COSAS QUE HACER EN MONZÓN SI NO ESTÁS MUERTO


Monzón está más allá de Huesca, que está más allá de Zaragoza, lo cual es mucho más allá de lo que parece razonable conducir. A veces, por dinero, por amor o por cualquier otra tontería hacemos locuras. Sobre todo por amor. Esto se lo dije yo al cura de los cursillos prematrimoniales y aquello cayó, valga la figura, como un jarro de agua bendita en un aquelarre. A poco que no me caso. ¿Qué es el amor para vosotros? preguntó el pastor a su aborregado rebaño primero así en general y luego, señalando con el dedo, uno por uno. Las respuestas fueron todas propias de una Miss venezolana, claro, que era lo que el pastor de aquellas almas nuestras esperaba. Un don de Dios. La Gracia Divina. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Y así. Pongamos la cosa en perspectiva. A mi hoy cónyuge su cura de cabecera la había eximido de tan amargo trámite así que acudía solo a aquellas jornadas. Sin su ayuda, auxilio, asistencia, socorro o amparo que se reveló de pronto imprescindible. Un tipo sensato se casa, ademas de por la legítima ansia de monopolizar el objeto de su obsesión y lujuria, para tener alguien que le ponga caras o dé patadas por debajo de la mesa cuando está metiendo mucho la pata. Uno, que se las da de sensato, siempre supo que para un plan a largo plazo la lujuria no iba a ser bastante y necesitaba a alguien inteligente y con buen criterio que le diese patadas en el momento correcto. En algún sitio leí que Stevenson dijo que casarse es domesticar al ángel apuntador; domesticar, doy por supuesto, en el sentido de hacer doméstico. En aquel momento y lugar, aquella tarde triste y lluviosa, en aquel semisótano bañado con la poco favorecedora luz de unos fluorescentes temblorosos y zumbones, rodeado de aspirantes a Miss, con todo apalabrado pero todo por empezar, ya empecé a echarla a faltar. ¿Qué es para ti el amor? me preguntó en mi turno el mosén señalándome con el dedo. Una especie de enfermedad mental, le contesté, dejándome llevar por mi natural provocador al no sentir la patada. ¿Y cómo así? dijo el tipo que además era cursi. ¡Explícanos! Enamorado, uno hace cosas que estando sano no haría ni de coña, le dije, como por ejemplo venir aquí. Algo debió advertir en mi aquella tarde triste que, pese a ponerse colorado del enfado, cambió de inmediato de tema y pasó a alguna otra banalidad que por supuesto no recuerdo. La idea, claro, no es nueva. En El último boy scout Bruce Willis dice “Creo en el amor; creo en el cáncer” y su compañero le da la réplica: “¿Porque las dos son enfermedades?” Son éstas referencias postmodernas que mosén quizá no manejaba pero la Celestina y su mal de amores o a Ovidio debería haberlos leído. Los médicos de la época tenían al amor en su DSM-VI como enfermedad psiquiátrica, y quizá nunca deberían haberla sacado de ahí. También es verdad que como enfermedad el tratamiento es simple: las embrocaciones frecuentes en las partes íntimas producen alivio inmediato si bien sólo sintomático. Valga esto para recordar que por buenos motivos hacemos cosas impensables, doblegamos disciplinados pero reacios nuestra voluntad y, por poner un ejemplo, va uno a Monzón. Aunque también es cierto que, como decía alguien que no recuerdo, todos los motivos son buenos, lo cual quiere decir que no valen para nada. Si sabe uno ir a Tolosa el camino es el mismo hasta Pancorbo -Astorga, Leon, Burgos y tal- y allí se toma un ramalito a la derecha en dirección a Logroño. Mi abuela era muy amiga de ramalitos y en todas partes veía la oportunidad de uno. Si aquí hicieran un ramalito nos ahorrábamos toda la vuelta por O Cadaval, decía. La gente amiga de los ramalitos, de los nuevos y de anchear los viejos, he podido observar, es gente sin tierras, lo cual coincide en el caso de mi abuela F. Quien tiene tierras repudia la obra pública porque sabe que siempre se hace a su costa a precio de saldo. Si circula uno por el ramalito que sale de Pancorbo simplemente ha de ir atento a ver el cartel que anuncia la llegada a Cuzcurrita del Río Tirón, pueblo al que fiando del nombre le supone uno encantos que posiblemente no tenga. Quizá se agolpen en Cuzcurritilla que está a tiro de piedra. En ese momento está próximo el fin