATO – Dieciéis

Ayer se corrió la especie de que hoy nos dejarían empezar a trabajar, lo que habría de concretarse en que los juzgados empezarían a aceptar esos papeles abstrusos en cuya redacción consumimos las horas de nuestros días. No iban a hacer nada con ellos, eso ya lo sabemos, pero algo es algo. Un pequeño cambio que sería de agradecer. Eso es bueno, creo yo, aunque siempre aparecen emociones encontradas. No es lo mismo hacer que hacer como qué; lo que viene siendo un paripé. Al final nada. Protestas de sindicatos y asociaciones de funcionarios y secretarios parece que han parado el asunto. Contagio. Peligro. Prudencia. Recibir por mail un pdf sin mascarilla quizá supone un riesgo. Veremos mañana. Paciencia, me digo, y recuerdo de pronto que desde tiempos lejanos descansa paciente en su estante un librito titulado “La paciencia. Pasión de la duración consentida.” Parece el momento, encerrados en esta bartolina doméstica, de releerlo. “¿Paciencia e impaciencia no son sino pasiones inútiles, que evidencian la ilusión de quien todavía espera algo de la vida cuando no tiene ya nada que esperar?” “La paciencia es duplicidad, sufrimiento, que neutraliza la desesperanza por su integración con la esperanza, su reconversión en el tiempo.” “Los sabios de tradición judía han prevenido a su pueblo contra la tentación de la impaciencia. Querer que se produzcan actos que se supone harán venir al Mesías más rápidamente, deriva de la fronda contra el tiempo de paciencia que Dios impone a los hombres. Pero este tiempo de paciencia ¿no es pura pasividad?” Sigue así durante bastantes páginas y se acaba mi paciencia. Son varios sus autores y es traducción del francés, así que quizá es por eso que uno confunde la paciencia con la resignación, el otro con la esperanza y el tercero la opone a la impaciencia, con la que, creo yo, nada tiene que ver. La impaciencia es un sentimiento de irritación por la espera y la paciencia -copio una nota de mi mano que dice “J. A. Marina”- no es un sentimiento sino “un sabio adueñamiento de la propia alma.” Bierce la define como “Forma menor de la desesperación, disfrazada de virtud” y Perroantonio como “Capacidad para padecer sin inmutarse propia de bóvidos dóciles e individuos serviles.” Me recuerdan a Camús que se sorprendía, o se regocijaba, ya qué sé yo, del aspecto de pobres animales de los enfermos en las salas de espera de los doctores. Estamos jodidos. En otro de los márgenes encuentro anotado «S. Agustín» y ¿a qué coño se referirá? Busco en la web y me vale esto que aparece en nada: «llamamos paciente no al que huye, sino al que se comporta dignamente en el sufrimiento de los daños presentes para que no sobrevenga una tristeza desordenada.” Quizá dignamente sea la palabra. Quizá lo del sabio adueñamiento sea otro modo de decir comportarse dignamente. Arriba los corazones.

EL HIATO – Catorce

Nuestro amigo Eco, es un decir, tiene una bonita conferencia publicada al menos en un volumen llamado “Entre mentira e ironía” dedicado a Manzoni, concretamente a su novela “Los Novios.” Confieso no haberla acabado porque, empezada, me pareció un coñazo. De lo que discurre Eco es del concepto de semiótica que en esa obra de Manzoni éste sugiere. “una oposición entre lenguaje verbal, vehículo de mentira y tropelías, y signos naturales, a través de los cales los humildes comprenden, incluso cuando los poderosos los engañan con latinorum.”

Eco habla de los capítulos de Manzoni sobre la peste con el epígrafe “El delirio y la pública demencia” y nos explica las claves literarias de Manzoni al relatar las acciones y pensamientos de los personajes cuando llega la peque y se difunde el contagio y la sociedad entera cancela la idea y cómo, cuando ya es innegable, fantasea sobre una causa humana y se construye la figura del “untador”.

Aparecido un cadáver éste no tiene señales que remitan a una causa conocida y sólo el médico que ha vivido la peste anterior da la voz de alarma, que es desoída. Llegan noticias de lejos, de Lecco, pero son mentiras: se atribuyen las muertes a emanaciones de pantanos que allí hay y aquí no o a privaciones y penalidades que allí sí y aquí no. Llegan nuevas noticias, por escrito, varios escritos, que el Gobernador desoye, estando más ocupado en asuntos próximos y de despacho ordinario. El pueblo, por su parte, atribuye los síntomas cada vez mayores de una epidemia a las causas más fantásticas, en un intento de cancelar el temor, de alejarlo con palabras. Alguien ve un bubón y habla, pero sólo éste lo ha visto y los demás no terminan de creérselo. Se multiplican los edictos, todos con intención de poner fin al temor más que a la propia peste porque “lo poco numeroso de los casos alejaba la sospecha de la verdad”. 

