EL HIATO – Cinco

Otro obsesivo es Peter Greenaway, sólo que este, que yo sepa, sólo hace cine. Greenaway enumera y ordena las cosas y a sus películas les pone música de Nyman que es igualmente un obsesivo; del orden, de la repetición, de la minúscula variación. Son un poco tal para cual: dos neuróticos. Para escuchar a Nyman tienes que estar de humor, ese humor especial que hace que algunos días te guste el techno de Kraftwerk. Si no estás en esas mejor te dedicas a otras cosas, limpiar el baño o algo. 

Greenaway tiene un pequeño corto titulado “H is for House”en el que se cuenta, levemente, por encima, la historia de un naturalista, un hombre de costumbres que todos los días seguía al sol alrededor de su casa, como hace un girasol. Todos los días, nada más amanecer, se sentaba a desayunar con su familia en el porche que miraba al este. A las once en punto se volvía a juntar la familia en la veranda orientada el sureste a charlar y tomar un café. La comida la hacían, siempre todos juntos, en la terraza que miraba al jardín, en la fachada sur de la casa. A las 7 en punto cenaban en el invernadero situado al oeste mirando al sol caer y tan pronto como éste se ocultaba el naturalista se metía en la cama. Cuando la tierra empezó a girar en sentido antihorario el naturalista fue incapaz de cambiar sus hábitos, de adaptarse. Así vivió el resto de su vida a la sombra de su casa y nunca más se sentó a desayunar, tomar café, comer o cenar con su familia. El naturalista, no recuerdo que Greenaway lo haya dicho pero a los efectos que interesan lo doy por supuesto, fue para siempre un tipo triste, más triste de lo que ya era, alejado de su familia y de lo que más quería.

Hay gente así, gente para quien su casa y su familia es el centro de su vida pero que la pierden por tonterías como no adaptarse a los pequeños cambios; que la tierra empiece a girar a contrasentido, por poner un ejemplo sencillo. Yo, en casa, doy vueltas a la finca porque en estos tiempos es necesario tener hábitos, y si son saludables pues mucho mejor. Giro, para que no me pase lo que al naturalista, cinco o seis vueltas en sentido horario y otras tantas en el contrario. Siempre el mismo número en cada dirección, no vaya a quedar pillado. Esto, lo de dar vueltas, es un propósito de año nuevo trasladado al hiato que en conciliábulo familiar nos hemos marcado y que por ahora he cumplido. Comer a las horas y sólo a las horas, trabajar algo, dar esas vueltas diarias al que ahora es todo nuestro mundo, cada día llamar a alguien que queremos para interesarnos por él, escribir unos párrafos, fumar únicamente en el porche. Y así. El hombre es un animal de costumbres, como el naturalista, pero es una buena costumbre ir variando de costumbres.

Yo empiezo girando en sentido antihorario, saliendo desde el porche orientado al SO (238º), en el que tomamos café a media mañana y a media tarde. Si trazásemos una línea perpendicular al porche esta sería también perpendicular al cierre. El primer tramo es atravesar el césped hasta el lindero en el que una pequeña valla nos separa del resto del mundo, de la naturaleza y la barbarie, de la enfermedad. Alcanzada la valla, por fuera de la cual corre una trocha abierta por los jabalíes, giro en dirección SE (154º) afrontando la recta de salida. Primero camino el largo de la piscina, sorprendentemente limpia a estas alturas del año. El hiato permite atender adecuadamente, buscando actividad, a cosas que normalmente uno desatiende y quedan a la buena de dios. A continuación me encuentro con el primero de los membrillos, seguido a inmediatamente del segundo, con el que junta la copa. Los membrillos son, me lo enseñó Ciryl Connolly, la fruta del amor. “El quince, coing, membrillo, marmelata, pyrus cydonia o portugalensis; emblema del amor y la felicidad para los antiguos, era la fruta dorada de las Hespérides y la manzana del amor que las doncellas griegas daban a sus novios. Era también símbolo chino de una larga vida y de la pasión.”. Ahora mismo están floreciendo, quizá un poco prematuramente. Advierto, así en general, un apresuramiento en la cosa primaveral, una urgencia, una ola que se viene arrollándolo todo. Las hojas del membrillo, aún no todas en su sitio, tienen un brillo especial. Son anodinas y hasta tristes, pero su anverso es de un tono blanquecino que las noches de luna brilla con una luz extraña, como de tenue luciérnaga, esos saltamontes con un LED en el culo. Llevan ahí toda la vida, o casi toda, y recuerdo perfectamente cuando se plantaron. Recuerdo, al estilo Perec, que cavé yo los hoyos con una de esas palas planas de jardinero que aquí llamamos palote, acepción que la RAE desprecia y omite como tantas otras cosas. Esas hojas fascinan a X. y le encanta sentarse en el porche en la noche a contemplar ese brillo extraño. Las flores del membrillo, pequeñas y humildes, en modo alguno presagian el fruto, enorme, dorado, compacto, pesado. Su carne tiene una consistencia inesperada, un poco como el jabalí, que en foto parece un cerdo pero de cerca produce la impresión de estar hecho de madera maciza. El membrillo, peludo, cerúleo, y de un amarillo maravilloso produce esa misma sensación. Lo imagina uno jugoso, tierno y leve, con la blandura de un pecho, y en realidad es sólido y pesado. El membrillo es la fruta que elegiría un niño para comérsela para inmediatamente llevarse un chasco.

