Berbiquí, será manía, es una palabra que me gusta. Berbiquí se usa poco por escrito, al menos en las cosas que yo leo, y es una pena. Iba a escribir que berbiquí es una onomatopeya pero el asunto es mas complejo, va más allá. Berbiquí es una palabra sinestésica; es fina, retorcida y puntiaguda, como el chisme al que nombra. Convierte la impresión visual en sonidos, ber-bi-quí, dos en los labios, en la entrada, el tercero en el fondo de la boca, avanzado el taladro. Berbiquí es una palabra misteriosa y preciosa y perfecta para designar lo que denota. Seguramente así eran las palabras con las que Dios, al pronunciarlas, creó las cosas en los tiempos veterotestamentarios, cuando el mundo era jovencísimo y las cosas, los berbiquís, nuevos del trinque. Luego, ya sabemos, algo pasó; advino la arquitectura, la burbuja inmobiliaria de Babel y el consecuente castigo, cierres y despidos y diáspora. Berbiquí tiene una historia que no me gusta, porque la hacen venir del holandés vía el francés. Las palabras buenas, las palabras estupendas, y berbiquí lo es, vienen directamente de Dios, son anteriores a todo, anteriores a Babel. Eso es lo que yo quiero creer aunque no siempre es posible. Después de la confusión de las lenguas cada uno hizo lo que, más o menos, le dio la gana, corrompiendo el mundo con palabras feas que nombran cosas igualmente feas, porque en el fondo casi todos somos así y la cabra tira al monte. Hay, no obstante, individuos aislados que, la mayoría de las veces como idiots savants, otras, las menos, como genios incomprendidos, mejoran la obra de Dios. Isolino Mendoza, carpintero, viene a veces a casa a hacer chapuzas y me cuenta que su hijo no para quieto un instante, que es imperativo, también dice berbiriquí. El berbiriquí, si lo repites con cuidado, con la atención que estas cosas merecen, tiene una vuelta más, una espiral más en la broca, y la tercera sílaba apoya a la mitad, en el paladar, entre la boca y la garganta. Dios, que se encarnó en el hijo de un carpintero, como el de Isolino, viendo que algunas cosas buenas merecen la pena, en ocasiones toca con su gracia a gente sencilla enviándonos un mensaje. Un mensaje simple de esos que sólo vemos si queremos ver, que el misterio y la belleza existen en las cosas pequeñas, que aparentan tener poca importancia. Por ejemplo en una vueltita más en esa maravilla que es la palabra berbiriquí.
Hay palabras de esas, que parecen de broma, pero que no lo son, y que se usaban antiguamente, y ya están en desuso porque lo que nombraban ya aparece sólo en los libros y representaciones de época, como «miriñaque «, y a otras, como «muñequilla», les queda un telediario.
Mi favorita solía ser «cucuné «, que es como mi abuela llamaba, con mucha guasa, a las cofias blancas que las muchachas de servir llevaban en la cabeza, en las casas de familias con pretensiones.
«Por desgracia, las damas del lugar han adoptado, en cuanto cabe, casi todas las modas francesas, y van perdiendo el estilo propio de vestir y peinarse. Todas usaron ingentes miriñaques totales, y ahora usan el miriñaque parcial y pseudocalípigo que priva. El día menos pensado abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan, tomando por modelo el figurín, y suelen llamar á este peinado de cucuné ó de remangué, á fin de darle, hasta en el nombre, cierto carácter extranjero. Las faldas, en vez de llevarlas cortas, las llevan largas, y van barriendo con la cola el polvo de los caminos. En resolución, es una pena este abandono del traje propio y adecuado.»