Hay individuos, no obstante, que ven llegar la epidemia y de inmediato se los marca con el nombre de enemigos de la patria; por ejemplo el médico viejo que recordaba los síntomas, quien corre el riesgo del linchamiento. Los médicos más jóvenes, quizá ignorantes, quizá temerosos del populacho o del gobierno, quizá fieles a la patria, tardan pero acaban hablando de “fiebres pestilentes”, pero no directamente de peste. Hasta que una familia conocida es llevada en carro, desnuda, a la hora en que las calles estaban más concurridas nadie “ve” claramente la peste: sin bubones y marcas el relato que los enfrenta el miedo no es creíble.

Una vez imposible negar la epidemia la mala conciencia retrocede una línea de trincheras y se refugia en la negación de las razones el contagio: el contacto humano, y se actúa en sentido completamente contrario: obligando, por ejemplo, al obispo a convocar una pública y solemne procesión propiciatoria en la que se hacinan, convocados por las autoridades, todos los ciudadanos que se ven, luego, víctimas de la peste. A partir de ahí comienza la construcción del mito de los “untadores”, individuos que se dedicarían voluntaria y conscientemente a esparcir la enfermedad.

Más allá de la anécdota, que parece hemos copiado a la letra, Eco se interesa y detiene en la semiótica. Los doctos de Manzoni usan la palabra para alejarse del mal construyendo muros defensivos de palabras que más que describir ocultan la realidad, palabras que no significan. Muchos de los simples caen en la trampa de aceptar esas palabras, que ayudan a alejar el temor. La semiótica popular del signo físico del bubón y la muerte, se enmascara con palabrería y sólo algunos son capaces de verlos por debajo de las palabras.

“Al principio, pues, peste no, absolutamente no: prohibido hasta pronunciar la palabra.”

“Luego, fiebres pestilenciales: la idea se admite de refilón con un adjetivo.”

“Luego, verdadera peste no: o sea, peste sí, pero en cierto sentido.”

«Finalmente, peste sin duda, y sin discusión: pero ya se le ha unido otra idea, la idea del veneno y del maleficio, la cual altera y confunde la idea expresada por la palabra.”

A partir de cierto momento todo es causa de la peste. Los “untadores” –untori– son todos los que el populacho advierte como extraños. Un tipo que limpia un banco antes de sentarse, otro que toca con la mano la fachada el Duomo, otro que llama a una puerta, a quien se quita raro el sombrero. La búsqueda de culpables se dispara en todas las direcciones. Eso los disculpa a todos, a quienes ocultaron la verdad y a quienes por miedo se creyeron lo que les contaban los mentirosos. Los que prefirieron escuchar en lugar de mirar.

Arriba los corazones.

EL HIATO – Trece

Sacks, el inefable Oliver, cuenta en una de esas historias clínicas con las que llenaba libros que son como cordiales bestiarios medievales, llenas de monstruos maravillosos encerrados en territorios inaccesibles, la algarabía en la sala de los afásicos que se descojonaban con un discurso de Ronald Reagan. Los afásicos sobrecompensan, según recuerdo de aquella lejana lectura, y la incapacidad de entender las palabras la suplen con minuciosa atención a los detalles del discurso. La expresión facial, gestual, el tono, la entonación, los énfasis en la voz y el ademán. Es así que en muchas ocasiones casi, casi, entienden el mensaje sin entender el lenguaje. Supongo que la comprensión de los bebés y los perros va por ahí.


Los afásicos de Sacks se descojonaban de Reagan porque advertían la falsedad, la mentira en el discurso. Las palabras que no entendían más que parcialmente no se correspondían con las expresiones colaterales, las que a nosotros nos pasan desapercibidas pero ellos pillaban perfectamente. El presidente mentía como un perro.


Sánchez, el Sánchez Presidente, sale a la palestra, Aló, Presidente y yo, algo afásico quizá, veo a un tipo que pronuncia palabras con seguridades y acciones decididas pero poniendo cara dar pena. Pone la cara del gato de Shrek cuando lo han pillado en falta. Miro en internet y advierto que la historia de Sacks se ha convertido en un pequeño subgénero periodístico. Hay artículos sobre qué opinan los afásicos del discurso de Clinton en el asunto Lewinski, de los Bush y, si buscásemos a conciencia, seguramente de la opinión del colectivo respecto de alguna intervención del Gobernador de Nebraska. Los periodistas se abalanzan sobre la verdad como los poetas sobre las metáforas: sin pudor ni precaución.