Si levanto la vista de la pantalla, por donde el mundo durante el hiato entra en casa, ese sitio en donde toda desgracia tiene acomodo, y miro por la ventana, veo los membrillos. Estos días que salen soleados no hay cristiano que los distinga de los buenos de septiembre. Son días quedos, de tardes sin viento ni zozobra, en los que el cuerpo pide beberse despacio un oporto y la vista pasmarse en esos eucaliptos lejanos que a la mínima tiemblan. Son pequeños regalos que a los gallegos, que le tenemos nombre a todas las modalidades de la humedad, nos pillan siempre por sorpresa sin haberlos bautizado. Yo, mirando a los membrillos sé perfectamente si es mayo o septiembre porque ahora están cubiertos de unas flores blancas y pequeñas, humildes, con sólo cuatro o cinco pétalos y sé que en unas horas brillarán con la luna como si tuvieran un algo fosforescente. En septiembre colgarán los frutos de las ramas, venciéndolas, puntuando de amarillo el fin del verano. Fabulo ahora planes para septiembre, ese tiempo tan lejano, pensando en pelarlos y cocerlos con apenas agua, como los mejillones, con otro tanto peso de azúcar para hacer el dulce. Saldrá como siempre un dulce sólido, carnoso, oscuro, exactamente del color que tomarán las hojas del árbol un par de semanas después, justo antes de caer sin ruido.

EL HIATO – Cuatro

He leído con retraso imperdonable a Procuro en su blog. Habló antes que yo de Perec. Esa coincidencia no puede ser casualidad, tiene que significar algo: que ambos somos de un signo de fuego, del mismo año chino del dragón o que tenemos el mismo modelo de router wifi y los chakras se nos han alineado por influjo de las ondas magnéticas. A las cosas hay que buscarles sentido porque de otro modo se te atrofian los miolos. Hay quien acepta el mundo tal y como parece ser, absurdo, caótico y sin sentido y hay quien, por el contrario le busca sentido. El sentido es músculo y la aceptación del azar, el encomendarse a la divina providencia, sólo grasa que pesa, entorpece y abotarga. Así que algo habrá en ese caer casi al unísono en el recuerdo del francés, ese hombre grande de barba desgarbada y sonrisa adolescente.

Perec ponía mucha atención en los detalles y la exhaustividad, pero no como un naturalista decimonónico, no como Blasco Ibáñez, que lo dejabas suelto y te largaba doce páginas sobre cómo el sol se filtra entre las hojas de los plátanos que bordean el camino, el trino de los pájaros a tempo con el trote del caballo y el sonido de las ruedas de la calesa y el baile de los granos de polen en el aire leve de una tarde de verano. Estoy seguro de que los alemanes, más prácticos, tienen para esas doce páginas una palabra con sólo dos vocales y casi todas las consonantes. Perec trabajó durante años como bibliotecario en un centro de investigación médica y, aunque seguramente ya nació obsesivo y minucioso y posiblemente algo neurótico, con certeza esa manía de describir, clasificar, catalogar casi linneana le viene de poner orden en los papeles de los médicos. Perec describe, identifica, cuenta y ordena, en su escritorio y en sus textos, las grapas, las gomas de borrar, los lapiceros y los clips. Ordena la vida rebuscando en las casas, en las habitaciones de las casas, en los cajones de los escritorios y en las cajas que hay en los cajones. A eso le llama La Vida: Instrucciones de Uso y se queda más ancho que un ocho porque si no sabe intuye que tiene razón.

