UN PASO DE GIGANTE

Hablar con la gente es una de las experiencias más vacías e inútiles. Yo no la escucho y tengo la certeza de que me pagan con la misma falsa moneda, una fingida y educada atención. Tenemos mucho que decir pero el único asunto que nos importa somos nosotros mismos, cosa que interesa a poca gente, sólo ocasionalmente y durante poco tiempo. Así que hablar es una coexistencia de monólogos con público, algo ridículo que se agrava hasta la molestia si media el teléfono.

Hablar con alguien exige una atención agotadora que además nos roba el tiempo y las energías que podríamos estar dedicando a hablarle a alguien de nosotros. La educación se reduce a eso, supongo, aguantarnos recíprocamente soplapolleces sin fin componiendo el gesto adecuado para la ocasión. Hacer sentir bien a alguien que pretende implicarte en su vida de una forma primitiva, absurda y egoísta: contándotela. Perder tu tiempo sin manifestar desagrado.

La comunicación oral es prehistórica y floreció por el analfabetismo de la especie, pero vencido éste carece de justificación alguna. Nacemos sin hablar ni escribir y desarrollamos una y otra habilidad en poco tiempo. Insistir en la primera siendo capaces de la segunda es un atraso. Quien escribe se ha de plantear de antemano qué va a decir y cómo. Eso reduce mucho la cantidad de palabras inútiles, empezando por sollozos, interjecciones y énfasis y por lo general depura el discurso.

Y lo que es más importante, para el escritor el público está elíptico, no exige su atención mientras escribe. Aunque busque la atención de otros para narrarles sus miserias, no los molesta, no la exige. La educación se desplaza del oyente, que practica la paciencia y resignación, al escritor, que resiste su necesidad inmediata de público y prefiere no molestar. Se encomienda a la benevolencia del lector, no a su educación.

El escritor, ordenando el discurso asume las dificultades de la comunicación mientras que el hablante las desplaza al receptor, mezcladas con sus miserias. Por el contrario usamos el habla como un automatismo más del cuerpo, que de natural sólo produce deshechos, y los descargamos en los demás sin miramiento ni compasión. En eso que llamamos conversación es el oyente quien hace todo el esfuerzo por entender.

La civilización dio un paso de gigante al inventar la escritura y alcanzó el cenit de su refinamiento al generalizarse el correo. La radio y el teléfono acabaron con siglos de avance social y extendieron la molestia acabando con el aislamiento. En un país civilizado, en una sociedad evolucionada, estaría prohibido hablar, con las únicas excepciones de los menores de cinco años y los analfabetos con carnet, que habrían de renovar anualmente. Ese pequeño esfuerzo suplementario que hace falta para decir las cosas escribiéndolas, unido a la desaparición de la principal causa de cinismo e hipocresía, supondría un alza inmediata del nivel intelectual de la población, de su moralidad y su bienestar.

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