Como no conozco ningún afásico a quien consultar me tengo que conformar con la porción que pueda yo llevar en mi interior que, advierto, en el caso de Sánchez es bastante. Sánchez es mal actor y pone cara de dar pena donde debería haber un gesto de decidida preocupación. Esto es, creo yo, algo que define mucho al perverso narcisista: hacerte sentir culpable del daño que te está haciendo. Hay gente, por ejemplo esa gente, que me da alergia y no sólo mental, no sólo me pican las circunvoluciones cerebrales, sino literalmente física. Una especie rara de sinestesia o aunque quizá sea más apropiado llamarle somatización, extremo sobre el cual consultaré a Sacks que seguramente ya habló del tema. El caso es que a Sánchez lo miro y no soy capaz de escucharlo, lo que sería una especie de afasia selectiva, creo yo, tan válida a los efectos de probar mis interesados postulados como el papel tornasol la acidez. Pitigrilli, en el exergo de Dolicocefala Bionda, dejó escrito “Comprendo que se bese a un leproso, pero no admito dar la mano a un imbécil.” Por ahí van los tiros.


Pitigrilli era un poco bastante snob y Eco, que le hace un traje en “El superhombre de masas”, lo llama anarco-conservador y lo acusa de presentar como un “ejercicio de sensatez lo que no es más que un ejercicio de destrucción.” A mi me parece que ni tan mal, oiga. Esto en realidad no es más que la tesis de Marina en su “Elogio y refutación del ingenio”. El ingenio, la agudeza, el esprit, el witz, no es más que la inteligencia destruyendo, porque jugueteando no se construye. Tampoco mintiendo y ya ves tú.


El caso es que Pitigrilli, quien preguntado sobre por qué ese seudónimo contestó que le gustaba poner los puntos sobre las íes, es lectura adecuada en este momento porque, convengámoslo, además de juguetear con ingenio, titulaba cojonudamente: Dolicocefala bionda, Il pollo non si mangia con le mani, Sacrosanto diritto di fregarsene, Dizionario antiballistico, Mammiferi di lusso. A la hora de titular sólo Jardiel lo supera.


Sánchez, entretanto, a lo suyo que es, entiéndase en los dos posibles sentidos, dar pena. Arriba los corazones.

EL HIATO – Doce

En el hiato retumban, fuera, lejos, fogonazos de idiocia perfectamente esperables cuyo eco resuena sordo entre estas cuatro paredes. Hay, por ejemplo, gente que increpa duramente desde sus balcones a quienes, a ojo de pájaro, salen de casa sin una razón poderosa. Gente que celosa del cumplimiento de la ley, muy conscientes de la importancia del confinamiento y que se sienten íntimamente llamados a jugar su pequeño papel ciudadano en esta tragedia. Gente que llega al insulto y la descalificación personal. Yo creo que todos ellos son imbéciles malintencionados pero me gustaría saber la que tendría hoy WFF que en su libro “El hombre que compró un automóvil” a uno de los personajes más impresentables nos lo presenta asomado a un balcón.

—¿Quién es Revilla? —indagué.

—Aquél que está asomado a la ventana.

—¿Uno que hace señas a alguien?

—No; es que de cuando en cuando escupe a los transeúntes. Es un misántropo.

Está España, a lo que se ve, llena de misántropos si aceptamos el criterio de Wenceslao, que era un tipo cordial que aborrecía a los adjetivos gruesos. Me gustaría saber si hoy, espectador asomado al balcón de su casa en Alberto Aguilera, mantendría la misantropía como causa de esas efusiones o estaría conmigo en que en ellos hierve un caldo espeso de imbecilidad en el que flotan La Vieja del Visillo y el Gerd Wiesser de La vida de los otros.