Otro que se recrea en los silencios, los detalles, las minucias, el movimiento levísimo de las cosas y el tiempo detenido es Nicholson Baker. Su primer libro transcurre en el tiempo de un viaje en ascensor. NB podría hablar durante horas, si necesario fuera, de la temperatura de una habitación, la de un biberón, el sonido de una cerilla al encenderse o el encaje de unas bragas. NB sufre, ay, de la misma bibliotecomanía de Perec. NB lidera una cruzada en la que, pienso yo, además de ser paladín es el único miembro activo cuyo fin es preservar los millones de libros que las bibliotecas americanas destruyen cada año a favor del microfilm. NB no cree en los píxeles parpadeantes en las pantallas de los pecés sino en los dibujillos de tinta en la pasta de árbol astutamente elaborada que forma los libros. Libros ordenados por materias, temas, autores en largos estantes. En Perec y MB a las cosas no hay que ponerles mucha poesía, la tienen si las identificas y ordenas, si te detienes a mirar, escuchar, oler. 

Creo que estos días de encierro, por buscarle sentido a algo que seguramente no lo tiene, nos han hecho, no están haciendo, más sensibles a las minucias, a las costumbres de los caracoles, al ruido de las cerillas al prenderse, al color exacto de las gomas de borrar, a la importancia de una flor o el número de folios que quedan en el montón vecino a la impresora. Yo hace unos días que he advertido que una de las minucias de este hiato es que paseo por casa con los bolsillos vacíos. Normalmente llevo en los bolsillos muchas cosas y no era plenamente consciente de ello. 

Siempre iba conmigo, ahora en el hiato ya no, un llavero de bronce con forma de elipse, esa figura geométrica con dos focos, que lleva grabado en el anverso la leyenda “OWNER” y el logo de Rolls con dos RR mayúsculas. Mide 6,5 cms su eje mayor y 3,5 cms el menor. De su anilla, que no es la original porque en algún momento se me quedó pequeña, cuelgan once llaves, tres de ellas de seguridad, de esas con muchas acanaladuras y avellanados, que abren las puertas de la casa de mi padre, de la de mi hermano y del despacho. Una de las otras destaca por tener un largo extra y restos de pintura de color morado, amarillo y naranja y que abre la puerta de mi casa por la que nunca entro. Hay otra, exactamente igual pero sin rastros de color, que abre exactamente la misma puerta. Efectivamente, como los viejos que llevan en la cartera el DNI y una fotocopia llevo en el bolsillo dos ejemplares de las llaves de casa en el mismo llavero. No tengo ni idea de por qué. Otra destaca por ser mucho menor que las demás y abre el buzón del trabajo; tiene la cabeza redonda y sólo otras dos comparten esa característica, la del portal del despacho y otra, muy vieja y con rastros de óxido a la cual llevo mirando un rato y no consigo recordar qué puerta abre ni porqué está ahí. Las demás tienen todas ellas la cabeza poligonal. De las  once llaves cinco abren puertas a la calle, cuatro abren puertas que dan a un descansillo o zaguán, una al buzón y otra ns/nc. La más vieja pero una de las que mejor se conservan, es la de la casa de mi hermano y la más moderna de la casa de mi padre, que cambiamos la cerradura no hace mucho, menos de un año. Esta, que es la menos ajada, tiene un brillo de novedad que tras su muerte me resulta un poco desagradable y es la única que abre a un sitio al que no me apetece ir, lleno aún de sus recuerdos y los míos. Todo el conjunto, salvo las excepciones mencionadas, tiene un aire desgastado, usado, con muchas rayaduras, como esas herramientas de los carpinteros que a simple vista se advierte que llevan años y años de trabajo y aún son útiles. Mirándolo, aquí sobre la mesa a mi lado, puedo evocar perfectamente el peso y el sonido de cada una de las puertas que abren esas llaves, si lo hacen a izquierda o derecha, hacia adentro o hacia fuera, la sensación y el olor de cada uno de los espacios privados a los que con ellas accedo, la luz y los colores de los portales, zaguanes y recibidores y a quienes viven o ya no viven en ellos. El llavero lo compré en 1980 en Carnaby Street y nunca he dejado de usarlo así que puedo presumir que en cuarenta años no he perdido nunca las llaves. Cuando alguien insinúa que soy descuidado u olvidadizo meto la mano en el bolsillo, el dedo índice por la anilla y acaricio el conjunto con el pulgar. Hoy, encerrado en la intimidad del hiato no me siento tan encerrado porque puedo viajar por todos esos otros espacios también íntimos simplemente mirando el manojo de llaves.

