Si levanto la vista de la pantalla, por donde el mundo entra en casa, en donde toda desgracia tiene acomodo, y miro por la ventana, veo los membrillos. Estos días de septiembre que salen soleados no hay cristiano que los distinga de los primeros buenos de mayo. Son días quedos, de tardes sin viento ni zozobra, en los que el cuerpo pide beberse despacio un oporto y la vista pasmarse en esos eucaliptos lejanos que a la mínima tiemblan. Son pequeños regalos que a los gallegos, que le tenemos nombre a todas las modalidades de la humedad, nos pillan siempre por sorpresa sin haberlos bautizado. Cuando digo bautizado me refiero a verdadero bautizo, porque a estos días les llaman el Veranillo del Membrillo, que no es un nombre, como no lo es decirle a San Miguel el arcángel de la espada.
Yo, mirando a los membrillos sé perfectamente si es mayo o septiembre porque en primavera se cubren de unas flores blancas y pequeñas, humildes, con sólo cuatro o cinco pétalos y que brillan con la luna como si tuvieran un algo fosforescente. Ahora los membrillos frutos cuelgan de las ramas de los membrillos árboles, venciéndolas, gordos, peludos y pesados, puntuando de amarillo el fin del verano. Hay ya muchos por el suelo, montones de ellos. De van dejando caer de sus ramas con un sonido sordo, dando un golpe seco al chocar con la tierra. Siempre digo que como un cadáver pequeño, el cadáver de un enano, pero un cadáver dulce y festivo. Me han dicho que los venden a euro en el súper y desde aquí veo cien pavos tirados en la hierba, a ojo y tirando por lo bajo. Pienso esto y me avergüenzo, al recordar que Connolly habla de los membrillos con cariño y ternura, porque para los griegos eran la fruta del amor y la felicidad, la larga vida y la pasión, y yo los tengo tirados por el suelo y pienso en dinero. Dice también que las vírgenes griegas se los daban a los muchachos, así que algún mérito han de tener.
Justo al lado de los membrillos o, siguiendo al Cyril, quince, coing, marmelata, pyrus cydonia o portugalensis, manzana del amor y fruto dorado de las Hespérides, es donde cayó del cielo el cordero, quizá por eso lo de los cadáveres. Esto, que parece un milagro de Las Cantigas, tiene su explicación, que consiste en que el águila lo robó del cercado de un vecino no tan vecino y, de camino a dondequiera que pensara zamparlo, le flojearon las garras. La hostia que se llevó el lechal fue de concurso pero nos las arreglamos para reintegrarlo al rebaño bajo la atenta mirada del pájaro, que nos sobrevoló, a nosotros y los membrillos, durante toda la tarde.
Si tiene usted la suerte de tener membrillos, amarillos como estos días de septiembre, sepa que basta con pelarlos y cocerlos con apenas agua, como los mejillones, con otro tanto peso de azúcar para hacer el dulce. Le saldrá marrón oscuro, exactamente del color que tomarán las hojas del árbol en un par de semanas, justo antes de caer sin ruido.