He advertido un detalle menor en estos días caseros: la lavadora pita cuando acaba. Esto, claro, ya lo sabía. El pitido de la lavadora, en un tono agudo y con una cadencia precisas, es un sonido que alerta y exige un preciso actuar, como el llanto de un bebé. En la vida diríamos normal, antes y esperemos que también después de esta fermata, el pitido de la lavadora, en un automatismo aprendido me impulsa a levantarme del mullido sofá en el que mato las horas en casa para proceder a tenderla. Hoy, que era lunes en horario de trabajo y ando desorientado, ha pitado la lavadora y me he levantado, automatismo aprendido, a añadir folios a la impresora. A medio camino he sido consciente de que la lavadora en casa y la impresora en el trabajo hacen exactamente el mismo sonido, agudo, chillón, perentorio, exigiendo atención. Este enlace sencillo y preciso, por la identidad del sonido, de la cadencia y la causa, nunca se había producido en la parte consciente de mi cerebro. Ha tenido que ocurrir un desastre de proporciones bíblicas, de ámbito mundial, para que, encerrado todo mi yo en casa, saliera a la luz este detalle encerrado en la parte más reptiliana de mi cerebro, para que se mezclaran dos respuestas distintas al mismo estímulo. De esto algo debería hablar el Profesor Skinner. Explicarme si esto –el mismo estímulo, distintos contextos, distintas respuestas– es un éxito del condicionamiento operante  o por el contrario demuestra un fracaso que echa por tierra años de investigaciones. Pensando en los pitidos, y haciendo memoria, los sonidos de alerta de la lavadora AEG y la impresora KonikaMinolta son el mismo, a menor volumen, que los de la retroexcavadora Caterpillar 428c. Ese pitido, como apasionante digresión lo menciono, viene regulado en el Real Decreto 1215/1997, de 18 de julio, BOE 188 de 7 de agosto, Anexo I, Sección 1ª-2- g): “Los equipos de trabajo que por su movilidad o por la de las cargas que desplacen puedan suponer un riesgo, en las condiciones de uso previstas, para la seguridad de los trabajadores situados en sus proximidades, deberán ir provistos de una señalización acústica de advertencia.” El horno, por su parte, también pita cuando ha terminado de hacer las lubinas, un suponer, pero su cadencia es otra y el sonido no es un pitido, sino más bien un tintineo que advirtiendo no alerta. Su campanilleo tiene una textura mucho más alegre, sin llegar, por supuesto, al desenfadado cascabeleo de un trineo navideño. No tiene tampoco la perentoria gravedad de las furiosas campanillas de la consagración eucarística, aunque anuncien ambas la proximidad de la ingestión del alimento. Las campanillas del horno son mansas, tilín, tilín, tilín. Las campanillas del horno, tilín, tilín, tilín, suenan ingenuas y si cierras los ojos puedes imaginar perfectamente a una cocinera gorda y sonrosada, vieja y sonriente, una de esas cocineras de toda la vida en casa, sacando un besugo o unas galletas de nata. El horno al contrario que las fotocopiadoras, las lavadoras y, por supuesto, las retroexcavadoras, no tiene un sonido industrial y sintético sino, tilín, tilín, tilín, un ruidito apacible, doméstico y levemente bucólico. Arriba los corazones.

EL HIATO – ONCE

Amanece nublado, amenaza lluvia y amaga tristeza. ‪Quizá, pienso, ya es hora de empezar a llamarle hostias al pan de la gestión y zumo de uva astutamente elaborado al vino de la comunicación. ‬Amanece y con estos pensamientos me levanto un domingo más.

Temo a esos domingos que incluso a De Quincey le costaba soportar, sentado en su sillón, en su casa aislada, con un litro de láudano rojo en un decantador al alcance de la mano. Lo imagino de levita cayendo en el cliché. Puedo hacer el esfuerzo de zapatillas y un batín pero se me van las imágenes al retrato del Holmes de Sherlock. Mi abuela usaba dos redomas de cristal tallado y ya muy desportilladas para guardar la lejía. Manías, sin duda. Venían las botellas amarillas del colmado, les quitaba su pequeño tapón azul y las decantaba a aquellos frascos enormes, pesadísimos para un niño. Frascos que parecían más antiguos que mi abuela, que la propia casa. El láudano rojo rubí de De Quincey lo imagino así, llenando una redoma muy usada, como la que sacaba mi abuela de una alacena grande al fondo de la cocina. Un frasco pesado y transparente, de culo gordo y boca estrecha, realza lo que le metas, ya sea veneno o poción.

Echo una mirada a retratos del mancuniano de joven y de pronto su rostro se me da un aire a Alvaro Quinn; mirada inteligente, impostadamente despistado, hedonista en sus justos términos. Ambos, creo yo, diletantes, bienhumorados y de mirada compasiva; ambos con un poso de tristeza. Alvaro tiene, además, su porrón, que no es más que una redoma con picha.
Llueve ya y no habrá paseo giratorio, no habrá salida de casa con la disculpa de la salud. Cuenta el comedor de opio que un día llamó a la puerta de su aislada casa un malayo. Un malayo auténtico y verdadero, con turbante, calzones anchos, correajes y espada. Ojalá llamase, en este domingo que se viene largo y triste, un malayo a la puerta de mi casa. El tipo no hablaba inglés y el escritor no hablaba malayo pero para no quedar de ignorante frente a la servidumbre, que miraba a ambos con sorpresa y atención, le dijo en alto y con aplomo de drogadicto las cuatro palabras que conocía de árabe, pese a ser consciente de que entre Arabia y Malasia media medio mundo. El malayo soltó a su vez una parrafada en lo que supone el autor y nosotros con él que era un perfecto malayo y ambos, el señor de la casa y el visitante hicieron gestos de respeto y reconocimiento. De Quincey le dio una piedra gorda de opio y lo acompañó a la puerta, donde se la zampó de un bocado y contento y agradecido siguió su marcha.