Quedo cavilando, porque descuidar el sentido y abandonarse al azar es grasa, qué dice de mí lo de llevar una llave que no sé que abre y dos de casa, de una puerta por la que nunca entro. Arriba los corazones.

EL HIATO – Tres

Estos días de pandemia muchos se han puesto a escribir Diarios de la Pandemia, Diarios de la Peste y así. Remar es un coñazo, esto es una evidencia. Remar con todos, por cojones amarrado al duro banco de una galera turquesca, ambas manos en el remo ambos ojos en la tele, además de un coñazo es una condena. No obstante me he propuesto remar, como todos, condenándome a escribir algo diariamente, a ser posible por libre, sin seguir el ritmo del grupo. Ser voluntariamente como todos y al tiempo distinto es, ya lo sé, un imposible metafísico. Me lo tomo pues como un reto gozosamente abocado al fracaso.

Me he dado cuenta de que vivo en un hiato, en un tiempo vacío a la espera de que la vida, el discurso, se reanude. Vivo en un domingo, ese día extraño y vacío desde que dejamos de cumplir el precepto que lo llenaba. Ese día en el que la mejor opción es dejar pasar el tiempo a la espera de que llegue el lunes. Los protestantes llegaron antes al vacío del domingo, quizá porque llegaron antes al ateísmo, que no es más que una variante asintomática del cristianismo. Un cristianismo leve, aceremonial. Así los domingos vacíos, si cito bien a Ciorán, llevan al aburrimiento que es malísimo: el aburrimiento de las tardes de domingo llevó a De Quincey a probar el láudano y a los muchachitos indolentes a inventarse el surrealismo. Son horas propicias para fabricar bombas. El hiato tienta al diligente a caer en la molicie del ocio, tan acertadamente denostada en las escrituras. En todo trabajo hay ganancia pero el vano hablar aboca sólo a la pobreza.

Advierto, no obstante, que es mejor que, como desiderátum, no se abandone uno al ejercicio del puro ingenio. Eso sería, admitámoslo, muy parecido a fabricar bombas si no lo mismo. Tengo a mi lado una pequeña pila de libros –Las gafas del diablo, Sobre casi nada, El sepulcro sin sosiego– y en él un ejemplar muy ajado, en papel ya marrón, como de envolver los clavos en las ferreterías, de la revista “LA NOVELA UNIVERSAL”. Este número contiene cinco novelas cortas. La primera se titula “Los dos soles de Toledo – Novela Primera escrita sin la letra A”. Le siguen “La carroza con las damas”, “La perla de Portugal”, “La Peregrina Hermitaña” y “La Serrana de Cintía”, escritas sin las correspondientes siguientes vocales, e, i, o, u. Escribir una novela, aunque sea mala, sin una determinada letra es un poco una gamberrada, una trastada infantil sin grandes consecuencias pero que denota un estado de aburrimiento y la búsqueda de emociones. Tengo también en algún sitio “El secuestro” de Perec,  otro que era prono a estos juegos y escribió en su francés natal “La disparition”, novela sin la letra E que tradujeron al castellano sin usar la letra A. Perec hacía lipogramas, listas imposibles, novelas en las que los personajes se movían como el caballo del ajedrez y cosas así. Se ve que no fue el primero y tampoco lo fue un tal Wright que escribió la novela “Gadsby” sin la letra E. 

Anterior a estos fue el autor de los dos soles, un tal Alonso Alcalá, según me informa el Cervantes Virtual, que las publicó en 1641 en Lisboa. Si a “Los dos soles de Toledo” que tienen en su web les pasas en el navegador una búsqueda de la letra A va y resulta que aparece una vez. “Y porque se divirtiese de sus tristes suspensiones e inquietudes -que muchos dijeron ser hechizos, siendo sólo un intrínseco y vehemente incendio, procedido de lo refino de un bien querer, desentendiólo de su objeto y sin ánimode recíproco tributo- le trujo don Pedro, su tío, por eminente doctor un egipcio de éstos que sin serlo con invenciones y embelecos y con título de pobres corren todo el mundo.” Hay que joderse, el mejor escribano echa un borrón. En mi edición, que siendo tan pobre y hasta cutre ni autor ni referencia al mismo contiene, este borrón, este baldón, no aparece, gracias a Dios. La frase es bastante distinta en su forma más no en su inteligencia y llegado el punto del yerro dice: “…procedido de lo refino de un bien querer, desentendiendo de su objeto, y sin logro de recíproco tributo”. Un parche, vaya, de alguien con tiempo y ganas.