del atajo y el nuevo comienzo de la autopista. Cerca, Tudela, villa y comarca que sin haber visitado nunca llevo en mi corazón. Cuando en la EGB ya nos sabíamos de memoria y de corrido los confines de España, los ríos y sus afluentes y los cabos más salientes, cuando ya nos habían quedado claros conceptos enrevesados como llanura, montaña, cordillera, monocultivo, latifundio, minifundio y regadío nos entregaron un libro que no era, en principio, para estudiar sino para consultar: El Consultor 3. El concepto era distinto de todos los libros anteriores. Tapa dura, temas largos y desarrollados, sin colores en el texto, con fotos y mapas en lugar de ilustraciones. Me enamoré inmediatamente; un libro de mayores. El Consultor, que me leí entero en las primeras semanas, trataba especialmente de Tudela y Frankfurt am Main. Tudela era el ejemplo de ciudad agrícola, en una llanura aluvial del Ebro, río que la atraviesa y riega, con clima suave y húmedo, productora de una gran variedad de cultivos de huerta que por su situación estratégica distribuye a las ciudades que la rodean. Y así. Tudela, donde nunca he estado, aparecía en un mapa serio, un mapa como de la Guía Michelin, con distancias y todo, y las carreteras o caminos salían de ella en todas direcciones como rayos de una estrella, y a mí Tudela me encantaba. Me imaginaba a los tudelanos saliendo de sus casas por la mañana en sus tractores a cultivar sus campos de regadío productores de toda clase de hortalizas en sus terrenos fértiles a las afueras, especialmente espárragos y pimientos. El Consultor 3 tenía tapas color mostaza de Dijon, papel grueso y una encuadernación que a las claras renegaba de la caducidad anual, propia de malas hierbas, y apostaba por lo perenne, por quedarse toda la vida en la estantería de casa, por si a lo largo de tu vida en algún momento te entraba la duda sobre algún detalle de Tudela y sus gentes. Luego hablaba de la conurbación industrial de Frankfurt, sus autopistas y carreteras, su situación estratégica en el corazón de Europa, sus muchas industrias mecánicas y así, y siendo el asunto también interesante ya me gustaba menos. Diríamos que era yo, a la edad de El Consultor 3, un poco rusoniano y veía en Tudela un paraíso agrario e idílico y en Francoforte del Meno a la civilización que si bien trae el progreso material lo acompaña inevitablemente de cielos grises y otros males, difusos e inconcretos pero ciertos. Yo a Tudela la llevo, nostálgicamente, en el corazón como una primera novia y quizá a Frankfurt como a la segunda. Creo que incluso tengo mejor recuerdo de Tudela que de la primera novia, la verdad, y pienso que un día debería ir a ver qué tal les va a los tudelanos en sus campos ubérrimos, pero si lo hago quizá debería también llamar a mi primera novia, también por ver qué tal, y paso. Después de Tudela viene Logroño y luego Zaragoza, Huesca y allá al frente, Monzón. Es, como Tolosa, un pueblo apretado entre la carretera, el río y la vía del tren, pero con holguras, sin mucho agobio. Allí se junta el Cinca con el Sosa, o viceversa, que baja con color blanquecino como si de verdad le hubieran echado sosa. NaOH. Tienen castillo allá en lo alto, macizo, sólido, ferruginoso; parece hecho con un cubo de aquellos que llevábamos a la playa. En Monzón hay mocitas circulando en bandadas o posándose en los bancos del parque para comer pipas, como pajaritos en primavera, todas vestidas iguales, con shorts y camisetas sacadas del mismo estante, con mascarillas fabricadas por el mismo chino. En las esquinas, casi en cada esquina, mucho afroaragonés en grupos pequeños, de tres en tres o de cuatro en cuatro, oyendo un transistor, charlando de quién sabe qué en idiomas que no entiendo. Hay revuelo a la puerta del tanatorio y es una tarde tan soleada, tan dulce luego de una tormenta de verano, que parece improcedente el dolor de un entierro. Un tipo con acento andaluz me pregunta que cómo se hace para ir al Castillo y le contesto con mi acento gallego que ni idea. He dado con el único que no es de aquí, me dice riendo. Marcha contento de su mala suerte y yo sigo perdiéndome por esas pocas calles, entre esas pocas gentes, sonriendo bajo la mascarilla, manteniendo la adecuada distancia social.