La hospitalidad es así: se agradecen las visitas, el visitante agradece el recibimiento pero pronto empiezan a oler, como el pescado. Ojalá llamase a la puerta un malayo y me pillase ya duchado y arreglado, vestido de traje blanco como Yáñez el Portugués, como se merecen los malayos ser recibidos. Le diría phrao, kampilong, kriss, Tremal-Naik. Y quizá Kammamuri. Que son las palabras que de leer a Salgari recuerdo del malayo. Le ofrecería una copa de oporto, eso también, que le pega al personaje que me adjudico.

Hay que ser hospitalario, incluso con los malayos, o sobre todo con ellos. Dice la biblia que algunos, por ser hospitalarios, y sin ser conscientes de ello, acogieron en su casa a ángeles.

EL HIATO – Diez

EL HIATO – Diez

Hoy me asomé a la ventana y de inmediato me acordé del abuelo de Josep Pla que también, y quizá no casualmente, se llamaba Josep Pla. El tipo, cuenta el nieto, murió joven alcanzado por un rayo mientras, asomado a una ventana, contemplaba una tempestad. No soy capaz de imaginar la escena y quizá eso fue lo que me produjo un escalofrío que me subió por la espalda, del culo a la nuca. A un tipo que, te cuentan, está en su casa mirando por una ventana no se le supone nada. Ni una osadía extraordinaria, ni una salud otra cosa que normal, ni unos rasgos físicos más que los de un tipo ordinario. Asomarse a la ventana es una actividad que suponíamos segura y anodina, diríamos incluso que cautelosa. Imaginar a gente normal haciendo cosas normales es mucho más difícil que hacerlo con individuos extraños o insólitos haciendo cosas infrecuentes y peligrosas. Me aparté de inmediato porque la gente normal, ya se ve, no debe tentar a la suerte porque corre el riesgo de morirse sin más, sin heroicidad ni épica, de un modo que puede ser desusada pero en nada memorable. Un tipo cualquiera se muere en su casa haciendo algo tan inocente y poco aventurado, o eso nos parece, como asomarse a la ventana y, por lo que recuerdo, que puede no ser todo, su nieto literato y verborreico despacha el asunto en dos líneas. El pobre Josep Pla murió en dos líneas porque murió en su casa. Yo no quiero morirme y menos en casa, pensé.

            De ordinario en aquellas muertes en las que encontramos involucrada una ventana interviene también la gravedad, lo cual al asunto de los Pla le da un carácter infrecuente. Esto porque los que caen por una ventana no mueren en casa, sino en la calle. Mueren por salir rápido de casa, podríamos decir. Peter Greenaway, otra vez él por aquí, tiene un corto en el que cataloga y sistematiza de acuerdo con distintos y múltiples criterios todas las muertes ocurridas en un año en el condado de W por caídas desde la ventana. Mucha gente, muy variada. No todos caen, hay muchos que son arrojados o se arrojan por ventanas; y caen en la calle o sobre árboles o cobertizos aunque uno, sería invierno, cayó en la nieve. El 14 de abril de 1973, al atardecer, una costurera y un estudiante de ingeniería aeronáutica que tocaba el clavecín saltaron sobre un ciruelo. Ciruelo que estaba en la calle y el resultado fue la muerte de ambos, quizá aquejados de aun amor imposible. Folié a deux le dicen los franceses a estas cosas locas por parejas. Greenaway y Perec no son los únicos obsesivos que ha dado la humanidad del orden y la catalogación de banalidades. Jean Tixier, un francés del XVI, escribió un tal Officinae en el que entre otras muchas cosas hay listas de personajes famosos ordenados de acuerdo con la forma de su muerte. Por ahogamiento en agua, en humo, en vapor, por caída de caballo, de escalera, tragado por la tierra; aplastados por una roca, por una pared que traicionera se desploma, por la caída de un árbol; de mordedura de serpiente, picadura de avispa, devorados por leones, perros y otros animales variados; de hambre, de sed, por comer en exceso, ídem de beber; carbonizados, crucificados, estrangulados, decapitados, apuñalados, envenenados, flechados; durante la cópula, de fiebres, de peste, de gota, de disentería, por infestación de piojos; en prisión, en casa, en cama, en la letrina. Tixier menciona también casos de gente muerta de risa y alcanzada por el rayo aunque no me consta que ninguno estuviese en su casa, o asomado a otra cualquiera ventana aunque no fuese de su casa, en ese momento.