Pienso que Alonso, Georges, el anónimo corrector, los ignotos traductores así como en su día el autor del Gadsby, se aislaron en un tiempo tontorrón, un poco al margen de los que corrían, en un hiato buscado de propósito en el que consumieron el tiempo porfiando contra las palabras y los sentidos para lograr su pequeña gamberrada, su venganza quizá contra todo, poniéndolo patas arriba con lipogramas. Haciendo la revolución en una cisura entre dos jirones de vida, una revolución con palabras vanas que, ya se escribió, aboca a la pobreza. Arriba los corazones.

EL HIATO – Dos

Se ha muerto Kenny Rogers a quien yo sólo conocía por The Gambler. Como dijo alguien: últimamente se está muriendo mucha gente que no se había muerto antes. Esto seguro que significa algo, lo que sea, pero se me escapa. Son estos días de encierro, momentos de parada y reflexión, parcial, no como la de Kenny, que ya es la definitiva. Me malicio, no obstante, que resultará más provechosa la nuestra que la de él. Si somos capaces de aprender algo igual nos quedan unos días para ponerlo en práctica. Some advice, son. La vida, que es una partida de cartas según el amigo de Kenny, seguramente un trasunto de él  mismo, hay que tomársela como va viniendo, decidiendo sobre la marcha, y ya se verá al final. You got to know when to hold ‘em,know when to fold ‘em,know when to walk away,and when to run.You never count your moneywhen you’re sittin’ at the table. There’ll be time enough for countin’when the dealing’s done.

Por si muero, por si muero pronto, me he puesto a ordenar mis cosas. He empezado a vaciar las botellas que tengo empezadas, oporto mayormente y algo de Lagavulin. Morirte dejando cosas a medias me parece una falta de deferencia para y con los que se quedan. Los deudos. Llevo, por eso, un estado de ánimo impreciso, entre desinhibido y melancólico, que me ha quitado las ganas de ordenar papeles. El viernes 13 de este marzo que es para olvidar huí de Sevilla en un coche alquilado apresuradamente. Acabé mi juicio y salí de allí tan rápido como pude. Habría robado un caballo, como Kenny Rogers en alguna de sus películas malas, pero no resultó necesario. Casi mil euros me pedían por un Fiat 600, se ve que oferta y demanda funcionan cojonudamente en Sevilla. Al final después del regateo quedó, sin depósito, sin one-way feey sin no sé qué otra cosa en algo asequible. Por dos euros más me ofrecieron el menú extra grande y al final viajé en un WV Polo. Al pasar por Mérida me acordé de Ximeno y pensé en localizarlo y conocerlo, cosa que me apetece, pero uno no huye y se para a tomar cañas o a comer. Sólo si uno es Clyde, que vivió huyendo, se para a beber whisky con amigos en plena huida. Queda para otro día, me dije sin contar con él para nada, dando por supuesto que le apetecerá, que quién sabe. 

Al llegar a Bejar, al subir esa larga pendiente para llegar a Bejar en la que el Polo se asfixiaba en quinta y que por ello se hizo eterna, me acordé de JL. Me había llamado el martes anterior y me pilló en Barakaldo, entrando en sala. Estamos enterrando a mi hermana, me dijo, en Béjar. Se asfixiaba el Polo y me asfixiaba yo también un poco al acordarme de M. y de lo pijos que éramos, concienzudamente diría. Teníamos 18 y nos íbamos al bar del Tirol en Marqués de Urquijo donde un camarero con chaquetilla blanca de maitre con galones verdes nos servía negronis en aquellos sofás de cuero. Hablábamos de yo qué sé, de casi todo, haciendo como que éramos muy modernos, mucho más que todos los demás, que eran supermodernos. M. se ha muerto y aunque hace mil años que no la veía, treinta quizá, se ha muerto la bejarana con la que bebía negronis en el Tirol. Todo se acaba, y la última vez que pasé por allí ya ni el Tirol se llama Tirol, así que las malvas del tipo de la chaquetilla con seguridad estarán ya marchitas. Con 55 se ha muerto M. que es la edad que, creo yo, mueren los Nexus 6, los que brillan mucho desde jóvenes en casi todo y a los que el creador, todo tiene su precio, les concede menos tiempo. No se puede tener todo. No podemos tenerlo todo. En algún momento tuvimos juventud, cierta belleza, la sensación de inmortalidad y, una noche de mayo, un negroni en la mano. Pero esas cosas pasan. Y últimamente, además, se está muriendo gente que antes nunca se había muerto. Igual aprendemos algo, pero no sé. Arriba los corazones.

