¿LLUEVE?

El tonto sublime o superlativo es el tonto egregio en su sentido etimológico. El que destaca y se separa, adelantándose, de la grey de tontos, del rebaño de retrasados. Es apreciado por escaso, como la trufa blanca, la moza virgen y el vino bueno, y quienes lo disfrutan lo cuidan con esmero y obsequio. El tonto sublime es propio de pueblos de segunda, con censo de entre cinco y diez mil almas, consistorio de mampostería, botica con tarros, juzgado de distrito, puesto de la benemérita e iglesia con retablo completo. En lugares más densos pasan tristemente desapercibidos por el tráfago de la vida moderna con sus vaivenes y requerimientos; en los más despoblados no tienen contra quién destacar, que por algo pintores y poetas, y en general los artistas y cabareteras, acuden a Madrid. Lo bueno, aún la tontería, exige para brillar la fricción de una cierta competencia, ni mucha ni poca, la justa, y el calor del público cultivado.
Martiño ocupó plaza de tonto egregio hasta el día que el Señor lo llamo a su lado. Martiño allá se fue pero mucho contra su voluntad, que le duró la última enfermedad y agonía toda la primavera y ocho días del verano. Se conoce que era hombre de poca fe y sólo a la tercera unción de los óleos rindió el alma y dio el último suspiro, si bien con el recelo reflejado en esa mirada mansa que gastan los de su categoría. Martiño fue tonto de mucho lucimiento y galanura, que andaba bien vestido y calzado y en los meses fríos gastaba chapeu. Una tarde de primavera con tiempo revuelto, esas en las que pasamos sin aviso de un sol nuevo a una lluvia alegre, a Martiño la Benemérita le tundió los lomos. Salió a la puerta del café al inicio del chaparrón y, cuadrándose, levantó el brazo derecho con la palma extendida, en perfecto saludo falangista, al tiempo que gritaba, con voz sonora y marcial ¿Llueve? Obtenida la atención del respetable levantó de inmediato el izquierdo, brazo en ángulo y puño cerrado, para decir ¡Tengo paraguas! A nuestro tonto superlativo le hizo mucha gracia su ocurrencia y desde lo más hondo le salió una carcajada de irrefrenable pura felicidad, una carcajada costo-diafragmática-abdominal, larga, sonora y operística. La benemérita, allí presente en la persona de su comandante de puesto, el sargento Longueira, tomó de inmediato cartas en el asunto. El deber es el deber y, pese al mucho aprecio que le profesaban en el puesto, de allí salió con más cardenales que un cónclave y un diente a faltar, lo cual que fue en parte por mantener el orden público y en parte porque la cosa no pasara a mayores, caso de correrse la voz.

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