            Encerrados en casa estamos razonablemente seguros y nos sentimos por ello protegidos de animales peligrosos, de insectos y humanos envenenadores, de enemigos crueles y despiadados, así como de, crucemos los dedos, pestes y otras epidemias. Se recomienda no obstante evitar excesos con la comida, la bebida, el sexo y eludir el peligro cierto que supone acercarse a las ventanas. Y ello a pesar de lo mucho que imprudentemente nos animen a ello gobiernos y movimientos ciudadanos, ya sea por el riesgo de caída o por la traicionera chispa del rayo, que subrepticia acecha y nada respeta. De risa doy por cierto que es extremadamente improbable que en esta época de tristeza e hiato muera nadie. Arriba los corazones.

EL HIATO – Nueve

Con esto del hiato, del encierro y la parálisis de la actividad y del comercio en la noche el silencio es apabullante. Cuando los pájaros se meten en cama queda el mundo al aire del ruido que el viento tenga a bien hacer, es decir, estos días poco. Si aguza uno el oído y aguanta la respiración se pueden sentir, más que oír las pisadas de los grillos tempraneros, de las luciérnagas que ahora van de luto y las pasadas rasas de los murciélagos. Estos, dueños del aire de las noches, vuelan sin aletear, o al menos no hacen tal ruido. No hacen ninguno. Pasan planeando y cambiando de dirección como las golondrinas, como aviones de entrenamiento, pequeños, ágiles, ligeros. A veces, creo yo, pasa algún ángel. Los ángeles, contra lo que se lleva diciendo de siempre, tienen seis alas, al menos los serafines. Los serafines forman el primer coro de espíritus celestiales. Ellos, en unión de los querubines y los tronos, forman la primera jerarquía, lo cual quiere decir que son los únicos que ven directamente a Dios. Los demás nos conformamos con metáforas y cosas así. Con las pinturas de Fray Angélico, del Greco y otros visionarios. Los Serafines los pinta todo el mundo con dos alas y calmados, seráficos y miríficos, pero eso está mal. Los Serafines tienen seis alas y esto lo dice Isaias 6-2. Con dos alas cubren el rostro, con otras dos cubren sus pies y con las otras dos vuelan. Esta verdad se silencia y no encuentro así de primeras razón que lo justifique. Podría ser porque las arañas tienen seis patas y, en general, dan mucho asco. Pero si bien pensamos es quedarse en la superficie, porque los ángeles, lo dice Isaías, tienen pies así que contarían con ocho extremidades, como los pulpos. Soy aquí prudente y dado que el profeta no lo menciona no doy por hecho que tengan manos o brazos. Echando mano de otras fuentes podría entenderse que sí. Cunqueiro cuenta la historia de una monja bávara, de la que no da nombre, que repartía caridad a los pobres a la puerta de su convento y que, ya mayor y cansada, era auxiliada por su ángel guardián. El ángel, según Cunqueiro, que no aclara lo del número de alas, le ayudaba entregando a los menesterosos que hacían cola sin respetar el distanciamiento social sopa caliente, pan (que supongo negro y duro), vino, mantas y ropas que aliviaran su sufrimiento. Eso, creo yo, presupone tener manos. El ángel de la monja bávara, que isisto no sabemos si era un serafín de esos que ven a Dios, o un ángel menor, de segunda o tercera categoría, a lo único que se negaba en redondo era a entregar dinero a los pobres. Esto, si no lo sabes, choca. Los ángeles no tocan el dinero porque aún andan por el mundo, de mano en mano, las treinta monedas de Judas y corren el riesgo de cogerlas inadvertidamente. Las treinta monedas y todos los intereses desde entonces, que son una burrada porque dónde va eso. A los ángeles no es que el dinero les repugne en sí mismo, sino que lo mismo dan con el que no es, que quién sabe. Es precaución. Los ángeles son también los encargados de dar los mensajes de Dios. A veces jodidos. Cuenta Voltaire en su Diccionario Filosófico que los sirios, de los que habla constantemente, -es un pesao-, creían que el Hombre y la Mujer fueron creados en el cuarto cielo y comían ambrosía. Un día les dio por comer galletas y, si los residuos de la ambrosía los exhalaban por los poros de la piel, la galleta hubieron de cagarla. El Hombre y la Mujer preguntaron a un ángel que pasaba por allí que por favor, disculpe, que dónde están los baños y el ángel, oliéndose la tostada, les indicó un planeta azul y lejano, la Tierra. Aquel, dijo, es el retrete del Universo, corred. Desde entonces la Tierra, nuestro mundo, es así.