EL HIATO – Uno

Empiezo a estar hasta los cojones, vulgo harto, de este confinamiento. Nada grave, nada preocupante, sólo que las molestias leves las llevo con peor ánimo que las graves y la repetición de malas noticias las desluce, las deforma, las minimiza. La foto de un virus acojona, redondo y verde lo pintan, como un balón del que surgen apéndices como vuvuzelas, como narices de marcianos del TBO. La foto de miles de millones de virus en el fondo de una placa de Petri deja indiferente, es sólo suciedad, piensa uno. Porquería, mierda, a la espera se una buena limpieza. La cercanía, la convivencia con el mal que supone su repetición lo deforma. Ni de lejos vemos ni de cerca enfocamos; cada cosa necesita una distancia que la ponga en perspectiva y el asunto del virus se me está yendo del punto focal. Me alegra estos días tristes el asunto del meteorito que se acerca a la tierra.

Recuerdo a Maistre estos días, pero no al que todos pensamos al decir Maistre sino a su hermano el general. Xabier escribió el delicioso “Viaje alrededor de mi habitación”, cuarenta y dos capítulos que se corresponden con cuarenta y dos días de encierro. Un encierro así así, un encierro con alguna visita porque era la condena por un duelo. Cuarenta y dos días de la mesa al sillón, a la cama. Escribiendo, recordando, fabulando. Se complace en sentarse en su butaca, que imagino un sillón orejero como el del Marqués, como el mío, como el que hay en toda cada de bien. Cuando no tiene prisa en viajar por su cuarto de Maistre se sienta en su sillón orejero, se reclina hasta que las patas delanteras se levantan del suelo un par de centímetros e inicia sobre las traseras un leva bamboleo, izquierda, derecha, izquierda, derecha y así va lentamente avanzando hasta el otro extremo de su habitación. En ocasiones el placer del viaje lo encontramos en un avance parsimonioso, bamboleante, procesional. Un avance que se recrea en el propio avance más que en el destino. Yo lo de viajar por casa lo tengo desentrenado por lo mismo que el virus, demasiado cercana. Todos los días la paseas del salón a la cocina, de la tele al despacho y nunca hay grandes novedades, el paisaje es siempre el mismo y dejas de verlo. Si acaso algún pequeño accidente como machacarte el meñique en un viaje nocturno de la cama al baño más producto de la infortunada mixtura de desatención y urgencia que de novedades geográficas.

Creo que, como Maistre con sus grabados y su sillón y sus pinzas de atizar el fuego, así el Marqués con su orejero y sus bolas de marfil, estoy, estamos, cayendo en viajar por la casa con parsimonia y evocando los recuerdos de las cosas. Y ni tan mal, oiga. Por ejemplo ese libro descoyuntado del plúteo, hola Brema, es el Código Penal de 1870 que prevé la pena de confinamiento, la que nos hemos impuesto, que consistía en ser trasladado a un pueblo de las Canarias o las Baleares donde permanecer en libertad vigilado por las autoridades. Se ve que antes Ibiza o Lanzarote eran a tomar por culo, un castigo en sí mismas, y sus vecinos delincuentes de nacimiento. Supongo que si se condenaba a un canario lo mandarían a las baleares y viceversa, y el condenado era un peninsular lo echarían a suertes o algo. En todo caso el tribunal debería, atendiendo a la educación y formación del reo, prever la posibilidad de en el vertedero que eran las islas, pudiese con ellas ganarse la vida. El Código, que se promulgó con carácter provisional hasta la vuelta de vacaciones porque cerraban las cortes, estuvo en vigor hasta el 1932. Supongo que en España hacemos así las cosas, un poco apresuradamente para siempre. Pues recuerdo cuándo y dónde compré ese tomo viejo. Un comentario leído en Twitter el otro día me llevó a hojearlo, cosa que nunca había hecho, porque yo asumo con naturalidad y sin culpa que hay libros que son cosas hasta que un día transmutan en textos, y verificar que efectivamente el Art. 116 prevé estas cosas tan chuscas. Arriba los corazones.