CUENTO DE NAVIDAD

El niño Anselmo Navarro y Anglada la mañana que cumplía los 10 años recibió un disparo en la cabeza, se supone que la bala perdida de un cazador aunque aquello nunca se aclaró. El médico Don Eladio se esforzó en sacar el proyectil alojado en su lóbulo frontal, según explicó luego. Aunque había estado en la guerra y había operado muchas heridas horribles sacarle aquella bala al hijo de su amigo el farmacéutico fue su peor experiencia. Operó sobre la mesa de la cocina cubierta con una sábana de lino, auxiliado por una comadrona y con la madre al otro lado de la puerta, llorando desconsolada. Al salir el médico entró el cura que le dio la extremaunción y a las cuatro de la mañana la casa quedó en completo silencio, salvo los suspiros de su madre. Anselmo estuvo en coma cuatro semanas en la improvisada mesa de operaciones, que era la de comer y cenar, porque el doctor prohibió cualquier movimiento. Su madre, Adela, y su tía paterna, Inés, además de asearlo con sumo cuidado y alimentarlo a cucharaditas de arroz con leche, purés de verduras y agua de los melocotones, fueron moviendo la mesa milímetro a milímetro para acercarla a la cocina de leña, para que el niño no pasara frío. Cuando ya estaban todos perdiendo la esperanza, aceptando la situación como normal y empezando a rezar por su alma más que por su recuperación, Anselmo despertó como si nada hubiera pasado. Las heridas estaban cicatrizadas y el doctor le hizo unas pruebas. Se acordaba y reconocía a la familia y decía sus nombres y en el pizarrillo de la escuela supo escribir el suyo con los dos apellidos, hacer sumas y restas llevando y dijo de corrido el padrenuestro y el credo. Anselmo recibió el alta y lo trasladaron a su cama con la orden de vigilar cualquier síntoma raro y avisar de inmediato. Su madre quiso estar en todo momento acompañando a su hijo y llegada la noche quedó a velarlo en una silla en su cabecera hasta que cayó rendida por el sueño. Al despertar el niño ya estaba despierto. Con el desayuno le preguntaron qué tal había dormido y Anselmo contó la verdad, que no había dormido, que se había pasado la noche esperando el sueño primero y al amanecer después, mirando a su madre. No fue hasta la tercera noche que sus padres se preocuparon y llamaron al doctor que le hizo una nueva exploración. Despierto, activo, animado y de buen humor el galeno descartó de inmediato la posibilidad de que aquel rapaz llevara tres noches sin dormir. Fisiológicamente imposible, dictaminó. La falta de sueño, explicó, produce falta de atención, de agilidad motora, de rapidez mental y de ordinario ocasiona mal humor e incluso depresión. Nada de esto presentaba el niño así que quedaba descartada la posibilidad del insomnio. Esa noche se turnaron su madre, su tía y su padre para contarle cuentos y hablar con él y, efectivamente, los adultos iban cayendo rendidos y el niño seguía tan fresco. Dos noches después avisaron de nuevo al médico. El niño no dormía y seguía tan activo como cualquiera de su edad. La orden que vino de vuelta fue que empezara ya a ir al colegio y que hiciera vida completamente normal. La actividad intelectual y física le vendría bien para agotarlo y que estableciera pautas de sueño normal en las horas nocturnas, desconfiando de que estuviera haciéndolo de día fuera de la vigilancia de los adultos. El caso es que después de dos semanas de actividad normal Anselmo seguía sin dormir mientras todos en la casa caminaban como almas en pena por la falta de sueño de vigilarlo y el nerviosismo de una secuela grave. Ahí la cosa se puso seria y Don Eladio desempolvó sus viejos libros de fisiología. El del Dr. Wundt, el del Dr. Sertoli, los dos tomos en alemán y letra gótica de Helmholtz, y los revisó de cabo a rabo para saber qué síntomas buscar y qué pruebas hacerle. Repasó incluso las notas al pie, los casos más extraños y las dolencias más inespecíficas en busca de algo que justificase la ausencia total del sueño. Lo poco que apareció fueron, claro, casos patológicos que cursaban con comportamientos anormales y constantes fisiológicas inauditas, disparatadas, que en Anselmo no se manifestaban, ni siquiera insinuaban. Para inducirle el sueño el médico le recetó láudano que su padre preparó en diluciones cada vez más potentes hasta plantarse y negarse al experimento porque las dosis rozaban la toxicidad incluso para un adulto. Nada lo hizo dormir. Anselmo se encontraba, eso sí, cada vez más malhumorado y huía de los adultos porque tanta atención, tanta preocupación, tanto miramiento se le estaban haciendo insoportables. Este malhumor duró hasta la noche