A MAR PEQUENA

Ya estamos en la playa, mirando «a mar pequena» lo que viene siendo el abra de la ría de Pontevedra, a la derecha Sanxenxo, al frente Ons y Onza. Aquí aprendieron a navegar Colón y a escribir Jabois, lo cual no tiene nada de particular porque este es un lugar particular, un paisaje precioso con su propio microclima que se dice ahora. En días como hoy esas cosas hasta parecen inevitables porque aquí el cielo es más luminoso, la temperatura más alta y la vida en general más plácida. Eso sí, en ciertas épocas se llena de madrileños, hasta tal punto que uno se siente turista en su tierra. Se cruzan en el paseo de Silgar y se van encontrando y socializan. En la capital, con el tráfago de esos millones de almas no encuentran tiempo para hablar con los vecinos con los que aquí tropiezan cenando o tomando unos helados y aprovechan para ponerse al día. Cuando Jabois escribió lo de Irse a Madrid uno pensaba que era broma, que el asunto iba de escapar de los madrileños que se le venían a meter en casa. Como al final no era eso en estas tardes plácidas ya no sabe uno qué pensar de su intuición. El mar que veo ahora, que cruza todas las tardes un grupo de delfines, más o menos a la hora de volverse a casa a cenar, es perfecto para aprender la aguja de marear, uséase la brújula, ese chisme que siempre apunta al norte y luego ya vas tú a dónde te parezca mejor; a Madrid, a América o simplemente caminar sin rumbo. Perderse con fundamento es uno de los placeres de la vida, ya sea en el mar abierto o en los archipiélagos de las palabras. Todas las mañanas se ven salir cienes y cienes de veleros que juegan a las regatas y parecen bandadas de pájaros a cámara lenta. Son cosas de los vientos, ya lo sabemos, pero de lejos los rumbos cambiantes parecen puro capricho y juego de golondrinas. Las vacaciones y sus lugares siempre son un poco la vuelta a la infancia y lo infantil, a la pandilla de amigos, al juego y la merienda. Un poco volver a donde creciste o te habría gustado crecer. Yo pasé la mía hasta los trece en un sitio parecido, con el mar a 20 metros y su sonido constante. De junio a septiembre vivíamos en bandada y en bañador, siempre entre la tierra y el agua, en esa franja que la marea descubre y reclama dos veces al día, quemados por el sol y siempre hambrientos. Cogíamos almejas, arrancábamos mejillones y lapas de las rocas, erizos del fondo de la ría y camarones de las pozas con los que a veces, tras mucho reclamar, nos hacían un arroz que nos comíamos con apetito y orgullo. Luego, mientras anochecía, hacíamos un viaje en bicicleta a comprar polos de limón. Las vacaciones cuando creces son eso mismo, aunque ahora los bichos los compras en la plaza, el agua de los recuerdos no está tan fría y el polo son dos bolas en una terraza.

EL NÚMERO SIETE

Pedía siempre el número siete porque traía salchichas, espárragos, huevos fritos, patatas fritas, dos rodajas de tomate y dos medias bolas de ensaladilla rusa como hechas con las cazoletas de poner helado en los cucuruchos. El plato combinado, como la vida, suele ser así, una montaña de escombros en la que se apilan cosas heterogéneas como en un bazar chino o el local de un chamarilero o la sala de espera en el ambulatorio de la seguridad social. Nada extraordinario salvo la mezcla. Las patatas, a principios de semana, antes de que empezase a ponerse rancio el aceite de tanto freír y freír, no estaban mal. Irregulares y crujientes, cortadas a mano, nada de esas congeladas de bolsa. Todo lo otro del montón más o menos como se podría esperar. Anodino, aceitado, insulso, de bote. En realidad pedía el número siete por los huevos. Por alguna extraña razón tenía desde siempre, desde que podía recordar, una debilidad por los huevos fritos. Por los huevos buenos bien fritos. Freír un huevo, como todas las cosas sencillas, tiene su aquel. Lo muy sencillo suele ser irreductible, ergo imposible de perfeccionar y consecuentemente muy fácil de estropear. Freír un huevo es cosa que algunos hacen de modo automático, sin mirar, sin pensar, casi sin querer. Hay quien sólo es capaz de freír un huevo perfecto, que si su vida dependiera de arruinar un huevo acabaría con cara de pasmo sentado en el patíbulo o parado ante doce reclutas uniformados. Para freír bien un huevo hay que entender a los huevos, a las sartenes y a los fuegos y a los aceites. También hay que entender todas esas cosas juntas y por su orden, en su punto y en sus tiempos. Freír un huevo es difícil porque todo es muy sencillo, que son cuatro cosas, y total es sólo un huevo. Para freír bien un huevo puedes esforzarte toda la vida, mirando, estudiando y practicando, queriendo entender los fuegos, las sartenes y los huevos, o simplemente, como algunos, ponerte y freírlo perfecto. Quienes fríen los huevos perfectos suelen nacer así y le quitan importancia al asunto, un poco porque freír huevos es cosa sencilla, aceite y poco más, y también porque de alguna manera intuyen que darle más importancia, entenderse entendiéndolo, arruinaría el asunto. Comerse un plato combinado, como la vida misma, permite toda una serie de estrategias. Hay quien se come primero lo caliente y luego lo frío, así que empieza por las patatas, los huevos y las salchichas y acaba con el espárrago, que viene helado de la nevera, donde guardan la lata. Eso es inteligente. Lo caliente podría enfriarse y deslucir, lo frío se irá atemperando y mejorando. Buscar la media, situarse en lo alto de la campana de Gauss tiene sus seguidores, que son muchos. Otros, ávidos, se comerían el huevo, disfrutarían pronto, ya, de lo bueno. La vida es corta y al carajo. Por último hay quienes ponen una cierta distancia entre sí mismos y las cosas que más les gustan o les importan. El fulano del número siete se sentaba todos los días y se comía primero lo mediocre, rápido pero sin apresurarse, pensando en el huevo, valorándolo, demorando la satisfacción, dejando para el final lo bueno. El arte, pienso yo, es esa complicidad entre desconocidos, entre un tipo que hace cosas irreductibles más por instinto que por conocimiento y un fulano que sabe encontrarlas en una pila de escombros y las disfruta con demora.