EL EFECTO SMITH

Ponerle nombres a las cosas es una perversión muy humana, algo que llevamos en los genes o en la sangre, eso ya según cada uno. Seguramente los hombres de las cavernas empezaron por bautizar tigres, dinosaurios, ríos y montañas y esto se nos ha quedado empotrado entre el córtex y la amígdala, o por ahí. O quizá fueron Adán y Eva al salir del Paraíso los que, sintiéndose sabios por haber zampado una manzana y ante un mundo nuevo, empezaron esta fiebre que, al igual que la música con Bach, llegó a su cima con Linneo. Así vemos que las niñas ponen inmediatamente nombres a las muñecas, los niños a su polla y los adultos bautizamos cada tontería con la que nos tropezamos: plantas, cometas, ecuaciones y literaturas. Hay que ponerle nombre a todo, rápidamente.

El furor de bautizar tiene su causa en que los nombres son extremadamente útiles porque apuntalan prejuicios y ayudan a vivir sin pensar, algo tan deseable que nos pasamos la vida estrujándonos el cerebro para conseguirlo. De izquierdas, de derechas, de ciencias, de letras, alemán, murciano. Los nombres son un descanso, una siesta, un sofá con su tele y su mando a distancia.

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