de Reyes, seis larguísimos meses. Ese día los Magos le dejaron un libro, “Las aventuras de dos niños en el Amazonas”, que contaba las aventuras de dos hermanos de viaje con sus padres desde Río de Janeiro hasta Manaos en la época de Navidad y sus aventuras con animales, peces y otros niños en un largo viaje por el río. Anselmo no volvió a dormir nunca más y casi todas esas horas sobrantes, esas horas que los demás usan para descansar de noche, para echar una siesta a mediodía, las ocupó leyendo. Su familia, viéndolo alegre y sano y y tan enfrascado en sus lecturas atribuyeron su cambio de humor y su alegría a la obsesión por los libros y las aventuras que leía en ellos. Acabó estudiando farmacia como su padre y finalmente, luego de años de atenderlo juntos, heredó el negocio que le fue muy bien porque lo mantenía abierto las 24 horas. Pasaba las noches en la rebotica hablando con los amigos más bohemios o estudiando o leyendo, siempre rodeado de libros. Sólo en otra ocasión volvió a ser examinado por un médico por su falta de sueño. Por insistencia de su primer médico, un Don Eladio ya nonagenario que no olvidaba el caso y aún consultaba revistas de novedades y tomos mohosos en busca de una explicación, se dejó llevar a Madrid ver al famoso Dr. Kern Pàl, un húngaro especialista en asuntos del sueño de visita en España para un congreso. Nada resultó de aquello más que un interés superficial por parte de aquella supuesta eminencia. El viaje fue agradable, pausado y ameno, acompañando al viejo doctor que le fue contando sus aventuras y correrías de juventud ya lejana en aquella ciudad que ya era otra. Anselmo, me cuentan, fue siempre un tipo alegre, optimista y esperanzado. Un tipo que no dormía y pese a estar expuesto al mundo y sus tristezas, sus maldades y a veces sus inhumanidades, no perdía la ilusión y sabía transmitirla a los demás. Los clientes que se acercaban a su farmacia, mostrador donde recalan más moribundos y querulantes que en la barra de un bar, marchaban todos con palabras de ánimo, de esperanza, siempre acertadas para su caso. Tenía una ingenuidad infantil sin caer en la candidez o la credulidad que lo hacía cercano y querido por la parroquia que hacía cola para ser atendido. Aunque estuvo enamorado un par de veces nunca se casó, quizá porque lo muy extraño asusta y más si lo anormal se esconde tras la apariencia dela más absoluta normalidad. Algo se oculta, pensamos, cuando vemos a alguien reaccionar demasiado bien a una enfermedad grave o a una pérdida grande. En el fondo, aunque callaran, todos consideraban extraño que tras haber llevado un tiro en la cabeza, de que le hurgaran en el cerebro en una cocina y quedarse sin el descanso y el olvido que otorga el sueño pareciera siempre tan feliz, tan optimista, tan esperanzado. La respuesta a esa pregunta sólo se la confesó a un íntimo, compañero de cientos de noches de conversación en la rebotica, Antonio Permuy Penabad, a quien dejó todos sus libros y parte de su herencia. Aquella lejana noche de Reyes, con diez años, le ocurrió lo que no le ocurre a ningún niño, que vio entrar en su dormitorio a los tres Reyes Magos con sus capas, sus coronas, sus enormes bolsas cargadas de regalos y sus camellos engalanados y sedientos. Los Reyes, claro, quedaron extremadamente sorprendidos porque jamás habían encontrado a un niño que no durmiera. Estuvieron hablando con él un rato largo, al principio algo molestos, luego comprensivos y finalmente hasta divertidos, y eso ocasionó que aquel año hubiera un cierto retraso en las entregas. Anselmo esa noche supo que el espíritu navideño, algo ñoño e infantil, algo ingenuo y candoroso, no es una mera ensoñación. Que esa breve temporada de felicidad y disfrute podemos extenderla al resto del año, que esa época de corazones abiertos, de hospitalidad, de reunión con familia y amigos dispersos, de alegría sincera y honesta podría y debería impregnar todos los días de una vida. A él, condenado a vivir toda la vida en un único largo día eso le resultó sencillo. A los demás, que vivimos víctimas del cansancio y del olvido que nos da del sueño, eso nos cuesta más. Quizá por eso, pero sin pensar mucho en ello, se dedicó a recordárnoslo a todos con el buen humor, con la alegría y el optimismo de un niño la mañana de Reyes. Yo tengo en mi biblioteca un ejemplar del libro “Aventuras de dos niños en el Amazonas” que me regaló hace muchos años Antonio Permuy pero no tiene ni marcas ni dedicatorias y no tengo por ello manera de saber si ese ejemplar fue el de Anselmo. En todo caso, cada Navidad lo busco y le acaricio el lomo y me acuerdo de ambos.