EL HIATO – Ocho

Mantengo la autoimpuesta costumbre de salir a dar vueltas intentando ejercitarme un poco por el perímetro del que ahora es todo nuestro mundo. Hoy el día es frío y desapacible, ventoso; no llama al ejercicio y aún así consumí parte de la mañana girando a paso vivo. A lo lejos ladran unos perros y pienso que, en realidad, como hacen ellos, vigilo el perímetro en el que nos encerramos atento a las amenazas que en nuestro caso son invisibles. Los perros ladran pero yo ni eso, quizá porque no hay a quién ni a qué, quizá porque en el fondo un miedo que no me reconozco paraliza. Se me metió una china en un zapato, una de esas que molesta sin llegar a causar dolor, de las que con el movimiento aparece y desaparece. Una de esas que se mueve y durante los treinta o cuarenta pasos siguientes causa molestia pero de pronto falta y su ausencia te deja sin el feedback del apoyo del pie derecho. Luego, un poco más allá, antes de que de verdad la empieces a echar de menos, reaparece en otro punto de la planta, o entre dos dedos, para recordarte que sigue ahí, que no se va a ir. Pienso en que mi abuela, en las circunstancias de dolor, pena o molestias inútiles, ante el sufrimiento sin sentido, secreta y silenciosamente se lo ofrecía a Dios. No sé muy bien qué podría querer decir eso, ofrecerle un sufrimiento a Dios, dudo incluso de que tenga algún sentido y de entrada sólo me trae a le memoria el chiste. Los vecinos de una parroquia se ofrecieron a ir de romería al Corpiño si salían con bien de una epidemia, quizá el justaflú del 18. Irían andando y, como añadido dolor innecesario ofrecido a Dios o a la Virgen llevarían un garbanzo en la zueca. Salidos con bien del andacio el día de la partida se juntaron todos a la puerta de la iglesia y comenzaron el camino, rezando. Desde el inicio todos advirtieron que la familia de los Guillín iban como muy sueltos, animados y con paso vivo, y al cabo de unas horas alguien les preguntó si estaban cumpliendo con la promesa, si llevaban los garbanzos en sus zuecas. Los Gullín contestaron que sí, que por supuesto, pero cocidos; el ofrecimiento a Dios no especificaba que tenían que ser crudos. Camino y pienso que, encerrados, sin nada a qué ladrar, sin un mal sufrimiento que soportar, no tenemos ni idea de la magnitud de la tragedia. Todos los días intento dar ocho mil pasos, los que recomienda la OMS, y me aburro antes. A muerto por paso me aburro antes, pienso. A muerto por paso es una hora caminando y yo me aburro antes. A mi me faltan las imágenes de todo ese dolor que nos ocultan y que, dicen algunos, no sirven para nada. A mi me faltan las imágenes que me quiten el miedo que paraliza y se va dejando heridas sin cara que no se ven; me faltan imágenes e historias que me traigan el dolor de todas las vidas, el de toda esa gente que se ha muerto, que se le han muerto. Porque sin caras e historias ese dolor enorme que todos estamos sintiendo y callamos no tiene sentido alguno. Nos quitan los garbanzos y nos dan humus y nada tiene sentido. Cuando me entran ganas de llorar dejo de contar pasos y me meto en casa. Ellas hablan y hacen ruido y me distraigo; y con ellas delante es más fácil hacerse el fuerte. Arriba los corazones, también hoy.

EL HIATO – Siete

Me chiva quien de esto sabe que la novia de Froilán, ese mismo, que no hay otro, se saltó la cuarentena para irse a casa de una amiga a celebrar un cumpleaños. La moza, ejerciendo de su edad, se entretuvo en emitir el video del asunto en directo por alguna de esas plataformas –lo que viene siendo hacer un estrimin con el esmárfono– para solaz de  amigos y conocidos. Lo mollar es que Victoria Federica, esa misma, suponemos que desde su casa, llamó a su cuñada wannabe “borderline” en el chat en directo. Esto no es más que una anécdota pero creo yo que lo de llamarse Victoria Federica tiene mucho que ver. Es sabido que el nombre, si  no nos condiciona la vida con tanta contundencia como lo hace el signo del zodíaco o haber nacido en el año de la rata, sí que manifiesta de modo evidente las expectativas de los papás. Y los papás condicionan. Yo creo que si te llamas Victoria Federica, quieraslo o no, acabas siendo una persona de orden. Victoria Federica es un nombre que impone y, si lo repite uno cerrando los ojos, se imagina uno a una seria y seca princesa austrohúngara, con uno de esos moños que encima llevan otro moño o, en el mejor de los casos, a la abuela de Dowton Abbey. Llamándose Victoria Federica la niña, la muchacha, ha de salir protocolaria y diplomática, aunque hasta cierto punto, porque todos tenemos un límite a partir del cual te dejas ir y te sale un pronto. Creo que fue Zita, emperatriz, quien en una entrevista al ser preguntada sobre las enormes ventajas de hablar diez idiomas contestó que eso conlleva la responsabilidad de saber callarte en diez idiomas. Asunto que, ya vemos en este caso, es cuestión compleja. Victoria Federica supo callarse la indignación en castellano y posiblemente también en francés pero no en inglés. Se le escapó porque el nombre que lleva conlleva ciertas obligaciones y en ocasiones, por supuesto, el derecho a ciertos exabruptos que, si bien colocados, no quitan sino añaden. Redondean.

El nombre, sostengo, es relevante y hay quienes, algunos, se empeñan en marcar a sus hijos con nombres que pesan como losas, que son poco menos que un tatuaje en la cara que de nacimiento te define como de la Salvatrucha o la Dieciocho. Sin caer los extremos de Cojonciano Alba, que además llevaba ese nombre por una apuesta, Pito Tiñoso o Tesifonte Ovejero, sí es cierto que hay gente con nombres tan pesados que su vida es un esfuerzo por rellenarlo. Llamarse, por ejemplo, Porfirio Rubirosa o Tello Zurro o Ada Colau o Espartaco Santoni, es un peso que los padres, inconscientes o malvados, echaron a cuestas de los pobres críos. Me recuerdan, esos pobres desdichados, al caballero Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, quien de puro exceso de nombre existía buscando una razón de hacerlo Creyó encontrarla en Sofronia, pero no. Y dejó de hacerlo. En todos los que tienen un nombre excesivo veo yo un ansia especial por rellenar la cáscara vacía que somos, un relleno que, como el de los cojines, da un poco igual porque los demás verán siempre sólo la funda, como sólo veían el yelmo los compañeros de Agilulfo. Espartaco Santoni es un poco nombre de cantamañanas, Porfirio Rubirosa de pijo canijo jugador de polo y Tello Zurro de hombre triste, Y así los recordamos, pese a sus logros o hazañas. Si hago un esfuerzo y evoco la voz de Tello en el telediario siento que el mundo a mi alrededor se vuelve blanco y negro, y además llueve.

En estas iba cavilando cuando volví a pasar por los membrillos y recordé que dije yo el otro día que “Lo imagina uno jugoso, tierno y leve, con la blandura de un pecho, y en realidad es sólido y pesado”. Le he dado vueltas al asunto y merodeando por internet he llegado al convencimiento de que hay un algo cultural, y aún diría más, sensorial, en el asunto del membrillo que me distancia de los griegos y de los filólogos traductores que los traen a los que no entendemos ni papa. Con la inestimable ayuda de Google he descubierto que en la poesía galante, la erótica y la directamente guarra de los griegos clásicos a las tetas las llaman membrillos – μηλα κυδώνια-. Y que al castellano esos membrillos se traducen de ordinario, más veces de las que quisiéramos, como manzanas. No sé yo. Membrillos, a la vista, vale; manzanas, me cae muy lejos.

Pasados los membrillos llego al manzano que está al lado del pozo. El manzano está viejo y cansado. Da en grandes cantidades unos frutos pequeños y tristes, ácidos; ni los gusanos los muerden. El manzano, este manzano, tiene una tendencia a abalanzarse contra el cierre, una querencia al sol del sur, un dejarse caer al sol. No es, quiero aclararlo, a costa de despreciar la verticalidad, que en todo tiempo mantiene, como una princesa húngara. Ese movimiento leve pero contínuo de sus ramas mayores lleva a pensar que huye de algo al incomprensiblemente lento ritmo vegetal, ese ajetreo imperceptible al humano, que pasa una y otra vez ante él dando vueltas inútiles. Los árboles tienen deseos más simples que nosotros, pero nos exceden en empeño y perseverancia. Bajo el manzano crecen desde hace unos años, también obstinadamente, ajetes. La razón de ello se me escapa. Nadie, que yo sepa, ha plantado cebollinos, ni cerca en el tiempo ni en el más remoto pasado. Nacen en manojillos densos separados un metro o dos entre ellos. Cuando pasas la segadora queda en el ambiento un olor a revuelto que, si no sopla el aire, persiste durante horas. Los topos, esos bichos subterráneos de pelo finísimo y denso y manitas lampiñas de bebé, nunca visitan esa zona, y me gusta pensar que el ajo les repite, y más por las noches, que es cuando ellos cavan. Al menos a mi me pasa. Me han dicho que seguramente es por las vibraciones del motor que sube el agua, a las que son especialmente sensibles, pero prefiero mi prosopopeya e imaginarlos torciendo su nariz larga al percibir el olor a revuelto.

A todos nos llega un instante en la vida en el que, de pronto, tomamos conciencia del nombre. Por arbitrario y previo uno no nace siendo su nombre, sino que a partir de un instante de consciencia, intenta serlo. Lo vistes como puedes, intentado llenarlo, sabiendo que cargarás con él, como los perros con su chapa, hasta el día que te mueras y aun después lo pintarán en la lápida de tu tumba.